Julie vive con sus hijos en una población no muy cercana a París, donde trabaja como jefa del equipo de limpieza de un lujoso hotel. Julie corre y corre, mientras intenta sobrevivir a una huelga de transportes que desordena las piezas de un mecano que ha ido montando para llegar a todo.
Cansado de películas de superhéroes todos juntos, esta película de superheroína separada –valga la polisemia– me ha gustado una barbaridad. Gravel escribe una historia magnífica que te lleva con la lengua fuera, unida a la vida cotidiana de una mujer que no tiene poderes especiales, o mejor, los tiene, vaya si los tiene… Es la nobleza de espíritu sin trompeteo heroico, que estamos ya muy hartos de tebeos.
Julie es una de tantas campeonas que hacen de cada día un milagro. Gravel la mira con asombro, sin subrayados facilones de mal narrador, con la delicadeza honrada de quien no quiere manipular groseramente un material tan hermosamente cercano. Y todo lo que toca se le convierte en oro, porque tiene la belleza de la normalidad donde crecen la felicidad o la insatisfacción.
Laure Calamy ha entendido su personaje: todo lo que hace tiene un tremendo encanto, siempre que tengas la mirada y el alma desintoxicada de la virtualidad alternativa del metaverso. Es muy hermosa esa Julie desbordada, apañada e industriosa, luchadora incansable.
Gravel no cede a la tentación del atajo facilón hacia la comedieta buenista, el drama depresivo, el cuento de hadas escapista. Coherentes con esa narrativa, son las inteligentes elipsis, los amagos que dejan al espectador con lo esencial y le evitan el prosaísmo. Y sobre todo, los gestos, esas pequeñas cosas (una lágrima mientras Julie se maquilla, el montaje de una barata cama elástica para críos, borrar un máster de un CV, un beso robado, un calentador que funciona cuando quiere, la tarjeta sin saldo en la caja del súper) que te parten el alma y hacen que termines la película valorando más y mejor lo que tienes o lo que has tenido.