El gobierno de Pekín, preocupado por el auge de la religión

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Ante la indigencia espiritual del comunismo chino
Desde el pasado mes de abril, las autoridades comunistas chinas llevan a cabo una amplia y clamorosa campaña contra la secta Falun Gong, que cuenta con millones de seguidores dentro del país. En agosto, Pekín anunció, en otro golpe de efecto, su veto a la visita de Juan Pablo II a Hong Kong, prevista para el próximo mes de noviembre. Los dos acontecimientos parecen poner de relieve la confianza del régimen comunista en su propia fuerza política, y la conciencia de su incapacidad para atraer las mentes y corazones de los ciudadanos chinos.

Tras años de relativa tolerancia hacia las manifestaciones de espiritualidad, el miedo al tirón popular de la religiosidad ha terminado por poner nervioso al pragmático régimen presidido por Jiang Zemin.

Los sucesos del pasado 25 de abril en Pekín sorprendieron al mundo y desconcertaron al Gobierno, que ordenó una urgente acción de respuesta en todas las instancias del partido. Unos 10.000 adeptos de la secta Falun Gong rodearon durante aquella jornada la sede del Partido Comunista chino, para protestar por la persecución del régimen contra su líder y contra su doctrina. La secta, creada en 1992 por un ciudadano chino exiliado en Estados Unidos, Li Hongzhi, está enraizada en las tradiciones milenarias del budismo y del taoísmo, y practica la meditación y ejercicios físicos que, según dicen, mejoran la salud.

Vacunación ideológica

La reacción del régimen recordó algunas de las escenas de la Revolución Cultural. Miles de seguidores de la secta fueron encarcelados a raíz de los hechos y obligados a firmar declaraciones de abjuración del grupo; libros y cassettes con la doctrina de su líder fueron públicamente destruidos.

Al mismo tiempo, el régimen ponía en marcha, de modo precipitado, una campaña de «vacunación ideológica» en una doble dirección. Por una parte, los medios de comunicación oficiales atacaron sin piedad a la secta y a su líder. De modo más discreto, el régimen comenzó también a tratar de depurar la «infiltración» de Falun Gong en los estratos del Poder regional y provincial.

Meses después del comienzo de campaña, la prensa occidental ha informado de una aparente marcha atrás del régimen. Los detenidos de la secta han sido puestos en libertad, tras haber recibido tan sólo una admonición para que abandonen la «doctrina nociva». Por otro lado, se ha frenado la depuración interna en el aparato del partido comunista, por miedo a malgastar las energías empleadas ahora en favor de la lucha contra la corrupción y en el programa de reformas económicas.

Algunos analistas apuntan a que el Gobierno desea también, con estas medidas de gracia, no ensombrecer las celebraciones del 50 aniversario de la República Popular de China, que comenzarán el 1 de octubre. Se pretende además evitar que la represión acabe por arrojar a los millones de adeptos de Falun Gong a la clandestinidad, haciendo así más difícil su control.

Doble rasero

La mano blanda del régimen hacia la secta contrasta vivamente con la contundencia con que reprimió el movimiento estudiantil de protesta política de 1989 -concluido dramáticamente en la Plaza de Tiananmen-, y con la dureza con que Pekín trata a las llamadas «religiones oficiales», en particular la católica.

El fenómeno Falun Gong es, no obstante, significativo del clima de malestar social que respira China. En su último informe, la Academia de Ciencias Sociales de Pekín registró entre enero y septiembre del año pasado 5.000 encuentros de protesta en el país. Dos categorías sociales han sido identificadas por el régimen como fuentes potenciales de problemas: los empleados del sector estatal que han perdido sus puestos de trabajo en el marco de la reforma económica; y los campesinos, sometidos a los abusos de los caciques locales.

Tras el eclipse del maoísmo, el régimen comunista chino creyó encontrar su salvación en el mercantilismo, el modelo de «dos sistemas, un Estado», la exaltación del mero bienestar material. En el camino se olvidó, o no fue capaz, de proponer un sistema de valores. El vacío espiritual que rodea todo el discurso oficial es hoy más evidente que nunca, y los llamamientos del presidente a volver al estudio de los escritos de Marx y de Mao suenan en muchos oídos a naftalina.

A espaldas de la China oficial vuelven a florecer los credos religiosos y las manifestaciones ancestrales de espiritualidad. Las asociaciones qigong, que en los años ochenta fueron aceptadas por el régimen después de haber sido reprimidas por el maoísmo, se relacionan muchas veces con meras prácticas de filosofía y medicina natural, pero nunca dejan de predicar la «virtud moral». Sectas, culto a los antepasados, templos a los dioses locales, quiromancia, filosofías milenaristas y escatológicas, todo el rico abanico de prácticas antiguas de espiritualidad o de creencia en el más allá vuelven a despertar las esencias de la China milenaria.

Sin brújula moral

El régimen ha perdido, según los análisis de prensa, «la brújula moral». «La moralidad se ha desvanecido en China -ha escrito Wang Meng, uno de los escritores más famosos del país-, pero todo el mundo quiere tener fe». No bastan, al parecer, los triunfalistas datos macroeconómicos esgrimidos por las autoridades. Pese al crecimiento económico del 8% anual, la Oficina Estatal de Estadística reveló recientemente que el 17% de todos los depósitos bancarios en China, unos 121.000 millones de dólares, es dinero público escondido en cuentas privadas. La corrupción masiva en todas las instancias del poder contribuye a alimentar la frustración del pueblo y su búsqueda de otros esquemas de valores.

En un inusual reportaje sobre la religión en China, la influyente revista Perspectiva recogió el pasado mes de mayo unas palabras del director de la Oficina de Asuntos Religiosos, Ye Xiaowen, en las que éste afirmaba que la década de los 90 ha sido la «era dorada» de los credos. Según Ye Xiaowen, existen en China más de 100 millones de seguidores de las cinco religiones aprobadas en el país: el budismo, el taoísmo, el islam, el catolicismo y el protestantismo. La revelación sorprende aún más si se considera que durante la Revolución Cultural, prolongada desde 1966 hasta 1976, fueron prohibidas en la China todas las actividades religiosas.

Veto al Papa en Hong Kong

Fuentes recogidas por The Washington Post indican que los seguidores de las «religiones ilegales», sectas y cultos locales, doblan incluso el número de los adscritos a las admitidas por el Estado.

La inquietud en el seno del régimen por la extensión del fenómeno conoce grados, y el más cercano a la ebullición es el relativo al trato con los católicos chinos. El pasado 9 de agosto, las autoridades chinas dieron a conocer su non placet a la visita de Juan Pablo II a Hong Kong, prevista para el próximo mes de noviembre. En el marco de una gira por Extremo Oriente, el Papa tenía previsto hacer escala en Hong Kong y celebrar Misa ante unos 250.000 católicos chinos y 120.000 filipinos que viven en la antigua colonia británica.

La razón formal para el veto al viaje se relaciona con el contencioso con Taiwán. Pekín insiste al Vaticano en que rompa con lo que considera como «territorio rebelde», y establezca únicamente relaciones diplomáticas con la República Popular China. Las buenas relaciones con Roma están, igualmente, condicionadas a que el Vaticano no se «inmiscuya» en las cuestiones internas chinas, en un mensaje cifrado sobre el futuro nombramiento de obispos, que actualmente el régimen controla a través de la llamada Iglesia «patriótica».

En la década de los 50, el Estado chino estableció esta Iglesia oficial, con objeto de mantener bajo su control a la Jerarquía católica china tras de la ruptura con Roma. El régimen comunista, obsesionado por controlar los enemigos potenciales, reprime la práctica de los católicos clandestinos, a la vez que desea mantener relaciones diplomáticas con el Vaticano.

Miedo a Roma

No obstante, en los últimos años algunos obispos de la Iglesia «patriótica» habrían sido ordenados en secreto por Roma, que intenta por todos los medios mantener encendida la mecha que humea y tender puentes entre la Iglesia «patriótica» y los católicos clandestinos. El régimen habla de unos tres millones de fieles de la iglesia «patriótica», mientras que el número de católicos romanos chinos -que viven su fe en la clandestinidad- podría superar fácilmente los seis millones.

En Hong Kong viven unos 250.000 católicos, y lo último que desea ver el régimen comunista es una avalancha de católicos chinos -«patriotas» o no- el próximo mes de noviembre para asistir a un encuentro con Juan Pablo II en la antigua colonia británica, hoy sometida actualmente a la férula de Pekín.

«Los católicos chinos han estado tanto tiempo aislados del mundo exterior que acudirían en tropel a ver al Papa», afirma en un reportaje de Newsweek Anthony Chang, un sacerdote católico de Hong Kong que afirma mantener estrechas relaciones con la Iglesia católica oficial. La cancelación de la visita papal ha sido un jarro de agua fría para las expectativas de los católicos.

A pesar de las promesas aperturistas de Jiang Zeming, del mantenimiento del «modelo hongkonés» y de cierto grado de libertad política y económica, la práctica de la religión en China sigue siendo un desafío para los valientes o para los mártires en vida.

La lección de Europa del Este

«Existe todavía en la mente de las autoridades chinas un miedo atroz al pensar en el papel que jugó la religión en la Europa del Este», señala Mickey Spiegel, analista de Human Rights Watch, en un reportaje sobre el catolicismo en China publicado por The New York Times. «Nadie cree ya en el comunismo como una ideología trascendente cuasi-religiosa», afirma en el mismo trabajo el sociólogo Richard Madsen, autor de un estudio sobre la práctica clandestina del catolicismo en China. «Antes -continúa diciendo- muchos chinos creían en el maoísmo y eso les motivaba para trabajar muy duro por la construcción del nuevo Estado, algo que otorgaba al partido una gran legitimidad. Hoy se constata en todo el país una pérdida de sentido y un vacío espiritual, que empuja a millones de chinos a volver a la religión».

El fenómeno alarma a las autoridades de Pekín. En ese mismo informe del New York Times se recoge una noticia que, en su día, pasó prácticamente inadvertida en la prensa occidental. En la primavera de 1996, miles de paramilitares chinos entraron en la pequeña localidad de Donglu, en la provincia de Hebei, y destruyeron un santuario mariano que había sido visitado clandestinamente el año anterior por más de 100.000 católicos.

La represión es particularmente intensa también en la provincia meridional de Jiangxi, donde la Policía tiene instrucciones de disolver todas las reuniones de católicos y encarcelar a los reincidentes bajo la acusación de «enemigos del pueblo». En 1997, y a instancias del concejal católico Peter Vallone, el Ayuntamiento de Nueva York estudió una propuesta de boicot a las empresas neoyorkinas que invirtieran en los países que no reconocieran la libertad religiosa. China encabezaba la lista. La propuesta no prosperó, para alivio de muchos hombres de negocios norteamericanos. En fechas recientes, la Administración Clinton renovó el estatus de China como «nación más favorecida» en las relaciones comerciales con los Estados Unidos.

Vaticano-China: Los problemas para las relaciones diplomáticasLa línea de actuación del gobierno chino hacia las distintas confesiones religiosas en los dos últimos decenios ha sido la de una cierta tolerancia, alternada con medidas represivas, cuando los fieles han actuado al margen del cauce oficial. De cara a sus relaciones internacionales, especialmente con Estados Unidos, el régimen chino está interesado en presentarse como un gobierno que respeta la libertad religiosa.

La Constitución de la República Popular China reconoce la libertad religiosa, y dice también que «el Estado tutela las actividades religiosas normales», lo cual da una amplia discrecionalidad al gobierno para definir lo que es normal. Además, advierte que «los organismos religiosos y las cuestiones religiosas no estarán sometidos a ningún dominio extranjero». En este requisito reside el principal obstáculo a la normalización de relaciones entre China y la Santa Sede, y a la consiguiente reincorporación de la Iglesia «patriótica» a la comunión con Roma.

En un documento oficial sobre el estado de la religión en China (publicado el 16-X-97), se dice que para mejorar las relaciones con el Vaticano se requieren «dos condiciones fundamentales: primera, que el Vaticano ponga fin a sus denominadas relaciones diplomáticas con Taiwán y reconozca que el gobierno de la República Popular China es el único gobierno legítimo de China, así como que Taiwán forma parte inalienable del territorio chino; segunda, que el Vaticano no interfiera en los asuntos internos de China bajo el pretexto de cuestiones religiosas. La relación entre China y el Vaticano es en primer lugar una relación entre dos países. Sólo cuando mejoren, pues, las relaciones entre los dos países, podrá discutirse de problemas religiosos».

El Vaticano se ha mostrado dispuesto a considerar el primer punto, según declaraba el Secretario de Estado, Card. Angelo Sodano, el pasado 11 de febrero: «La nunciatura en Taiwán es la nunciatura en China, que se trasladó de Pekín después de la revolución. Si las autoridades chinas lo permitieran, podría volver a Pekín». Quedaría el problema de cómo se configurarían las relaciones de la Santa Sede con Taiwán, donde la nunciatura pasó a rango de simple secretaría en 1972 (cfr. servicio 51/99).

Respecto a la segunda condición, el Secretario vaticano para las relaciones con los Estados, Mons. Jean Louis Tauran, respondía: «No se entiende cómo una relación de naturaleza religiosa, como es la que existe entre los católicos y el Papa, pueda constituir una interferencia en los asuntos internos del país o perjudicar la independencia o soberanía del Estado».

Disipar temores

Bajo el pontificado de Juan Pablo II la Santa Sede ha intentado disipar los temores del gobierno chino y favorecer la reconciliación entre los católicos «patrióticos» y los «clandestinos». En un mensaje a los obispos católicos en China (3-XII-96), el Papa afirmaba: «Que las autoridades civiles de la República Popular China estén tranquilas. Un discípulo de Cristo puede vivir su propia fe dentro de cualquier ordenamiento político, con tal de que respete su derecho a comportarse según los dictados de la propia conciencia y de la propia fe». A los obispos les pedía que favorecieran la reconciliación entre todos los fieles, «patrióticos» y «clandestinos». Será posible «en la medida en que sepáis instaurar un diálogo en la verdad y en la caridad incluso con quienes, a causa de graves y duraderas dificultades. se han alejado, en ciertos aspectos, de la plenitud de la verdad católica» (cfr. servicio 170/96).

En cuanto a la postura de la Conferencia Episcopal «clandestina» de China, queda reflejada en una carta pastoral del 28-X-96. De una parte, reconocía un cambio en el gobierno en los dos últimos decenios: «Desde 1979 nuestros dirigentes nacionales empezaron a promover la democracia y el estado de derecho. Rehabilitaron a muchas personas falsamente acusadas y abrieron algunas iglesias. La prensa del Partido comunicó que las misas y las ceremonias religiosas en las casas particulares eran legales. Algunos periódicos han publicado artículos favorables sobre el Papa. No obstante, han aumentado recientemente las detenciones de obispos, de sacerdotes y de fieles con motivo de celebrarse misas en casas particulares de católicos. Algunas salas de oración y cuevas de la Virgen María en Donglu han sido destruidas».

Los obispos pedían que los gobernantes sean consecuentes con sus propios principios. «Los documentos del Partido han indicado que no se pueden emplear métodos administrativos para destruir la religión, y que no se puede forzar a la gente para que no crea en una religión. En el momento actual, deseamos que los dirigentes gubernativos sean fieles a sus propios principios y respeten la libertad religiosa».

También recordaban que un buen cristiano es un buen ciudadano: «La doctrina católica siempre ha enseñado el amor a la patria, la obediencia a sus leyes y el respeto a sus dirigentes a todos los niveles».

Francisco de Andrés

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