En la teoría de la educación lleva años instalada una corriente que reclama “cambiar de paradigma”, abandonar la enseñanza tradicional, caracterizada, según sus detractores, por la clase magistral y la memorización de contenidos. En su lugar, los adalides del nuevo modelo piden “dinamizar” las clases a través de las “metodologías activas” y el “coaching emocional”: mantener motivado al alumno, dejando que diseñe su propio aprendizaje para que este sea “significativo”.
Contra la nueva educación es una denuncia inmisericorde, aunque en tono burlesco, de todo este discurso pedagógico. Alberto Royo, profesor de música en enseñanza secundaria, no deja títere con cabeza. El subtítulo del libro, “Por una enseñanza basada en el conocimiento”, señala a las claras cuál es, según el autor, el principal error de las nuevas metodologías: convertir al profesor en un animador cultural, un terapeuta emocional, un formador de emprendedores, o en la mezcla amorfa de todas estas cosas.
Cada capítulo lleva el título de un parásito (Plasmodium falciparum, Trichinella spiralis, etc.), para indicar el papel que las distintas modas han desempeñado en la labor educativa. Es especialmente interesante el dedicado al “totalitarismo innovador”, la creencia –dogmática, según Royo– de que todos los métodos tradicionales han caducado y no sirven para enseñar a las nuevas generaciones. La llegada de las tecnologías al aula (desde las pizarras inteligentes a los móviles, pasando por las tablets) ha proporcionado la coartada y el certificado de modernidad a esta urgencia por innovar.
Otros aspectos de la nueva educación criticados por Royo, con buenas dosis de sentido común y de ironía, son la prioridad dada a la educación emocional del alumno (bajo la creencia de que los conocimientos “ya los encontrará en Internet” cuando los necesite) y al plurilingüismo. Para el autor, el resultado es que estamos creando jóvenes incultos –que, no obstante, tienen una sensación de cierta vecindad con la cultura porque viven a un solo clic de Wikipedia–, obsesionados con su bienestar emocional, manifiestamente incapaces de prestar atención y memorizar, pero que dominan las nuevas tecnologías y otras lenguas distintas a la suya.
A pesar de la lucidez de gran parte de los planteamientos, con frecuencia el libro cae en la exageración, algo propio de toda parodia. En cambio, al criticar ciertos “tics” de las nuevas pedagogías, el autor a veces deja ver los suyos, lo que resta eficacia a un libro que pretende ser un manifiesto a favor del ideal ilustrado de conocimiento, purificado de cualquier vestigio de irracionalismo. Por ejemplo, Royo achaca gran parte de los males de la educación a los villanos de nuestra época: el mercado y los políticos (solo faltan los banqueros). En cambio, exculpa a los profesores, que al fin y al cabo son los que están aplicando –quizá algunos por coacción, pero muchos otros por convicción propia– las nuevas pedagogías en las aulas. También se echa de menos que el autor profundice en las ideas que sustentan el discurso innovador, muchas de las cuales hunden sus raíces en la misma Ilustración que Royo tanto añora (un ejemplo es el buenismo rousseauniano, precursor de la teoría de que todos somos igualmente talentosos o inteligentes, pero de diferente forma).
Tampoco se acaba de entender bien su postura sobre la educación del carácter: critica que la escuela se dedique a formar en valores, pero luego dice que su principal función es la de “palanca para la mejora social”. Por último, en su defensa “a ultranza” de la escuela pública, y la consiguiente crítica a las privatizaciones, Royo parece olvidar que una cosa es el derecho de todos a recibir una educación de calidad independientemente de sus ingresos, y otra que la tarea práctica de administrarla corresponda únicamente al Estado. Hasta ahora, los colegios concertados en España han cumplido bastante bien con el objetivo de palanca social del que habla en el libro.