La difícil experiencia de la reconciliación

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El proceso de paz en Irlanda, la comisión de la verdad en Sudáfrica, la negociación con la guerrilla colombiana, la normalización en el País Vasco… y muchos otros casos demuestran que, a la larga, la necesidad de reconciliación entre los hombres prevalece sobre el poder de las ideologías que los separan. Pero también demuestran que la reconciliación es difícil, que requiere su tiempo y que en algunas ocasiones no se produce. Cuando la ofensa es grave, cuando la reparación es imposible porque se han perdido vidas, perdonar es una tarea casi sobrehumana. En estos casos, ¿es exigible el perdón? ¿Bajo qué circunstancias? Jean Laffitte, teólogo, profesor de ética en el Instituto Juan Pablo II de Roma, ha investigado exhaustivamente este tema (1).

Legalmente, un crimen puede prescribir. Pero la ofensa queda incrustada en la historia, en la memoria de las víctimas. La ofensa desaparecería sólo con un milagro: restituyendo las cosas a su antiguo estado, resucitando a los que murieron, dando marcha atrás al tiempo. Por eso el perdón, propiamente dicho, sólo puede otorgarlo Quien hace milagros, y sólo cuando es Él el ofendido. Entre los hombres sólo cabe mutua exculpación, eso que impropiamente llamamos el «perdón» de corazón. Pero si la exculpación no es perdón verdadero, porque no restablece el antiguo orden, ¿de qué sirve?: ¿no es un argumento más para no concederla?

Lo que Wiesental no perdonó

El judío Simón Wiesental, el «cazador de nazis», relata un caso de no exculpación en Les Fleurs de soleil (1969). Karl, un antiguo oficial del ejército alemán, antes de morir, pide ser llevado delante de un representante del pueblo hebreo para confesar sus crímenes y solicitar su perdón. El designado es precisamente Wiesental, que escucha en silencio el relato de la masacre de más de doscientos judíos, mayores y niños: los soldados encierran a los prisioneros en el interior de una cabaña y luego… le dan fuego. Wiesental, horrorizado, se levanta, y sin pronunciar una palabra, abandona la habitación. Años más tarde, escribe: «He pasado toda la vida pensando en mi negativa de perdón».

En este ejemplo se observa una propiedad del perdón: su gratuidad. El ofensor arrepentido se ve a merced de la libertad de su víctima. Ha hecho todo lo posible para preparar el perdón (confesión, sinceridad, humillación) y lo anhela con toda su alma. Pero el perdón no es exigible, y eso provoca en el arrepentido una angustia que le hace experimentar la medida de lo que ha hecho. Esa experiencia supone un avance moral considerable, porque lleva consigo una percepción del misterio del ser humano de la que antes se carecía.

Como dice Pieper, la exculpación no se puede merecer ni exigir, es puro don. Por eso, la exculpación nos introduce en la dinámica del don por excelencia que es el amor. Pero, por la misma razón, puesto que la estructura del acto de exculpación descansa sobre la libertad, cabe también no perdonar.

El perdón dignifica

Otra dimensión puesta de relieve por el caso Wiesental es la solidaridad del amor. Karl no hubiera mandado llamar a un judío si no hubiera pensado que un solo individuo representaba, en cierto modo, a todo su pueblo. La unión por el amor hace que tanto la ofensa como el perdón pertenezcan también a los allegados. Otro ejemplo: cuando el Papa pide perdón por pecados de cristianos de otros tiempos, lo hace en virtud de la solidaridad del amor.

Laffitte nos presenta también un caso famoso de exculpación. En una cacería, un hombre, sin querer, dispara contra su compañero. En el funeral, Juana, la viuda, se niega a perdonarle. Pero tras largo tiempo de lucha, esa mujer consigue «perdonar» de corazón. La Iglesia la venera hoy como Santa Juana de Chantal.

La exculpación –lo mismo que la petición de perdón– siempre tiene que ver con el amor. El perdón no restituye la vida a los muertos, pero intensifica la dignidad de los vivos. El que perdona otorga al ofensor algo de la humanidad que éste había perdido (por eso los crímenes se suelen calificar de inhumanos: porque quien los comente pierde algo de su humanidad y ya no puede recuperarla por sí mismo). Además, en el acto de perdonar, quien otorga se hace también más persona: sale de sí, y eso le permite acceder a bienes a los que había renunciado.

Reconocer la verdad

Por otra parte, si la exculpación es un acto personal y personalizante, nunca se podrá sustituir por un acto social (como, en cambio, sostiene A. Reinach) y aún menos por un acto legal. La amnistía y el indulto son dos actos legales que no traen consigo la reconciliación. Conviene distinguir entre amnistía e indulto. El indulto es una exculpación de delitos comunes que deja intacta la marca moral. El poder ejecutivo renuncia a ejecutar las penas legales. Pero esto no implica que el ofensor se haya arrepentido ni que el ofendido haya otorgado el perdón. Por eso, el indulto, de por sí, no supone una mayor personalización, un adelanto en el amor y por tanto una mayor armonía social.

A pesar de lo dicho, los actos legales son convenientes, porque el perdón tiende a buscar una expresión social. Pero queda claro que para salvar la división social se precisa algo más que un acto judicial. Un ejemplo actual nos lo ofrece Chile. Parte de la sociedad reclama un juicio, pero lo que realmente está reclamando es una reparación moral. Es decir, primero, un restablecimiento de la verdad; luego una petición de perdón, y por último, la exculpación. Para satisfacer esta demanda moral de poco serviría un acto externo de perdón, simplemente legal.

Otro caso distinto es la amnistía, una derogación transitoria de la ley penal respecto a delitos políticos. Aquí los poderes del Estado sí consiguen una verdadera restitución, porque al suprimir la pena, suprimen el hecho que la motivó (es un supuesto que, en su versión más pura, raramente se da). El Estado perdona algo que se cometió contra unas leyes que él mismo creó. Pero esto, más que reconciliación, produce rehabilitación.

La petición de perdón

A pesar de todo, la exculpación se puede conceder sin que haya previa petición de perdón. Incluso aunque el ofensor no sepa que ha sido perdonado. El poder personalizante del perdón siempre actúa benéficamente sobre la víctima que perdona. Pero la reconciliación sólo es plena cuando perdón y petición de perdón se encuentran. Entonces se produce lo que Laffitte llama la comunión de las personas (communio personarum).

El arrepentimiento es un acto en el que, con la intención, la persona llega más allá de sí misma, se supera, se pone en condiciones de encontrar al otro. Ahora bien, la autosuperación implica que el ofensor se ha enfrentado con su pasado, con un «yo» que considera distante, ajeno, alienado, y que, sin embargo, no deja de ser él mismo (Max Scheler). La tensión que se genera en el interior del sujeto sólo puede soportarse con la ayuda de la verdad. Por eso, el Cardenal F. Tomasek, con motivo de la reconciliación entre checos y alemanes, dijo: el ruego del perdón surge como «conocimiento objetivo de la verdad y distanciamiento de la propia culpa» (11-I-92).

La ceguera ideológica

En los crímenes de origen ideológico la petición de perdón es especialmente difícil porque la ideología se interpone en el camino hacia la verdad. Esto se observa muy claramente en los casos de terrorismo hoy más comunes, que son los de origen integrista o marxista.

La lucha de clases, y su versión guerrillera (movimientos de liberación), parten de un análisis social en el que la violencia terrorista está en el mismo plano que la violencia estatal (policía, ejército, leyes, marco político). Para Marx y para Engels, la violencia (Gewalt) no tiene connotación moral; simplemente expresa un estado de relaciones sociales. Esa visión social se encuentra, más o menos matizada, en los neomarxistas heterodoxos: Marcuse hablaba de «violencia de lo establecido», Sartre de «violencia del capital» y Galtung de «violencia estructural». Para ellos, el terrorismo no es más que una expresión de la contraviolencia legítima; una expresión cruda, evidentemente, pero que se encuentra en el mismo plano.

Si examinamos procesos de reconciliación actuales –como los del País Vasco e Irlanda–, vemos que el paso que más cuesta dar a los terroristas es ese enfrentarse con su pasado, criticarlo y participar con su dolor en el dolor de las víctimas. De hecho, en ninguno de los dos casos citados se ha dado todavía este paso (al menos de modo colectivo). El discurso ideológico pone en marcha un mecanismo de autojustificación que impide ver la verdad objetivamente, despegarse del propio pasado, trascenderse. Y con ello, impide la communio personarum.

Afortunadamente, conforme el poder contaminante de las ideologías ha ido perdiendo fuerza, se han ido sucediendo los actos de reconciliación (entre potencias, bloques y naciones enteras). Pero ello no ha sido posible sin la revisión de enteros pasajes de la historia, y el distanciamiento interior de ellos.

La resistencia no violenta

Una de las causas que posiblemente más ha contribuido a neutralizar el poder contaminante del discurso ideológico ha sido la «resistencia no violenta». Gandhi, Luther King y otros dieron la vida para demostrar que es posible una resistencia pasiva a la injusticia. La no violencia ha prestado una ayuda incalculable a la causa de la reconciliación.

En Gandhi se pone de relieve la dimensión liberadora de la verdad. Hoy se habla de él como del apóstol de la «resistencia pasiva», pero es significativo que el Mahatma consideró inadecuado este término occidental, y acuñó otro, satyagraha, que significa «abrazo de la verdad» en sánscrito, poniendo así de relieve el papel que la verdad tiene en la comunión de personas.

En Martin Luther King, pastor metodista, e hijo de pastor, queda clara la inspiración evangélica de la resistencia pacífica. El concepto mismo de arrepentimiento es de origen bíblico. El término griego metanoia de la traducción de los LXX significa «cambio en el pensar», pero la palabra hebrea original es más ambiciosa, pues habla de un cambio en el hombre total: la persona pasa a ser de otra forma. Ante la experiencia de la dificultad de criticar el propio pasado y, sobre todo, ante la imposibilidad humana de «ser de otra forma», la Biblia concluye que el arrepentimiento sólo puede venir de Dios. Lo propio del hombre es la venganza (el «ojo por ojo»).

Ayuda divina

Juan Pablo II ha comentado esta idea diciendo que todo arrepentimiento es una respuesta a la gracia, a la oferta de salvación de Dios, aunque no siempre se tenga conciencia de ello (Reconciliatio et paenitentia, n. 10). Esta oferta, como sabemos, es universal. De ahí que el interés del Papa por promover el sacramento de la penitencia no deba leerse en una clave exclusivamente individual (la preocupación por salvar mi alma), sino también social (la preocupación por la paz en la tierra y por la salvación de la humanidad).

Si, vencidas todas las dificultades, finalmente la petición de perdón y el perdón se encuentran, entonces, el hombre pasa a vivir de otra forma, accede a un nuevo de tipo de experiencia. A esta experiencia, Kierkegaard la llama «adelanto en el amor». Laffite la designa como communio personarum. Y esto nos lleva a pensar que, en este fin de milenio, parece que hay una corriente general de reconciliación, es posible un nuevo nivel de comunión. Aunque también sabemos que, por el papel que tiene la libertad en el acto de reconciliación, muchos procesos de conversión no llegarán a culminarse.

El estudio de Laffitte tiene el mérito de clarificar cuáles son los elementos del proceso personal de conversión. Pero no es sólo un detallado análisis fenomenológico del perdón, de sus dificultades, y de sus consecuencias. Está concebido como para indicar el camino hacia la communio personarum, es decir, hacia el único modo de vida digno del hombre, donde su encuentro con los demás no se reduce a un lazo simplemente funcional (mero contacto, interés o complicidad), sino a una fusión de intimidades. Algo análogo a la vida interior de Dios como Trinidad.

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(1) Jean Laffitte, Le pardon transfiguré. L’Emmanuel / Descleé. París (1995). 377 págs. Un resumen de la obra se puede ver en Jean Laffitte, Il perdono dell’Altro, en Il Nuovo Areopago 11 (1992:1), 20-51.

 

Para saber más

Pueden consultarse otros servicios de Aceprensa sobre la memoria y el perdón:

Juan Pablo II: el perdón entre los pueblos, requisito para la paz. En su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, el Papa alienta al perdón entre los pueblos. A la vez recuerda que «el perdón, lejos de excluir la búsqueda de la verdad, la exige».

Reparar injusticias y superar rencores. Examina los gestos de arrepentimiento de diversos gobiernos que reconocen públicamente culpas pasadas de sus predecesores y piden perdón a las víctimas. Otro artículo de la misma serie analiza la iniciativa de Juan Pablo II de que, como preparación para el Jubileo del año 2000, los cristianos reconozcan los errores y pecados pasados.

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