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Santos «políticamente incorrectos»

publicado
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A propósito del nuevo «Martirologio» y de algunos casos recientes
Los santos siguen siendo noticia y, contrariamente a lo que cabría esperar de nuestra sociedad secularizada, movilizan cada año -de distintas maneras- a millones de personas. Incluso las reacciones negativas, que también provocan, desmienten la idea de que la declaración de santidad es una simple cuestión interna de la Iglesia católica. Repasando el nuevo «Martirologio romano» publicado por la Santa Sede, se descubre que no pocos de los que han sido elevados a los altares en los últimos años siguen siendo personas incómodas para determinados modos de pensar. Son santos que hoy podríamos calificar de «políticamente incorrectos».

El nuevo Martirologio romano contiene 6.538 voces, pero el número de santos y beatos que incluye es mucho más alto porque, con frecuencia, junto al nombre principal se añade la frase «y tantos compañeros mártires». La finalidad del Martirologio, que actualiza el de 1956, es recoger el nombre de todos los santos y beatos (no solo mártires) para los que la Iglesia católica ha admitido el culto público. Está distribuido por días del año y, junto al nombre, se indica el lugar y fecha de la muerte, y el tipo de memoria litúrgica. En unas pocas líneas se ofrece además el título (apóstol, mártir, confesor, etc.), la actividad que desarrollaron y algún rasgo de su espiritualidad. A la edición latina, que es la única publicada hasta ahora, seguirán en los próximos años las versiones en otros idiomas.

Desinterés aparente

Si las canonizaciones se consideraran una simple cuestión interna de la Iglesia, no se entendería que, junto a la alegría y la devoción de muchos fieles, se dé a veces por parte de no creyentes la protesta, el desagrado o la clara oposición, como se ha visto a propósito de la beatificación de personajes de distintos orígenes, épocas y carismas.

Por ejemplo, la elevación a los altares de un numeroso grupo de mártires chinos, en octubre de 2000, fue duramente criticada por el gobierno de Pekín, para quien esos mártires no eran otra cosa que «agentes del imperialismo» (ver servicio 132/00). Pero las reacciones no proceden solo de los pocos gobiernos oficialmente comunistas que quedan por el mundo, sino sobre todo de ambientes o medios de comunicación que hacen gala habitual de laicismo. A pesar de que al tratar de beatificaciones y canonizaciones usen fórmulas como «fabricar santos», para manifestar su distanciamiento y mostrar que en esos temas admiten sólo una perspectiva humana, en muchos casos no pueden ocultar cierto nerviosismo: lo cual no deja de sorprender pues, teóricamente, son cuestiones que consideran irrelevantes.

«No hay nada que oponer, en principio, a que el papa Juan Pablo II haya fabricado más santos que todos sus antecesores en la silla de Pedro durante el siglo XX», escribía en un editorial un diario europeo. No obstante sea un hecho -añadía- que demuestra «una cierta vuelta atrás hacia los métodos tradicionales de ejemplarizar a los fieles católicos, no pasa de ser un síntoma más del modelo neoconservador que se ha impuesto en el Vaticano con Karol Wojtila». El editorial concluía, sin embargo, pidiendo al Papa y a la jerarquía que buscaran otros modelos («misioneros en el Tercer Mundo, ONG, médicos») y que abandonaran su «obsesión» por determinados candidatos.

Ceremonia de beatificación en la Plaza de San PedroEl «perfil ideal»

El consejo de buscar modelos que no «molesten» hace brillar, por contraste, a los criticados. Repasando algunos de los casos más recientes, se observa que el origen de las reacciones negativas no es tan variado como cabría suponer. En el fondo se diría que, para algunos, el «candidato ideal» sería el eremita: una persona que no se haya mezclado con los asuntos humanos. O que haya sido, a lo sumo, un pacífico asistente social. De ahí cierto afán por adaptar incluso la fuerte personalidad de santos del pasado a los gustos del momento, como han advertido algunos historiadores a propósito de S. Francisco de Asís, a quien se le presenta a veces como si se hubiera limitado a ser un «pacífico ecologista».

No faltan fustigadores ni a figuras tan «mediáticas» como la madre Teresa de Calcuta. «Buscando pecados en la santa de las alcantarillas», titulaba un diario británico (The Guardian, 6-VIII-99) un reportaje cuyo objetivo era precisamente el indicado en el título: de la lectura de las declaraciones de varios «abogados del diablo», entre quienes figuraba alguna ex monja, se saca la impresión de que, en el fondo, la madre Teresa es culpable de no haber hecho nada por sacar a la gente de la pobreza. Pero también aquí, como en otros casos, surge la sospecha de que tal vez su verdadero pecado haya sido el de no adaptarse al estereotipo de «santo secular» que tiene además superada la visión «conservadora» en temas como el aborto o el sacerdocio femenino.

No es frecuente que esas críticas se presenten tan descaradamente. Lo habitual es que se formulen con argumentos razonables, se diría que casi movidos por el bien de la Iglesia o de las almas. Es lo que hace un periódico italiano al mostrar su preocupación por la «multiplicación de los santos y beatos», y por el riesgo de que estas «megabeatificaciones» acaben oscureciendo la figura de Cristo o sean un residuo de paganismo. Para evitar esos peligros recomienda a los fieles que se queden en sus casas o, como mucho, que festejen a los nuevos santos en sus parroquias. Pero que no asistan a las ceremonias de Roma (Il Manifesto, 1-V-99). La verdadera motivación de esas palabras se aclara al pasar la página y leer debajo de la cabecera que el periódico se autodefine orgullosamente como «diario comunista».

Sospechosos habituales

Para la mentalidad que pretende que la santidad, en caso de que exista, sólo es admisible en personas que no se hayan mezclado con el mundo, son hasta cierto punto comprensibles los recelos ante figuras que han predicado justamente lo contrario. El diario italiano apenas citado menciona, por ejemplo, al beato Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Pero lo curioso es que extiende su prevención hacia otros personajes que supuestamente se acercan más al «perfil ideal», como el padre Pío de Pietrelcina, el popular fraile capuchino italiano, al que define como una «personalidad marcada por la violencia, el autoritarismo y algunos aspectos demasiado ‘espectaculares’».

En el caso del padre Pío, el razonamiento sería: ya que es difícil negar la santidad (ahí está lo inexplicable de los milagros), al menos que el contexto sea lo más material posible. Tal vez por eso, otro diario acompañaba así la noticia de su próxima canonización: «San Giovanni Rotondo [el santuario donde está enterrado] hace las cuentas: el fraile vale ahora un billón [de liras, poco más de 516 millones de euros]». Y bajo el título «El business», añade, en referencia al incremento de peregrinos, que «ni tan siquiera los frailes consiguen calcular la suma de las ofertas que reciben» (La Repubblica, 21-XII-2001). Bastan esas insinuaciones para dibujar el conjunto con trazos tan humanos que se deja poco espacio a lo trascendente.

Con la reforma de 1983, el Papa modificó las normas que regulaban el itinerario para alcanzar el reconocimiento de la santidad. Se pasó del modelo del «proceso judicial» (con abogado defensor y fiscal, el proverbial «abogado del diablo») al modelo de la «investigación histórica», más atento a la elaboración de una biografía crítica del candidato. Si se acortaron los tiempos y se aligeraron aspectos burocráticos, no se suprimieron los filtros. Eso ha sido particularmente claro a la hora de sopesar todas las circunstancias en causas de beatificación en las que los eventos históricos siguen pesando, como ocurrió con la de Alojzije Stepinac, arzobispo de Zagreb (ver servicio 127/98).

Mordaza a la defensa

«El Papa beatifica mañana a un cardenal croata condenado por ayudar a los nazis» (El País, 2-X-98): con ese y otros titulares semejantes, un buen número de medios de comunicación daban noticia de la beatificación del cardenal Stepinac. Era verdad que el prelado había sido condenado por nazi en 1946. Lo que no se decía tan claramente es que quien dictó la sentencia fue un tribunal comunista. Y que entre otras singularidades del proceso cabe recordar que durante las dos semanas de juicio la acusación usó cuarenta y ocho horas para presentar sus testigos, mientras que a la defensa sólo se le concedieron veinte minutos. No pudieron testimoniar ni judíos ni serbios, excepto el médico Milutin Radetic, un serbio salvado por Stepinac de ser fusilado por los ustacha, pero sólo pudo hablar unos minutos: fue expulsado de la sala y al poco tiempo perdió también su puesto de trabajo.

Stepinac fue condenado a dieciséis años de prisión y a cinco de pérdida de los derechos civiles. La acusación principal fue que bendijo al régimen ustacha, fascista, de Ante Pavelic, el líder nacionalista que se había hecho con el poder en la Croacia independiente y que acabaría siendo derrotado por los comunistas de Tito. El arzobispo permaneció en la cárcel hasta diciembre de 1951, mientras que los años que transcurrieron desde esa fecha hasta su muerte, ocurrida en 1960 (hay indicios de envenenamiento), los pasó en arresto domiciliario en su aldea natal.

El eco de la propaganda del régimen de Tito se repite cíclicamente y alimenta una leyenda que se resiste a morir, a pesar de las evidencias en contra. Así, para algunos servicios de noticias de ámbito confesional protestante (como Chick Publications o European Institute of Protestant Studies), Stepinac no era ya un simple colaborador nazi, sino el «responsable de verdaderos asesinatos de masas». Se pretende así hacer recaer sobre sus espaldas lo que no fueron otra cosas que los crímenes de una guerra civil.

Tribunal de papel impreso

Por fortuna, han sido sus mismos enemigos quienes, con el paso del tiempo, han descorrido un poco las cortinas de la verdad. Así, Josip Hrncevic, uno de los jueces y redactores de la sentencia, declaró que «si hubiéramos escuchado a los testigos de la defensa se hubiera hundido el proceso». El mismo fiscal que le acusó, Jakov Blazevic, dijo años después que no hubiera habido ningún proceso si el arzobispo se hubiera mostrado «más flexible políticamente» para aceptar la propuesta de Tito de crear una Iglesia católica nacional yugoslava, independiente de Roma. Otro importante líder comunista de la época, Vladimir Popovic, precisó que «si [Stepinac] hubiera proclamado la independencia de la Iglesia católica croata, nosotros lo hubiéramos subido a las estrellas».

Tampoco hace falta discurrir mucho para deducir que si Stepinac hubiera sido un colaboracionista nazi, Tito no le hubiera ofrecido ni de lejos ese puesto de prestigio. En realidad, la propia propaganda comunista había usado las homilías del arzobispo para combatir al régimen fascista. También las emisoras de radio BBC y Voice of America daban amplio eco a sus palabras. El embajador de Berlín en Zagreb, Edmund Glaise von Horstenau, llegó a declarar que si «en Alemania un obispo osase hablar como habla Stepinac, no bajaría vivo del púlpito».

Víctima del fascismo, del nazismo y del comunismo, Stepinac ha sido luego víctima de un segundo juicio sumario, llevado a cabo esta vez por algunos medios de comunicación, en el que la sentencia también estaba escrita. Una estrategia similar se ha pretendido llevar a cabo, con un resultado mucho más modesto, a propósito del obispo búlgaro Eugenio Bossilkov, condenado a muerte y fusilado en 1952, y beatificado en marzo de 1998. Desde entonces no han faltado «descubrimientos» con los que se trata de demostrar que, en el fondo, «era un espía francés».

El peso de la historia

Pero sobre quien han caído encima más toneladas de papel impreso ha sido sin duda sobre Pío IX, Giovanni Maria Mastai Ferretti (1792-1878), que fue beatificado junto con Juan XXIII el 3 de septiembre de 2000. El hecho de que se combinaran ambas beatificaciones en un mismo día facilitó que el tándem «Papa Bueno y Papa Malo» estuviera presente en muchas crónicas periodísticas, en las que paradójicamente se acababa ofreciendo también un perfil falso, por azucarado, del Papa Roncalli.

Las críticas a Pío IX, cuyo pontificado es el más largo de la historia (de 1846 a 1878), cubren un amplio abanico de temas, hasta llegar al insulto personal. La revista judía italiana Shalom (XII-99) dice que de joven «era mujeriego y jugador, todo menos un muchacho de sanos principios», pero que «apenas vistió la sotana abandonó del todo la promiscuidad sexual: lo que le interesaba entonces era el ejercicio absoluto e indiscutido del poder».

En el fondo, la principal culpa de Pío IX es que le tocó gobernar la Iglesia en una época de grandes cambios históricos. En esos casos es particularmente importante no olvidar que lo que la Iglesia pone como modelo al canonizar a un Papa no es la habilidad política, sino el ejercicio de las virtudes. Pero hay que reconocer que incluso en el plano humano las actuaciones del Papa Mastai estuvieron motivadas por razones válidas, siempre que se haga un esfuerzo por comprender (ver servicio 111/00).

Las circunstancias históricas también han pesado notablemente a la hora de entender el sentido de las beatificaciones de las víctimas de persecuciones religiosas. Uno de los casos más claros es el de los llamados equívocamente «mártires de la guerra civil española». Algunos sostienen, en efecto, que con esas beatificaciones se está elevando a los altares a los caídos de uno de los bandos en conflicto, de modo que son contrarias al espíritu de reconciliación.

En realidad, el mensaje principal de esos martirios -comprendidos entre los años 1931 y 1939- ha sido precisamente el perdón, como han relatado con el paso de los años los mismos verdugos. Tampoco se los puede considerar víctimas de un bando, en cuanto que muchos de ellos fueron asesinados bastante antes del inicio de la guerra y, en todo caso, está documentado que fueron personas ajenas por completo a la contienda. Además, en la misma zona republicana no faltaron voces de condena contra esos atentados, que estuvieron motivados a todas luces por el odio a la fe de algunos grupos radicales (ver algunos libros recientes sobre este tema en los servicios 82/94 y 70/99).

Sembrar oscuridad

Si en algunos casos lo que se critica es la actuación de determinados santos, o la «oportunidad» de su elevación a los altares, en otros lo que se pone en duda es su misma existencia. Es lo que ha ocurrido con Juan Diego, el vidente de la Virgen de Guadalupe, cuya canonización se celebrará en los próximos meses. Ya desde antes de su beatificación, en 1990, no han faltado quienes afirman que se trata de un personaje ficticio. La insistencia en este punto, a pesar de que la historiografía más seria no tiene dudas al respecto, posiblemente busque otra finalidad, aunque tal vez haya personas que lo hagan de buena fe: socavar el mismo origen histórico de la devoción de Guadalupe.

En el fondo, es lo mismo que se pretende en todos los casos que se han mencionado: arrojar oscuridades y sembrar la sospecha sobre la vida de personas de las que la Iglesia reconoce la santidad. Aunque no se obtenga un éxito inmediato, el propósito es que esas «nuevas revelaciones» se puedan usar en el futuro, por ejemplo, para «equilibrar» las informaciones. Se da lugar así a frases como «para unos es un santo, para otros, un impostor», que se lanzan como si las «dos versiones» tuvieran la misma fuerza y el mismo fundamento. Son fórmulas muy apreciadas por determinado tipo de periodismo, que piensa que así se construye la imparcialidad.

La presencia de esos abusos no hace olvidar tampoco que los santos han sido gente de nuestra galaxia. Precisamente para discernir la verdad de sus vidas se estudian las causas, pero sería simplista despachar con dos comentarios jocosos años de trabajo de investigación. Puestos a hablar, también en los evangelios se podrían entresacar datos para negar la santidad de San Pedro.

Al final no cabe sino estar de acuerdo con lo que escribía un comentarista canadiense a propósito de tantas polémicas artificiales: «Me siento reconfortado por el hecho de que gente tan chiflada haya llegado a la santidad. Tal vez haya esperanzas también para mi. Después de todo, la santidad es sólo cuestión de decir que ‘sí’ con tanta frecuencia al amor de Dios que simplemente te olvidas de decir otra cosa».

Diego Contreras

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