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Cristo no es un guía espiritual más

publicado
DURACIÓN LECTURA: 13min.

La declaración «Dominus Iesus» crea un debate sobre la salvación

Pocas veces un tema tan trascendental como la salvación eterna ha ocupado los titulares periodísticos. Más de un mes después de su publicación, la declaración Dominus Iesus sigue interesando a la opinión pública como pocos documentos de la Santa Sede lo habían hecho en los últimos años. Hay que reconocer, sin embargo, que no siempre el tono y el contenido de las reacciones provocadas por la declaración han correspondido al exquisito contenido religioso del documento.

Un éxito del documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe es haber contribuido a que el discurso público de nuestra opulenta sociedad occidental se haya enriquecido con cuestiones tan esenciales. Y el hecho de que haya suscitado tanta polémica es señal de que ha tocado un tema sensible que necesitaba clarificación.

Un ejemplo paradójico de algunas reacciones lo ofreció el telediario de la primera cadena de la RAI, cuando informó el pasado 27 de septiembre de que había tenido lugar en Roma una reunión de embajadores de países islámicos para «examinar la situación» provocada por el documento de Ratzinger y las declaraciones del Card. Biffi (este abogaba por dar preferencia a los inmigrantes de países de cultura cristiana, que son más fácilmente integrables en la sociedad italiana). Producía cierto efecto escuchar hablar de tolerancia a representantes de algunos países islámicos donde no existe la libertad religiosa.

Más reacciones que lecturas

Pero dejando al margen situaciones pintorescas, es un hecho que la declaración con la que la Congregación para la Doctrina de la Fe recuerda el carácter singular de la Iglesia católica conoció la polémica incluso desde bastante antes de su publicación (ver servicio 119/00). Sin embargo, el cariz de los comentarios que se han sucedido desde su presentación, el 5 de septiembre, se ha ido diversificando, de modo que tenemos ya toda una posible gama de respuestas: quienes dan a entender que, en realidad, no han leído el texto; los que habiéndolo leído lo juzgan negativamente; aquellos que muestran una seria preocupación ante los malentendidos que se están creando; y cuantos -independientemente del contenido, o incluso forzándolo- han visto en él una ocasión para lanzar una ofensiva dialéctica contra la Santa Sede.

Entre quienes han manifestado cierta preocupación por las interpretaciones que se le están dando a la declaración figura el Card. Edward Cassidy. Como presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, Cassidy debe tratar periódicamente con los responsables de otras confesiones cristianas y del judaísmo, quienes no han ahorrado críticas, incluso duras, al documento. Precisamente durante un encuentro interreligioso celebrado a finales de septiembre en Lisboa, el cardenal subrayó que el modo de presentar el texto ha creado equívocos que es preciso sanar. Dijo también que es un documento dirigido a teólogos, y que hay que leerlo en sintonía con el resto del magisterio. Dio a entender que nadie había previsto que se iba a levantar una polémica tan encendida.

De la teología a la prensa

De esos comentarios se trasluce un fenómeno que se manifiesta casi cada vez que la jerarquía eclesiástica, universal o local, hace públicas aclaraciones doctrinales o tomas de posición sobre temas «sensibles»: la distorsión que se produce cuando esos contenidos se sacan del ámbito al que estaban dirigidos. Habría que tener más en cuenta que, aunque esos mensajes estén pensados para unos destinatarios concretos (en este caso, de modo especial, los teólogos), esos textos adquieren una difusión pública indiscriminada, por lo que es preciso explicarlos muy bien. Hay que pensar en una audiencia no experta y no olvidar las simplificaciones que las informaciones periodísticas, por su propio modo de funcionar, acaban realizando.

La experiencia demuestra que para hacer más comprensibles al gran público esos aspectos complejos no basta, por ejemplo, con acompañarlos de explicaciones igualmente eruditas o con resúmenes que, a veces, resultan más oscuros que el propio documento, en cuanto que condensan lo que ya es denso. Naturalmente, es un esfuerzo que no siempre resulta posible llevar a cabo por falta de tiempo, de advertencia o de personas. Ni siempre es posible prever dónde estallará el «caso».

Crítica militante

Sería ingenuo, de todas formas, pensar que con una explicación mejor se hubieran evitado todas las simplificaciones o las malas interpretaciones. Al menos en este caso, se puede aventurar que muy pocos de los que han escrito en contra de la declaración hubieran cambiado de opinión de haber contado con presentaciones más convincentes. Posiblemente, no hubieran cambiado de opinión los 73 teólogos, en su mayoría españoles pero encabezados por Hans Küng, Jon Sobrino y Leonardo Boff, que firmaron un manifiesto en contra.

Al informar de esa iniciativa, el diario El País (5 de octubre) subraya que los teólogos realizan «un análisis concienzudo» de la Dominus Iesus. Y como botón de muestra se centra en la frase «la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica», una importante aportación del Concilio Vaticano II que se echa en falta en el nuevo documento, lo que demuestra un «reduccionismo preocupante». En realidad, lo preocupante es la superficialidad de los teólogos, o del autor de la crónica, pues dicha expresión aparece ampliamente glosada en la página 26 de la declaración (versión española).

Se ve que el origen está en el propio manifiesto, porque el diario El Mundo (5-X), al dar cuenta de que «la flor y nata de la teología mundial se rebela contra el guardián de la ortodoxia» [aquí se dice que son 65 los teólogos, de los que 45 son españoles], cita el mismo punto. El documento, señala el cronista, «cambia la fórmula del Vaticano II, según la cual ‘la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica’, por la mucho más restrictiva de ‘la Iglesia de Cristo es la Iglesia católica’. Es decir, Ratzinger identifica exclusivamente a la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica». Hubiera bastado la simple práctica periodística de confrontar esa afirmación con el texto de la declaración para descubrir que eso no es así.

Señalar obstáculos no es crearlos

Otras voces han salido al paso de las tergiversaciones del documento por parte de los críticos. Así, el teólogo italiano Bruno Forte (Corriere della Sera, 5 de octubre) va al punto esencial: «La sustancia de la declaración no es más que una solemne confesión de fe en Cristo frente a posturas relativistas que aquí y allí -especialmente entre cristianos de Asia- se han difundido en nombre de un malentendido diálogo con las otras religiones».

Este diálogo no se discute. Pero, si es verdadero, exige fidelidad a la propia identidad. «¿Quién podría pretender que un creyente musulmán no reconozca a Mahoma como profeta, o que un fiel hebreo no escuche religiosamente la Torah como palabra de Dios? ¿Y por qué se pretende que un cristiano no diga que Cristo es la verdad, la salvación del mundo, la plena y definitiva revelación de Dios?».

Forte piensa que si la declaración ha suscitado tanto ruido es porque «hoy no es políticamente correcto declarar que se cree en la verdad, y reconocerla ofrecida en la historia en alguien, Jesucristo», el Salvador del mundo.

También Mons. Fernando Ocáriz, consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha negado en una entrevista (Alfa y Omega, Madrid, 28 de septiembre) el supuesto contraste entre Dominus Iesus y el Concilio Vaticano II. La declaración, señala Mons. Ocáriz, no hace sino reiterar, a la letra, lo dicho por el Concilio: «que la Iglesia fundada por Cristo subsiste plenamente solo en la Iglesia católica». Pero también se reconoce que en las otras comunidades cristianas hay «elementos de santificación y de verdad», a la vez que se indica la existencia de diferencias que impiden la unidad. Recordar esto no es un obstáculo al ecumenismo. «Es cierto que [la declaración] pone de relieve algunas de las dificultades que se han de superar para alcanzar la unidad de los cristianos, pero señalarlas no es crearlas: una cosa es poner obstáculos y otra bien distinta indicar dónde están».

Análogamente, la declaración Dominus Iesus tampoco frena el diálogo interreligioso, añade Mons. Ocáriz. «El documento vuelve a insistir en que la Iglesia mira con respeto y veneración los elementos de verdad y de bien que se encuentran en las religiones no cristianas, y desea que se conserven: no porque los vea como complementarios al cristianismo, sino porque (…) facilitan que las personas se abran a la acción salvadora de ese Cristo al que aún no conocen». Lo que la Iglesia, en cambio, no puede admitir, es que el cristianismo sea una vía de salvación más: «Para un católico, sostener que Jesucristo es solo un guía espiritual, o un camino hacia Dios entre otros muchos, más que una herejía -que sería quedarse con una parte de la doctrina de la fe, rechazando otra-, es negar lo más específico o esencial del cristianismo».

Según Mons. Ocáriz, lo que, para algunos, dificulta la comprensión de Dominus Iesus son ciertos planteamientos de fondo contra los que advierte la misma declaración. Así, «hoy día está bastante extendido un relativismo religioso de matriz cultural- geográfica, como es el de los que piensan que el camino de salvación en Occidente es uno (el cristianismo), mientras que en Oriente es otro u otros completamente diversos». También influye otro relativismo, el de «quienes quieren ver en las certezas en materia religiosa un peligro de intolerancia, (…) sin entender que se pueden tener a la vez sólidas convicciones personales y un profundo respeto por quienes no las comparten».

La salvación, monopolio de Dios

El Papa intervino para poner de relieve su total respaldo a un documento «aprobado por mí de modo especial» y «que para mí significa tanto». A ello dedicó buena parte de la alocución que precedió al Angelus del pasado 1 de octubre (ver texto abajo). Explicó que confesar a Cristo como único Salvador no es arrogancia, que Él es la fuente última de salvación para todos los hombres y que subrayar estos puntos es mostrar las bases del diálogo, que de lo contrario sería «palabrería hueca». El Papa ofreció, en definitiva, lo que podríamos definir la «interpretación auténtica» del texto, «después de tantas interpretaciones equivocadas». Pero no «corrigió» ninguno de sus contenidos.

Quizás vale la pena subrayar de nuevo que, en realidad, la declaración es una confesión de fe en Cristo, precisamente en este año jubilar en el que conmemoramos el 2.000 aniversario de su nacimiento. Que un cristiano sostenga que Cristo es la única vía de salvación no parece ofensivo y es una verdad central del cristianismo.

Pero el documento dice claramente que Dios salva también a los no cristianos, a través de caminos que solo Él conoce: la salvación es un monopolio de Dios, no de los cristianos, contrariamente a cuantos interpretan el texto como una afirmación de que el catolicismo es la sola vía de salvación, lo que algunos ven como umbral de la intolerancia.

Por otra parte, cabría insistir también en que manifestar la propia identidad no es poner obstáculos al diálogo ecuménico, porque dialogar no es ignorar las diferencias. Por eso resulta un poco desenfocada la acusación del secretario general del Consejo Ecuménico de las Iglesias, Konrad Raiser, en declaraciones a Le Monde (2 de octubre). Según él, «Roma usa un doble lenguaje», uno teológico, hacia adentro (que sería el caso de esta declaración) y otro ecuménico (representado por la encíclica Ut unum sint).

Desde luego, buena parte del malestar que ha levantado la declaración es fruto de que supone un alegato contra el relativismo del «todas las religiones valen lo mismo». Además, manifestar que se cree en una Verdad es algo a lo que cierta mentalidad contemporánea no está acostumbrada. Y menos todavía parece que se está dispuesto a conceder que los cristianos estén llamados a difundir su fe.

Diego ContrerasEl Papa reafirma su pasión ecuménicaJuan Pablo II se refirió a la declaración en las palabras pronunciadas el domingo1 de octubre, antes del rezo del Angelus.

«En la cumbre del Año Jubilar, con la declaración Dominus Iesus -Jesús es el Señor-, que he aprobado de forma especial, he querido invitar a todos los cristianos a renovar su adhesión a Cristo en la alegría de la fe, atestiguando unánimemente que Él es, también hoy y mañana, ‘el camino, la verdad y la vida’. Nuestra confesión de Cristo como único Hijo, mediante el cual nosotros mismos vemos el rostro del Padre, no es arrogancia que desprecia a las otras religiones, sino agradecimiento gozoso porque Cristo se nos ha mostrado sin ningún mérito por nuestra parte. Y Él, al mismo tiempo, ha hecho que nos comprometiéramos a seguir dando lo que hemos recibido y también a comunicar a los demás lo que se nos ha dado, porque la Verdad y el Amor que es Dios pertenecen a todos los hombres».

«Con el apóstol Pedro confesamos que ‘en ningún otro nombre hay salvación’. La declaración Dominus Iesus, sobre las huellas del Vaticano II, muestra que esto no significa que se niegue la salvación a los no cristianos, sino que se indica la fuente última en Cristo, en quien se unen Dios y hombre. Dios da a todos luz de manera adecuada a su situación interior y ambiental, concediéndoles la gracia salvífica a través de caminos que Él conoce. El documento aclara los elementos cristianos esenciales, que no obstaculizan el diálogo, sino que muestran sus bases, porque un diálogo sin fundamentos estaría destinado a degenerar en palabrería hueca».

«Esto es también válido para la cuestión ecuménica. Si el documento, con el Vaticano II, declara que ‘la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica’, no significa que tenga en poca consideración a las otras Iglesias y comunidades cristianas. Esta convicción va acompañada por la conciencia de que esto no es un mérito humano sino un signo de la fidelidad de Dios, que es más fuerte que las debilidades humanas y que los pecados, que confesamos de forma solemne ante Dios y ante los hombres al principio de la Cuaresma [acto sobre la «purificación de la memoria»: ver servicio 36/00]. La Iglesia católica sufre -como dice el documento- por el hecho de que verdaderas Iglesias particulares y comunidades eclesiales con elementos preciosos de salvación están separadas de ella».

«El documento manifiesta una vez más la misma pasión ecuménica que constituye la base de mi encíclica Ut unum sint. Espero que esta Declaración, que para mí significa tanto, después de tantas interpretaciones equivocadas, pueda asumir finalmente su función de aclaración y al mismo tiempo de apertura».

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