Cocó tiene ocho años. Todos le llaman Aitor, pero no se reconoce en ese nombre e insiste en que le llamen Lucía porque se siente chica. Su madre, que está sufriendo una profunda crisis profesional y sentimental, hace todo lo posible por ayudar a su hijo en su conflicto de identidad. Las abuelas, tan diferentes, tan en las antípodas ideológicas y vitales, tienen su propia mirada sobre el tema.
En pleno debate sobre la ley trans, Estibaliz Urresola debuta con una notable ópera prima que elude cualquier arista para plantear la historia desde sus parámetros más humanos y emotivos. Y, en ese terreno, no hay un pero que ponerle a un relato que muestra el sufrimiento de un niño y el camino, aparentemente inocuo, para solucionarlo. Otra cosa es que, durante todo el metraje, zumben en el espectador –como las abejas que cuida la abuela compasiva– muchas preguntas que no llegan ni siquiera a plantearse y que son las que protagonizan el debate público ahora mismo. Preguntas sobre el origen del conflicto, sobre los porqués y sobre el futuro del niño que se siente niña.
Pero hacerse preguntas es una operación racional y fría frente a los sentimientos que fluyen por la pantalla. Unos sentimientos que estallan en la escena más emotiva de la película; cuando en una búsqueda angustiosa de Cocó, y mientras todos gritan buscando a Aitor, su madre decide gritar Lucía. Y es en ese momento, ya digo, tan emotivo, por otra parte, cuando el espectador descubre que le han robado la cartera para que no piense y solo sienta y asienta. Y que, en cierto modo, le están manipulando.
Pero el cine es lo que tiene, a veces. Un guion al que le falta profundidad a la hora de abordar el conflicto y una estructura emocional que lo juega todo a la carta de la empatía y del presente. La película tiene además una joven protagonista, Sofía Otero, todo expresividad y mirada. Y una Patricia Arnaiz sobresaliente. La primera fue premiada en el Festival de Berlín, la segunda, en el Festival de Málaga.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta