El cineasta iraní Jafar Panahi vuelve a bucear en sus experiencias personales para contar las dificultades de un director perseguido para rodar una película en la frontera con Turquía. Cuando todo parece que está en orden, el director se encuentra con la oposición del pueblo, que teme las consecuencias de permitir esa filmación.
A pesar de ser un realizador perseguido y condenado por el régimen iraní, Panahi no deja de hacer un cine tan admirado por su calidad artística como por su denuncia a la falta de libertad en su país. Entre sus películas destacan El espejo (León de Oro en el Festival de Venecia, 2000) o Taxi Teherán (Oso de Oro en el Festival de Berlín, 2015). El estilo de sus películas está determinado por su condición de cineasta clandestino que, sin embargo, no le lleva a la autocomplacencia, sino más bien a una espontaneidad y sentido del humor tan autóctonos como universales.
Panahi sigue haciendo una propaganda sutil e inteligente, que subraya el poder curativo del arte para combatir la irracionalidad de la dictadura. En sus personajes hay herencias del neorrealismo italiano o de la nouvelle vague, y esa mirada ácida y entrañable a la vez, que deshace con enorme facilidad la mediocridad de los que siguen las directrices de los arbitrarios dirigentes. La cámara en mano y las interpretaciones de actores no profesionales vuelven a adquirir un nivel que parece insuperable.
Con respecto a su obra anterior, Los osos no existen aporta una madurez estilística perfecta para el ritmo de la historia (más medido que otras veces) y una resolución más sugerente. La película se presentó en el último Festival de Venecia, donde ganó el Gran Premio del Jurado con todo merecimiento.
