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Una teoría liberal de los derechos de las minorías

publicado
DURACIÓN LECTURA: 12min.

La coexistencia de distintos grupos culturales en una comunidad política plantea un problema de la concepción de la ciudadanía. Para el liberalismo, lo que distingue a la ciudadanía democrática es que trata a las personas como individuos con iguales derechos ante la ley. En cambio, el reconocimiento de las minorías lleva a que los derechos de sus miembros dependan, al menos en parte, de su pertenencia a un grupo. ¿Son conciliables ambas posturas? Will Kymlicka lo intenta en su esclarecedor libro Ciudadanía multicultural (1).

Will Kymlicka, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Ottawa, ha escrito otros conocidos libros como Liberalism, Community and Culture (1989) y Contemporary Political Philosophy (1991), traducido en la editorial Ariel con el título Filosofía política contemporánea (1995).

En Ciudadanía multicultural, Kymlicka realiza un análisis riguroso y equilibrado de la integración de las minorías culturales en sociedades con una cultura mayoritaria dominante. Asombra que un investigador medianamente joven se enfrente a un tema tan cargado de apasionamientos con una serenidad intelectual envidiable (2). Su exposición es pedagógica y clara. Deslinda y define bien los conceptos, argumenta siguiendo un hilo conductor y concluye con coherencia.

Con independencia de que se compartan o no algunas de sus opiniones, buena parte del libro se nutre de datos históricos documentados que contribuyen a aumentar los conocimientos de cualquier persona. De modo que es una buena terapia para dos tipos de enfermedades: la de aquellos que exageran el derecho a su cultura y no respetan los derechos de los demás, y la de quienes tienen fobia a las diferencias.

Derechos individuales y derechos colectivos

Kymlicka parte de una teoría liberal del Estado, pero a la vez aboga por la identidad cultural de los grupos sociales o de los pueblos.

Conviene aclarar que el liberalismo que Kymlicka defiende no es el que hoy se identifica con el neoliberalismo económico. Cuando a lo largo del texto se habla de «principios liberales», en muchas ocasiones ese término equivale a defender los derechos civiles individuales, que fueron reclamados por el liberalismo, y que hoy están recogidos en la mayoría de las constituciones occidentales. Este liberalismo insiste en que la base de las sociedades democráticas modernas es el respeto a todas las personas consideradas como libres e iguales.

La novedad de la obra está en que Kymlicka intenta demostrar que la teoría política liberal no debe defender sólo los derechos de los individuos, sino también los derechos de los diferentes grupos culturales. Hasta ahora muchos liberales han visto en esto una oposición o una incompatibilidad. En cambio, Kymlicka sostiene que «una teoría liberal de los derechos de las minorías debe explicar cómo coexisten los derechos de las minorías con los derechos humanos, y también cómo los derechos de las minorías están limitados por los principios de libertad individual, democracia y justicia social. Tal explicación constituye justamente el objetivo de este libro» (pág. 19).

Para deslindar campos, Kymlicka distingue entre Estados «multinacionales» (donde la diversidad cultural surge de la incorporación a un Estado mayor de culturas que anteriormente poseían autogobierno y estaban concentradas en un territorio) y Estados «poliétnicos» (donde la diversidad cultural surge de la inmigración). Y a partir de ahí explica la distinta situación de «minorías nacionales» (en Estados multinacionales) y de «grupos étnicos» (en Estados poliétnicos).

Las primeras se caracterizan por ser grupos culturales preexistentes en un territorio concreto, y que son invadidos contra su voluntad, o pasan a formar parte de otra nación con otra cultura mayoritaria, como consecuencia también de un proceso de federalismo o por distintos acuerdos.

En la inmigración, en cambio, un individuo o un grupo familiar deciden libremente trasladarse a un país de cultura diferente. Luego la reclamación de sus derechos culturales es diversa a la del primer caso. Los inmigrantes no tienen derecho a exigir el autogobierno, pero sí a obtener un respeto institucional y legal a la expresión de su propia identidad.

En pro de una ciudadanía diferenciada

Algunos liberales han sostenido que así como el Estado liberal mantiene la separación entre Estado y religión, del mismo modo debe construirse sin distinguir entre sus ciudadanos por razón de su pertenencia a un determinado grupo cultural. El ciudadano liberal sólo reflejaría su pertenencia cultural en su vida privada.

Esto, dirá Kymlicka, es una utopía. Además de los derechos comunes de todos los ciudadanos es posible defender la necesidad de una ciudadanía diferenciada, según la cual el Estado tiene obligación de adoptar «medidas específicas» orientadas a acomodar las diferencias nacionales y étnicas.

Existen, al menos, tres formas de derechos diferenciados en función de la pertenencia a un grupo:

1) derechos de autogobierno (la delegación de poderes a las minorías nacionales, a menudo a través de algún tipo de federalismo);

2) derechos poliétnicos (apoyo financiero y protección legal para determinadas prácticas asociadas con determinados grupos étnicos o religiosos);

3) derechos especiales de representación (escaños garantizados para grupos étnicos o nacionales en el seno de instituciones centrales del Estado que los engloba) (pág. 20).

La reclamación del pensador canadiense es muy clara: a los grupos nacionales o grupos con una etnicidad específica se les debe reconocer una identidad política permanente con un estatus constitucional.

Las teorías tradicionales de los derechos humanos no han dado una solución a esta cuestión. La propia Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU no reconoció ningún derecho relacionado con los grupos étnicos o las minorías nacionales.

El valor de la pertenencia grupal

Kymlicka intenta hacer ver que la cultura no es un sobreañadido a los derechos individuales de la persona, sino que está intrínsecamente unida a la libertad del individuo. Si no fuera así, sería más cómodo y muchas veces más barato homogeneizar. Por lo tanto, hay que garantizar la identidad cultural dentro del marco del liberalismo. «Los principios básicos del liberalismo son principios de libertad individual. Los liberales únicamente pueden aprobar los derechos de las minorías en la medida en que éstos sean consistentes con el respeto a la libertad o autonomía de los individuos» (pág. 111). Kymlicka demuestra que los derechos de las minorías no sólo son compatibles con la libertad individual, sino que pueden de hecho promoverla porque la causa de la libertad muchas veces encuentra sus bases en la autonomía de un grupo nacional (capítulo V, «Libertad y cultura»).

Pretender la separación entre Estado y cultura es absurdo. Hoy más que nunca las sociedades liberales deben responder a cuestiones relacionadas con las minorías culturales, entre las que Kymlicka señala: «¿Qué lenguas deberían aceptarse en los Parlamentos, burocracias y tribunales?, ¿se deberían dedicar fondos públicos para escolarizar en su lengua materna a todos los grupos étnicos o nacionales?, ¿se deberían trazar fronteras internas (distritos legislativos, provincias, Estados) tendentes a lograr que las minorías culturales formen una mayoría dentro de una región local?, ¿debería devolver poderes gubernamentales el nivel central a niveles locales o regionales controlados por minorías concretas, especialmente en temas culturalmente delicados como la inmigración, las comunicaciones y la educación?, ¿deberían distribuirse los organismos políticos de acuerdo con un principio de proporcionalidad nacional o étnica?, ¿se deberían conservar y proteger las zonas y lugares de origen tradicionales de los pueblos indígenas para su exclusivo beneficio, protegiéndoles de la usurpación de los colonos o de los explotadores de recursos?, ¿qué grado de integración cultural puede exigirse de los inmigrantes y los refugiados antes de que adquieran la ciudadanía?» (págs. 17-18).

Restricciones internas y protecciones externas

Según el profesor canadiense, los procedimientos tradicionales vinculados a los derechos humanos no son capaces de resolver estas controvertidas cuestiones. Por eso él defiende la necesidad de formas de ciudadanía diferenciada en función del grupo.

Muchos liberales temen que los derechos colectivos reivindicados por los grupos étnicos y nacionales vayan en contra de los derechos individuales. Para aclarar la cuestión, Kymlicka distingue entre dos tipos de reivindicaciones que un grupo podría hacer.

Por una parte, un grupo puede reinvindicar el derecho a limitar la libertad de sus propios miembros para asegurar la solidaridad del grupo o evitar que abandonen las costumbres tradicionales (son «restricciones internas»); o bien puede pretender limitar el poder ejercido sobre él por la sociedad en la que está englobado, con el fin de asegurar que los recursos y las instituciones de las que depende la minoría no sean vulnerables a las decisiones de la mayoría («protecciones externas»).

Kymlicka piensa que las «protecciones externas» no entran en conflicto con los principios liberales que protegen la libertad individual. Estas protecciones «únicamente son legítimas en la medida en que fomentan la igualdad entre los grupos, rectificando las situaciones perjudiciales o de vulnerabilidad sufridas por los miembros de un grupo determinado» (pág. 212). Sin embargo, no ocurre lo mismo con las «restricciones internas». Por ejemplo, cuando algunos gobiernos tribales indígenas discriminan a aquellos miembros de la tribu que abandonan la religión tradicional del grupo, o cuando algunas culturas minoritarias discriminan a las niñas en materia educativa. ¿Hay que dar por buenas estas decisiones en nombre del respeto a la estructura interna de una comunidad? Un liberal, dice Kymlicka, no puede admitir que se viole la libertad del individuo en aras de salvaguardar la identidad cultural del grupo.

Este límite no supone imponer un tipo de cultura sobre otra, sino respetar los derechos humanos que figuran positivizados en la mayoría de las constituciones del mundo. Los grupos deben garantizar a sus miembros la capacidad crítica de replantearse sus propios valores y metas en la vida, así como la libertad de conciencia, que no puede ser usurpada por la colectividad. Por tanto, Kymlicka rechaza algunas de las propuestas de comunitaristas como Sandel en este punto. Según este último, el individuo pertenece de un modo fijo a una comunidad cultural más allá de cualquier cuestionamiento racional (3).

En resumen, dice Kymlicka, «una perspectiva liberal exige libertad dentro del grupo minoritario, e igualdad entre los grupos minoritarios y mayoritarios» (pág. 212).

Límites de la tolerancia

Pero ¿qué hacer cuando una minoría nacional autogobernada adopta prácticas iliberales respecto a sus propios miembros? ¿Los Estados liberales deberían imponer el liberalismo a estas minorías? Kymlicka piensa que «tanto los Estados extranjeros como las minorías nacionales constituyen comunidades políticas distintas, con sus propios derechos al autogobierno. En ambos casos los intentos de imponer los principios liberales por la fuerza se perciben como una forma de agresión (…) y acaban en un rotundo fracaso» (págs. 230-231).

Esto tampoco justifica el conformismo. En una sociedad liberal se puede exigir a quienes se integran desde fuera que asuman la obligación de cumplir con los derechos civiles. En el caso de las minorías con autonomía, no se debe interferir coactivamente, pero se puede tratar de dialogar y utilizar vías racionales. «Una minoría nacional que gobierna de manera iliberal actúa injustamente, y los liberales tienen el derecho, y la responsabilidad, de manifestar su disconformidad ante esta injusticia. Por tanto, los reformistas liberales de estas culturas deberían intentar promover sus valores liberales, mediante las razones o el ejemplo, y los liberales ajenos a ellas deberían prestar su apoyo a todas las iniciativas del grupo encaminadas a liberalizar su cultura» (págs. 231-232). En el caso de que sean otros países, sólo será posible influir a través de mecanismos internacionales, pero esto nunca justifica la intervención.

Hubiera sido más claro que Kymlicka, en lugar de hablar de «principios liberales», usara el lenguaje de los derechos civiles o los derechos individuales. Aunque históricamente se formularan de la mano del liberalismo, esos principios son más bien derechos humanos. En realidad, lo que viene a decir es que ningún grupo cultural tiene derecho a conculcar los derechos de los individuos por preservar su propia cultura; un derecho concreto y crucial para un liberal es, por ejemplo, la libertad religiosa, otro sería la igualdad de hombre y mujer.

Inmigración y diversidad cultural

Kymlicka analiza muy bien la situación americana, sobre todo de los países receptores de inmigración. Es un buen conocedor de la situación de Canadá, con sus minorías indias y el hecho diferencial de Quebec; de la inmigración en EE.UU. y del autogobierno de los portorriqueños, chicanos, indios americanos, de la problemática de los afroamericanos que merece un tratamiento aparte; de los indígenas en Latinoamérica.

Su actitud es muy respetuosa con la voluntad de los integrantes de los grupos culturales. En este punto hace gala de un liberalismo también coherente.

Aporta así un marco conceptual interesante desde el que se podrían examinar dos problemas típicamente europeos y que no se han dado en América. Uno es la confrontación del islamismo con la cultura liberal europea, fenómeno realmente preocupante en el Viejo Continente. El otro son los nacionalismos que pueden dar lugar a secesiones, no siempre pacíficas.

Kymlicka prudentemente afirma que cada caso merece un tratamiento diferente. Así, insiste en la diferente actitud de los grupos nacionales, que suelen reclamar su autogobierno, y la de los inmigrantes, que persiguen la integración dentro del marco legal del país de acogida, lo que no es obstáculo para que quieran además mantener su identidad cultural.

La actitud de Kymlicka ante la inmigración y la diversidad cultural que ésta genera es altamente positiva. Al contrario de lo que están haciendo muchos liberales en Estados Unidos, no propugna un sincretismo. Deja muy claro que la cultura norteamericana, mal llamada melting pot, es en realidad una cultura anglosajona, no una síntesis de varias.

Indudablemente se observa una evolución en la actitud y en la procedencia de los inmigrantes de Estados Unidos a lo largo de este siglo. Los de la primera oleada fueron europeos y se fundieron en la cultura de los primitivos colonos de origen anglosajón. La segunda oleada está formada por orientales e hispanos, con un mayor afán de conservar sus raíces.

Otro problema diferente es el de los exiliados y refugiados. En general, estas personas ven su situación como provisional, aunque algunos acaban transformándose en inmigrantes.

En definitiva, un libro que invita a la reflexión serena, pionero y que introduce claridad en un debate muchas veces confuso.

María ElóseguiMaría Elósegui Itxaso es Profesora Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad de Zaragoza._________________________(1) Will Kymlicka. Ciudadanía multicultural. Paidós. 303 págs. 2.750 ptas. Barcelona (1996). T.o.: Multicultural Citizenship. Oxford University Press. Oxford (1995). 280 págs.(2) Sobre este debate véase también el servicio 32/96: María Elósegui, «La democracia liberal ante las identidades culturales».(3) Sobre el debate entre liberales y comunitaristas, cfr. servicio 51/96: Manuel García de Madariaga, «¿Debe ser el Estado éticamente neutro?».

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