En 2008, los secuestradores de un granjero cristiano en el norte de Iraq le colocaron en una disyuntiva: o él y su familia se convertían al islam, en cuyo caso le permitirían marcharse sin más, o tendría que pagar 60.000 dólares por su libertad. Y él pagó….
Curiosamente, aunque la persecución directa o las más sutiles restricciones a la libertad religiosa afectan a unos 200 millones de cristianos en todo el orbe, los perseguidores sufren el “daño colateral” de anécdotas como esta, cargadas de esperanza. Historias que recoge en este libro Marc Fromager, director en Francia de Ayuda a la Iglesia Necesitada.
El autor ha viajado a países de cuatro continentes y escuchado numerosos testimonios in situ. Mientras en Europa, en su propio país, refiere el contraste de ver, por un lado, los templos vacíos, y por otro, las plazas abarrotadas durante las celebraciones convocadas por el Papa, en Medio Oriente se acerca a la Iglesia silenciosa, que vive su edad de “catacumbas”. En Asia, advierte cómo el sistema comunista chino y el vietnamita pretenden domesticar a la Iglesia, ante la imposibilidad de hacerla desaparecer del todo, y en Latinoamérica ve a los sacerdotes en Colombia ofreciendo su vida al interponerse entre el narco o las guerrillas, y la población civil. Toma nota, además, de que en otros sitios asolados por la violencia, como en ciertos Estados de África, se cuentan por cientos los seminaristas que se forman para el presbiterado.
Fromager se admira a cada momento, y se siente en deuda con estos fieles que le agradecen su visita: “Los cristianos en peligro tienen mucho más que aportarnos de lo que nosotros les podemos dar. Saben en quién han puesto su confianza, una confianza que no se verá decepcionada”.
En Lagos (Nigeria), el periodista francés se encuentra con que hay que dar una contraseña para entrar en una parroquia, un Domingo de Ramos: tantos han sido los atentados contra los templos católicos, que las medidas de seguridad se vuelven imprescindibles. A pesar de tanta violencia manifiestamente anticristiana, constata que los obispos locales se esfuerzan en rebajar el aspecto religioso del conflicto y en llamar al diálogo y la reconciliación, de modo que los cristianos no tomen el camino de la venganza.
Y hay frutos, pues las iglesias continúan llenas, según le informa una religiosa: “Los musulmanes dicen que los cristianos deben tener algo especial. Dicen: Mirad lo que les hemos hecho, y ellos siguen yendo a la iglesia sin buscar vengarse”.
Ese “algo especial” es lo que convida a los cristianos cingaleses, filipinos y paquistaníes que viven y trabajan en Arabia Saudita, a reunirse en pequeños grupos en casas particulares para celebrar la fe, evadiendo a la policía religiosa, la temible muttawa, siempre dispuesta a resolver a porrazos cualquier eventual “amenaza” al predominio de la ley islámica. El acecho constante a esta Iglesia no ha hecho mella en una masa de católicos que ha pasado de los 200.000 practicantes en 1976 a unos tres millones en la actualidad, y es, a su vez, una interpelación a quienes, en Occidente, se hacen de rogar para participar en la misa dominical.
“En este mundo, [ir a misa] no es simplemente un rito social ni una costumbre, sino algo peligroso que requiere un mínimo de valor”, recuerda Fromager en su libro. Es un interesante acercamiento a la difícil cotidianidad de millones de cristianos que se maravillarían de ver cuántos templos, en esta parte del globo, permanecen vacíos, mientras ellos, en sus países, ven peligrar sus empleos, el pan y hasta la vida por acudir cada domingo a celebrar la Resurrección del Señor.