Juliette se ha acostumbrado a vivir sola con su padre, un rudo pero entrañable veterano de guerra. A lo largo de su vida, todas sus grandes decisiones han estado encaminadas al cariño por su padre y al recuerdo de su madre fallecida.
El italiano Pietro Marcello ya hizo una adaptación creativa de una novela de Jack London en Martin Eden, una de las películas más premiadas en 2019 (Sevilla, Venecia). Scarlet –basada en la novela Velas escarlatas, del escritor ruso Aleksandr Grin (1880-1932)– sigue ese mismo estilo narrativo, marcado por los primeros planos y las numerosas metáforas visuales. Las manos callosas del padre que se han curtido en la guerra y en los campos de cultivo son un símbolo muy recurrente en un relato de filiación esperanzador en el que destacan la fotografía, el uso del color y la composición pictórica de los planos.
El director y coguionista cuenta un crecimiento interior que debía ser desgarrador y que, sin embargo, resulta luminoso en el rostro jovial de la primeriza Juliette Jouan. Su personaje tiene una valentía casi selvática combinada con una sensibilidad incuestionable formada en su contacto con la naturaleza y en una familia pequeña, pero muy unida. A pesar de que hay algún detalle superficial en el acelerado romance de la protagonista, y que la presencia de lo esotérico resulta tan abstracta como artificial, la película es un espectáculo visual sugerente y emocionante. El trabajo de interpretación es muy natural y medido, perfectamente ensamblado en la planificación del director. Tener entre los secundarios a Louis Garrel (Mujercitas, El oficial y el espía) y Yolande Moreau (Micmacs, Séraphine) es impagable, a pesar de que en este caso a sus personajes les falta un desarrollo dramático más complejo y más coherente con el inmenso talento de estos dos intérpretes.