Juan Pablo II, primer Papa que visita el Parlamento italiano

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Roma. Más que por la estricta novedad de su contenido, el discurso de Juan Pablo II ante el Parlamento italiano el día 14 impresionó, sobre todo, por el lugar donde hablaba, por el modo en que lo hizo y por el calor con que lo acogieron los miembros de todos los partidos políticos.

Entre los aspectos de fondo que abordó durante los cuarenta y siete minutos de alocución, el Papa se refirió al peligro de la alianza entre democracia y relativismo ético; y, en conexión con lo anterior, aludió al riesgo de que una democracia que no tenga en cuenta los valores éticos, inscritos en la naturaleza del ser humano, termine por producir algún tipo de totalitarismo, escondido o manifiesto.

Había mucha expectación por lo que el Papa diría a los más de novecientos parlamentarios y senadores, reunidos en una solemne sesión conjunta, con la presencia del presidente de la República y de los restantes altos cargos del Estado. En los días anteriores, la prensa había centrado su atención en el posible llamamiento del Papa a favor de un indulto, petición que ya había formulado durante el Jubileo y que la autoridad política entonces no acogió. También hubo algún debate a propósito de si la visita suponía o no una injerencia del Vaticano en los asuntos del país.

El Papa hizo, en efecto, ese llamamiento a favor de «un gesto de clemencia» hacia los detenidos (teniendo en cuenta, además, la superpoblación de las cárceles italianas), pero su discurso no se quedó ahí. Subrayó, por ejemplo, una idea que la experiencia demuestra que no hay que dar por descontada: que lo que debe definir a un político es su sensibilidad hacia el bien común. Y dijo que la persona humana siempre se debe valorar por lo que es y no por lo que tiene.

El tono de sus palabras, incluso cuando abordó temas específicamente italianos, en ningún momento dio pie a entenderlo como «injerencia en los asuntos internos», y así fue reconocido unánimemente. El Papa puso de relieve que el carácter humanista de una sociedad se manifiesta por la atención que presta a sus miembros más débiles. Y en ese contexto se refirió al paro y a las cárceles. Citando a la misma Constitución italiana, aludió también a la familia («sociedad natural fundada sobre el matrimonio») y a la acogida de la vida. Incluso cuando pidió más espacio de libertad para la enseñanza no estatal, hizo alusión a «lo que ocurre en la mayor parte de los países europeos».

En otros pasajes, como cuando habló de la crisis demográfica, lo hizo como una expresión de lealtad hacia Italia, que no le permitía callar «la grave amenaza que pesa sobre el futuro de este país, que condiciona ya hoy su vida y sus posibilidades de desarrollo». Dijo que un cambio de tendencia en este campo solo se puede realizar si se produce un cambio de mentalidad, fruto de la difusión de una existencia abierta a la lógica de la donación.

La visita era además la primera que un Pontífice realizaba al Parlamento italiano; un gesto que revestía un valor particularmente simbólico, teniendo en cuenta la azarosa historia de las relaciones entre el Vaticano y el Estado italiano que logró su unidad en 1870 con la conquista de Roma. El Papa hizo referencia a ese curso «a veces tumultuoso de la historia», pero concluyó subrayando que de ahí han salido «impulsos altamente positivos». Dio a entender, sin decirlo explícitamente, que se refería, entre otras cosas, a la pérdida del poder temporal de la Iglesia.

Tan solo una docena de parlamentarios y senadores habían desertado con antelación del hemiciclo por considerar que la presencia del Papa suponía una ofensa al Estado no confesional. Hace tan solo unos años, la reacción hubiera sido mucho más clamorosa. En esta ocasión, fueron algunos representantes de los «comunistas italianos», algunas militantes feministas del grupo «democráticos de izquierda», así como el líder del minúsculo partido republicano, que nunca ha negado sus raíces masónicas.

Estado no confesional, sin laicismo

Pero desde la prensa muchos comentaristas indicaron que la no confesionalidad no se identifica con laicismo, y que el Papa había tenido la amabilidad de responder a una invitación (formulada, además, en la anterior legislatura, de mayoría de centro-izquierda). En definitiva, quien salía fortalecido era el propio Parlamento. Los aplausos, que interrumpieron su discurso en veintidós ocasiones, así parecían mostrarlo.

El Papa aludió también al proceso de construcción europea, e insistió en que si se quiere que sea una unidad duradera no se puede basar solo en criterios económicos. «Confío -dijo- en que, en parte gracias al mérito de Italia, a los cimientos de la ‘casa común’ europea no les falte el ‘cemento’ de esa extraordinaria herencia religiosa, cultural y civil que ha hecho grande a Europa a través de los siglos». Concluyó resaltando la particular responsabilidad del cristianismo en el actual panorama internacional: «anunciando al Dios del amor, se propone como la religión del respeto recíproco, del perdón y de la reconciliación».

Aparte de sus palabras y del valor simbólico de su visita, llamó la atención el buen estado físico del Pontífice, que no quiso usar la plataforma móvil y que al concluir el discurso todavía se detuvo a saludar personalmente a más de cien personas. Al final, cuando ya se marchaba, alguien captó al vuelo este cruce de frases: «rezamos mucho por Su Santidad», le dijeron un grupo de monjas mientras el Papa subía al coche. «Yo también rezo mucho por mi santidad», respondió el Papa.

Diego Contreras

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