Los silencios de la Iglesia

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Contrapunto

La declaración de arrepentimiento de los obispos franceses por el hecho de que sus predecesores no reaccionaran con la debida energía frente a la persecución de los judíos bajo el régimen de Vichy, es un gesto elocuente y aleccionador. De modo explícito, supone una advertencia para luchar contra el antisemitismo y cualquier tipo de racismo. A la vez, permite detectar las trampas que, ahora como entonces, pueden hacer que la Iglesia falle en su misión educadora de las conciencias, incurriendo en un silencio culpable.

Una primera lección es que la mayoría de los obispos franceses de entonces abdicaron de su deber, no por negarse a seguir un sentimiento social mayoritario, sino por no atreverse a criticarlo. El antisemitismo estaba hondamente arraigado en la sociedad francesa de la época, y ante la persecución de los judíos por los nazis los resistentes fueron minoría, tanto en la Iglesia como en la sociedad en general. Hoy como entonces, es más probable que la Iglesia incumpla su misión por silenciar su voz crítica que por no sumarse a lo que contenta a todos.

Porque lo difícil es siempre resistirse a lo que domina, en el poder político o en la sensibilidad social. No es que la Iglesia deba ir siempre a contracorriente, pues en cada época hay también aspiraciones nobles generalizadas. Pero no hay que olvidar lo que advertía otro francés, Jules Romains: «Los principales obstáculos a la verdad son el deseo de no ofender a nadie, el gusto por las frases sonoras e inofensivas sobre las cuales todo el mundo se pone fácilmente de acuerdo porque no significan nada y, en fin, el espíritu de congratulación mutua». Lo que más necesita la sociedad que le recuerde la Iglesia es lo que, por comodidad o conformismo, prefiere ignorar.

No habría que olvidar esto ante esas voces que, en cada época, piden a la Iglesia que se acomode al espíritu de los tiempos y deje de ser una excepción anacrónica. En la Francia de Vichy, lo inoportuno era criticar el antisemitismo. En los años setenta, se aseguraba que la Iglesia debía aceptar el marxismo al menos como método de análisis de la realidad, si no quería perder el tren de la historia (¡a cuántos tendría que pedir perdón hoy si hubiera seguido esos consejos!). En el Occidente de hoy, lo que se reprocha a la Iglesia es que eleve su voz contra fenómenos que intentan o han conseguido sus cartas de legitimidad: el derecho al aborto («vergüenza de la humanidad», lo acaba de calificar Juan Pablo II), la «solución final» de la eutanasia, la manipulación de la procreación para responder a cualquier deseo de los padres, la equiparación del matrimonio y de todo tipo de uniones, la consagración de desigualdades flagrantes por la falta de regulación del juego del mercado…

Como siempre, se dice que la Iglesia no debe «inmiscuirse» en estos asuntos que corresponden al poder político; que la Iglesia imparta sus enseñanzas a sus fieles, sin pretender imponer sus criterios a una sociedad laica. Y si el asunto está ya zanjado por la legislación, como el aborto, se exige a la Iglesia que «respete las leyes» y no reabra debates que dividen. Pero, si de algo se arrepienten hoy los obispos franceses es del conformismo ante una legislación injusta. La jerarquía de entonces tuvo «una visión estrecha de la misión de la Iglesia», al considerar como su primer deber asegurar el ejercicio del culto y proteger a sus fieles «ocultando la exigencia bíblica de respeto hacia todo ser humano creado a imagen de Dios». En su mayoría, dejándose llevar por «una docilidad que iba más allá de la obediencia tradicional al poder establecido, se encerraron en un actitud de conformismo, prudencia y abstención».

La declaración advierte también que la Iglesia puede incumplir su misión educadora cuando a la doctrina no sigue una acción pastoral para tratar de que sea vivida y difundida entre los fieles. En el plano doctrinal, desde 1928 el Santo Oficio había condenado el antisemitismo, y Pío XI, en la encíclica Mit brennender Sorge, condenó los principios básicos del nazismo y el mito de la raza. Sin embargo, la Jerarquía no supo evitar que en el pueblo cristiano siguieran vivos estereotipos antijudíos que predominaban en la sociedad. Y es que la buena pastoral no consiste en adaptar la doctrina a las debilidades humanas del momento, sino en hacer descubrir el valor y el atractivo de una doctrina para superar esas debilidades.

De lo contrario, en aspectos claves de la sociedad de hoy donde está en juego la dignidad humana, podría suceder lo que la declaración lamenta respecto a la persecución de los judíos. Entre los cristianos hubo gestos heroicos y resistencias generosas, «pero la indiferencia superó ampliamente a la indignación». Y así, «en lugar de aparecer como una cuestión central en el plano humano y espiritual, quedó como un asunto secundario». Y marginar un asunto es otro modo de silenciarlo.

La Iglesia de hoy tiene una ventaja respecto a la de la Francia ocupada. No vive bajo un poder despótico, sino en una democracia donde es posible la libertad de expresión, la crítica, el diálogo con el poder, la resistencia con medios legales cuando es necesario. En cualquier caso, también hay presiones políticas y lo que Tocqueville llamaba la «dictadura de la opinión pública» en una democracia. Y a veces el silencio aparece como una solución tentadora.

Ignacio Aréchaga

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