Relato tenso e inquietante, pero amable y bienhumorado. Se desarrolla en Buenos Aires. La narradora es Nina, una chica de once años. Ella y su primo suelen jugar en un parque cercano a sus casas, donde conocen a Gudrek, un vagabundo de origen rumano que vive allí con sus perros. Un día ven a un tipo misterioso que hace fotografías y se lo dicen a Gudrek; pero ellos se van unos días a vivir con su abuelo, que les ha prometido enseñarles unos ejercicios de telepatía. En esos días salvan de morir atropellado un perro, al que llaman López, y lo traen con ellos de regreso. Pero, entonces, los perros del barrio empiezan a desaparecer y arrestan a Gudrek.
Nina cuenta las cosas con soltura: casi no va por encima de su edad pero usa expresiones certeras: cuando quiere pasar inadvertida pero siente que no es así dice que “me sentía una mosca en la leche”. Provoca tensión, sencillamente, cuando ve y habla por primera vez con el escurridizo chico de negro: “Su voz era muy finita, estrangulada, y eso fue lo que más miedo me dio”. Dibuja bien a Gudrek, un tipo cuyas sentencias no son nada complicadas: “Nada puede pasar antes del momento en que pasa”.
Luego, habla bien de sus miedos y de su amor a los animales; cuenta cómo le hacen sufrir los problemas que observa en la relación entre su padre y su madre; también es consciente de que a veces a ella le sobra mal humor (“Mamá me decía que yo tenía siempre un cuchillito escondido en las discusiones… Se lo clavé donde más dolía y ya era tarde para tragarme las palabras”). Los aspectos que podrían ser más endebles en una narración así —como el que algunas pesadillas le den ciertas claves, o el hecho de que le funcionen algunos ejercicios que les enseña el abuelo para “concentrar los rayos dispersos de la mente”— tienen la dimensión justa para ser creíbles.