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Los católicos en la guerra civil

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La Iglesia católica ha tenido muchas veces un papel protagonista en la historia de España, influyendo en sus avatares y sufriendo sus consecuencias. Uno de esos periodos cruciales fue el de 1931 a 1939, durante la II República y la guerra civil. Estos años decisivos son estudiados en la obra del profesor Gonzalo Redondo Historia de la Iglesia en España. 1931-1939 (1). Tras el primer volumen dedicado a los años de la II República,el segundo recientemente publicado se centra en la guerra civil.

La guerra civil española, desde el punto de vista historiográfico, está aceptablemente resuelta en buena parte de sus aspectos: militar, estimación del número de víctimas, aspectos económicos y sociales en los dos bandos, vida cotidiana, relaciones exteriores, etc. Falta, sin embargo, claridad en análisis de las formas culturales en que la fe católica se hizo presente. Este aspecto no es baladí, porque la guerra civil española es algo más complejo que un enfrentamiento entre católicos y anticatólicos. De entrada, lucharon católicos contra católicos hasta la toma de Bilbao… y después. Más tarde sorprende -al partidario de esquemas sencillos y claros- la falta de acuerdo fluido entre la Santa Sede y los nacionales; además de los esfuerzos en zona republicana por terminar con la persecución religiosa y la represión de los nacionales sobre masones, protestantes y maestros: ¡todos en el mismo lote!

División política de los católicos

El libro de Gonzalo Redondo -profesor de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Navarra- analiza esta trama compleja con rigor, y así puede distinguir y conceder el peso adecuado a cada factor y en cada momento. Sin embargo, la clave de su éxito está, sobre todo, en el utillaje intelectual empleado para orientar este trabajo. En este sentido son varias las novedades que ofrece el estudio. La más interesante consiste en ofrecer un relato con un protagonista que hasta ahora ha resultado extraño -y por consiguiente ausente- a las historias de la Iglesia al uso: el pueblo de Dios. Pero un pueblo sociológicamente pueblo, no sólo sus alcaldes -la jerarquía-, ni sólo sus maestros -los teólogos en sentido amplio-; un pueblo numeroso y diverso cuya característica común es reconocerse en una fe y en la utilización de unos medios para alcanzar el fin propio que les hace ser y sentirse solidarios entre ellos y distintos de los que no comparten ese fin.

Una historia de los fieles católicos, por tanto, y en medio de una guerra civil. Unos fieles católicos españoles que, además de católicos, eran otras muchas cosas más: militares, civiles, autoritarios, demócratas, republicanos, monárquicos, admiradores de Italia, de Alemania, de Francia, de Gran Bretaña y hasta de la entonces nueva Rusia, intelectuales, incultos, maestros, navarros, vizcaínos o turolenses…

Eran esas otras cosas las que les hacían -además de su fe- tener unos puntos de vista diferentes y fuertemente dispares. Fueron esas otras cosas las que pusieron en el momento culminante de la guerra en uno u otro bando a los católicos españoles, en algunos casos bien a su pesar. En definitiva, el libro analiza con rigor «las tensiones entre las distintas formas culturales en que se hizo presente la fe cristiana» en medio de una compleja situación creada por la sublevación militar de julio de 1936.

Ideas encarnadas en grupos y personas

Otro elemento original y de enorme interés metodológico en este modo de concebir la historia de la Iglesia se refiere a su enfoque. No estamos ante una socorrida historia de las mentalidades. Hay historia de las ideas, pero no en abstracto: como si las ideas fueran independientes de los que las pensaban y éstos -los filósofos, por ejemplo- vivieran en un mundo aparte del resto de los hombres. El resultado de estos planteamientos ha sido, con frecuencia, una ruptura doble: de los pensadores con la realidad en la que se movían, y de las ideas respecto de sus creadores. Como si éstas últimas se dedicaran a influir unas en las siguientes: al estilo del típico relato «el idealismo es hijo del racionalismo que a su vez arranca del nominalismo…», que contempla la evolución de las ideas como si fuera una gran partida de billar americano: unas bolas -ideas- empujan a las otras hasta lograr un fin ajeno a ellas: su desaparición por un agujero.

No es esa la historia intelectual que presenta Gonzalo Redondo: la historia de las ideas está sólidamente asentada en la historia de los grupos sociales y de las personas que encarnan esas ideas. Tampoco es una historia de un reducido grupo de intelectuales previamente definidos como importantes: las personalidades que desfilan son numerosísimas y su importancia como testigos o protagonistas está contrastada críticamente. Los planteamientos básicos de este enfoque se explican de manera cumplida en el primer tomo de esta obra: allí se definen los conceptos claves que se emplean después, consecuencia, por otra parte, de una amplia y rigurosa investigación.

El libro es de una gran amplitud temática. Además, de la riqueza de fuentes y de la bibliografía consultada puede afirmarse, sin exageración alguna, que son exhaustivas.

Ante la persecución religiosa

El libro se articula en torno a siete grandes apartados que definen otras tantas etapas cronológicas de los tres años de guerra.

La consecuencia inmediata del levantamientomilitar en las zonas en las que no triunfó fue la puesta en marcha de dos procesos revolucionarios -uno socialista y otro anarquista- con un elemento común: una sangrienta persecución religiosa. Ésta alcanzó, según reconocían sus artífices en aquellos días, unas cotas superiores a las de -para ellos- la paradigmática revolución rusa del 17: «España ha sobrepasado en mucho la obra de los soviets, porque la Iglesia, en España, está hoy día aniquilada», afirmaba el secretario general del Partido Comunista en marzo de 1937. También se ofrecen testimonios similares, y de aquellos días, de anarquistas y socialistas.

La revolución y los levantados persiguieron y presionaron igualmente a los intelectuales que quedaron en sus zonas respectivas: Ortega, Maeztu, Marañón, Castillejo, de algún modo Madariaga, Pablo Neruda y otros en la España revolucionaria; Baroja, García Lorca, Blas Infante, Giménez Fernández… en la otra. Y es que en España y por aquellas fechas se intentó resolver la crisis cultural por el sencillo procedimiento de eliminar sin más al contrario: así se cerraba el paso a la posibilidad de vivir la libertad.

En este clima se dan las primeras formulaciones del concepto de cruzada aplicado a nuestra guerra. Tal aplicación no era una novedad en España: los carlistas lo empleaban habitual y profusamente desde la penúltima guerra (1872-76) para referirse a sus enfrentamientos -más o menos bélicos- con los liberales. No resulta extraño que fuese Mola el primero en referirse a esta tradición terminológica: era el mes de agosto de 1936. Luego fueron algunos miembros de la jerarquía: los obispos de Pamplona, Zaragoza y, después, casi todos.

En cualquier caso, el fervor patriótico-religioso estaba enormemente extendido en toda la España nacionalista -entre clérigos, soldados y civiles- y así traspasó nuestras fronteras hacia los católicos de otros países. Eso no quita que algunos no compartieran este punto de vista, sobre todo desde que se conocieron las matanzas y depuraciones del ejército nacional en Andalucía y Badajoz. En resumen, a lo largo del verano de 1936, la Iglesia española -la jerarquía y los laicos-, de manera abrumadoramente mayoritaria, y un buen grupo de intelectuales, se colocaron detrás del ejército levantado: les gustara o no esa opción, era el único modo de salvar su vida de la violenta persecución que se desató en la zona republicana.

La postura de la Santa Sede

Entre septiembre y diciembre de 1936, el problema básico se centra alrededor de la postura de la Santa Sede ante los sucesos españoles. La alocución de Pío XI el 14 de septiembre de 1936 señala las preocupaciones de Roma ante el conflicto español: lamentó de todo corazón la persecución religiosa que había convertido en mártires a sus víctimas; pero no veía con agrado el levantamiento militar. Y es que pensaba que un problema religioso no podía resolverse por la imposición de un régimen político, por muy católico que se proclamase. Si, además, las relaciones de los levantados con Italia y Alemania hacían sospechar futuras similitudes ideológicas, nada tiene de extraño que al final de sus palabras se recordara el peligro tanto del comunismo como de la ideología nazi. Las autoridades militares españolas censuraron esta última referencia: otro motivo de sospecha.

Desde el punto de vista tradicionalista, el problema se enfocaba de otro modo. El ejemplo más claro fue la carta pastoral Las dos ciudades de Mons. Pla y Deniel, cuyo contenido compartían prácticamente todos los obispos españoles.

Este enfoque, sin embargo, dificultaba la comprensión de un problema que se presentó desde el principio del levantamiento: en octubre de 1936 la República concedió a Euskadi su estatuto de autonomía. El Partido Nacionalista Vasco se alineaba así con los hombres del Frente Popular frente a los militares levantados. En la práctica -desde el punto de vista tradicionalista-, unos católicos, aliados con los perseguidores de la Iglesia, luchaban contra el resto de los católicos de España. Los vascos del PNV veían su lucha de otro modo: una nacionalidad -la vasca- se aliaba con un grupo de españoles que reconocía su autogobierno en cierta medida -la República-, para defender ese ámbito de libertad nacional recién conseguido de otros españoles que no estaban dispuestos a reconocerlo.

Las precisiones sobre el integrismo ideológico del PNV de entonces -bien distinto de un partido demócrata cristiano- y la sólo relativa amplitud de su influencia en Guipúzcoa y Vizcaya, tienen gran interés. Roma intentó mediar en este conflicto entre católicos, pero el acuerdo no llegó.

Tensiones entre Franco y el Vaticano

No era éste el único problema para las relaciones entre la Santa Sede y el gobierno de Franco: la actitud del obispo Vidal i Barraquer, los asesinatos de sacerdotes vascos por las tropas nacionales, la expulsión del obispo Múgica por las autoridades militares, la ineficacia de Magaz (agente del gobierno de Franco en Roma), el reconocimiento por Italia y Alemania del nuevo régimen, sólo permitieron que el Vaticano nombrara un representante confidencial y oficioso -lo menos que podía despacharse en esas circunstancias- en la persona del cardenal Gomá.

Dos líneas marcan las relaciones entre el Vaticano y el gobierno de Salamanca. De un lado, el gran objetivo de los hombres de Franco desde comienzos de 1937 es conseguir el reconocimiento diplomático pleno por parte de la Santa Sede. Desde el Vaticano hay cuatro temas que se quieren asegurar antes de dar ese paso. Primero, conseguir que el gobierno de Salamanca anule la legislación antieclesiástica de la II República. Segundo, lograr que Franco estructure un Estado católico confesional. Tercero, procurar que en España no cuajaran formas políticas de carácter totalitario. Cuarto, llegar a un acuerdo para acabar con la guerra del Norte en la que se enfrentaban católicos nacionalistas vascos contra católicos nacionalistas españoles. En este sentido, la condena vaticana al nazismo -14 de marzo de 1937- y el decreto de unificación -al mes siguiente- no facilitaron las cosas. Tampoco la evolución en el frente Norte y el enfrentamiento entre el lehendakari Aguirre y el cardenal Gomá.

En cualquier caso el Vaticano consideró que podía darse un paso más en las relaciones con Salamanca, y a finales de julio de 1937 Mons. Antoniutti llegaba a la España nacional como delegado pontificio. La aprobación de los estatutos de Falange Española Tradicionalista y de las JONS manifestó que el carácter del nuevo partido tenía más de tradicionalista que de fascista y, desde luego, nada de nazi. El nuevo clima permitió desbloquear el tema de los nombramientos episcopales. Luego se pasó al nombramiento de Antoniutti como delegado apostólico: era todavía poco para el gobierno de Salamanca, pero se avanzaba respecto a la situación anterior.

Detrás de los militares

Desde julio de 1937, el tema fundamental es la influencia de la pastoral colectiva del episcopado español (Carta colectiva de los Obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la guerra de España) y las reacciones en los medios católicos de todo el mundo. Publicada en julio de 1937, «quizá sea este documento uno de los más difundidos y polémicos de los muchos que aparecieron durante aquellos tres años terribles. El análisis de la situación española -muy acorde con el modo predominante de entender, por ese tiempo, la relación entre la fe y la cultura- tendió de forma inevitable a mezclar la exposición de hechos ciertos e innegables con opiniones legítimas, pero particulares» (p. 315). Sólo dejaron de firmar la pastoral, de manera libre y consciente, los obispos Múgica y Vidal i Barraquer.

En ella se afirmaban unas ideas básicas: la Iglesia nada había tenido que ver con el alzamiento militar que había desencadenado una persecución religiosa de gran amplitud e intensidad en la zona republicana. Esta actitud había obligado a la Iglesia a ponerse no junto a los militares, sino detrás de ellos: había que salvar la vida. Por último, y a la vista de los hechos posteriores, cabía esperar que los dirigentes del alzamiento militar -por ser católicos- conformarían un Estado en el que se respetaran los derechos de la Iglesia. El tono tradicionalista del texto era palmario: era la concepción mental de Gomá y de la mayor parte del episcopado español de entonces.

El gobierno de Salamanca intentó aprovechar el efecto de la carta: y lo consiguió en buena parte. Más que la defensa de un proyecto católico de Estado, la carta responde a una mentalidad tradicionalista -predominante en la España nacional- según la cual un Estado que defendía a la Iglesia debía ser respaldado por ésta.

Intransigencia laicista

La actitud de los gobiernos republicanos respecto al problema religioso no hizo sino mostrar el reverso del integrismo tradicionalista: un fundamentalismo laicista tan intransigente como el otro. Ante él poco pudo hacer un hombre como Irujo -católico, republicano y nacionalista vasco-, que aún creía posible el establecimiento de un Estado de derecho -respetuoso de la libertad de las conciencias- en la zona republicana. Quizá porque no había caído en la cuenta de que la II República española había dejado de existir el 18 de julio de 1936 no sólo en la zona dominada por los militares levantados, sino también en la otra.

Sus compañeros de gabinete así se lo hicieron ver cuando propuso que se restableciera en la España republicana la efectiva libertad de cultos. Ni siquiera las ventajascircunstanciales que, de cara al exterior, podía habertenido esta iniciativa -incluso un posible restablecimiento de relaciones con el Vaticano- inclinaron a los diversos gobiernos republicanos a dar los pasos imprescindibles para hacerla efectiva.

Quizá ninguna de las dos partes estaba en condiciones de entender que los intereses de la Iglesia eran, en el fondo, muy reducidos: «la salvación de las almas y de todo aquello que contribuya a que las almas puedan salvarse» (p. 16).

Unos índices muy cuidados, de nombres y general de materias, facilitan la consulta de estas casi 700 páginas, cuya lectura, además agradable, tieneun interés enorme para todo el que quiera entenderelsentido de nuestro hoy.

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(1) Gonzalo Redondo. Historia de la Iglesia en España. 1931-1939. I: La Segunda República (1931-1936). Rialp. Madrid (1993). 560 págs. 5.325 ptas. II: La Guerra Civil (1936-1939). Rialp. Madrid (1993). 672 págs. 7.000 ptas.

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