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El caso de los bandidos asesinos

La Galera.

Barcelona (2012).

335 págs.

14,90 €.

Traducción: Victoria Alonso Blanco.

TÍTULO ORIGINALThe Western Mysteries. The Case of the Deadly Desperados

Relato juvenil de los que pueden gustar a no pocos lectores adultos. Su autora –muy conocida por el éxito que obtuvo con Misterios romanos, unas veinte novelitas sobre una pandilla de niños que resuelven casos detectivescos en el siglo I– empieza con él una serie ambientada en el Oeste norteamericano, en el estado de Nevada, el año 1862. Esta vez no tendrá que poner en juego sus conocimientos arqueológicos y de arte, de latín y hebreo, sino sus más que probadas dotes para la construcción y narración de relatos.

P.K., o Pinky, tiene doce años y, a partir lo que cuenta en el capítulo introductorio, el lector se hace cargo de que tiene una gran inteligencia para ciertas cosas pero también que es autista e identifica con dificultad las emociones. Su madre fue una mujer india, ya fallecida, y su padre, a quien cree también fallecido, fue posiblemente un hermano de Allan Pinkerton, el fundador de una famosa agencia de detectives privados en Chicago. La novela comienza en un pueblo cercano a Virginia City cuando P.K. vuelve a casa y encuentra que sus padres adoptivos, un predicador metodista y su mujer, acaban de ser asesinados por unos bandidos disfrazados de indios. Pero, antes de morir, su madre adoptiva le dice lo que buscan, una bolsita con un plano, y le urge a que huya. P.K. logra esquivar a los bandidos encaramándose a la diligencia que va a Virginia City. Allí averigua por qué tiene tanto valor el plano y por qué le persigue Walt el Navajas, que así se llama el jefe de los bandidos. Uno de los personajes que le ayudará será el joven reportero Mark Twain, que trabajaba entonces en el primer periódico de Virginia City.

La escritora integra bien la información sobre la vida real del lugar y de la época según van sucediéndose los numerosos incidentes que le ocurren a P.K.: desde cómo funcionaban las lavanderías chinas o los fumaderos de opio, hasta cómo eran la pistola Derringer o cómo se trabajaba en las minas. Pero lo que hace muy amena su historia es la calidad y la simpatía del narrador. P.K. describe las cosas tal como lo puede hacer alguien con un fino espíritu de observación y un talento natural para las comparaciones, ajustadas a quién es él y al ambiente donde vive. Luego, aunque no siempre su autismo ni sus conocimientos de algunas cosas resultan verosímiles, lo cierto es que sabe ganarse al lector desde la primera página. Así, que no comprenda las metáforas da lugar a escenas graciosas. Por ejemplo, son excelentes los momentos en los que un tahúr, admirado al ver la inexpresividad de su cara, le hace notar cuáles son los gestos y posturas de los pies, o de las manos, o del cuerpo, que dan a conocer los sentimientos y pensamientos de alguien.

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