El presidente Donald Trump viajó el martes 1 de julio al sur de Florida a inaugurar una cárcel en mitad de la nada. O mejor, en mitad de un infierno verde: está ubicada en los Everglades, una reserva natural que, visitada en plan turístico, es una maravilla, pero que, para quienes lleguen allí como convictos, constituirá un castigo añadido al propio hecho de la reclusión.
El Gobierno del estado ha elegido el sitio como cárcel para inmigrantes indocumentados –delincuentes o no–, y lo ha nombrado Alcatraz Alligator –alligator es caimán–, en el entendido de que si a alguien se le ocurriera escapar, le sería tan difícil hacerlo como lo fue para los del islote-prisión de Alcatraz, en la bahía de San Francisco, cuyos tiburones blancos eran el mayor disuasorio para quienes soñaban con poder alcanzar la costa a nado.
El penal de los Everglades se le asemeja en este sentido. “Está aislado, rodeado por una fauna salvaje (pitones y caimanes, fundamentalmente) y ubicado en un terreno implacable”, dice Karoline Leavitt, secretaria de Prensa de la Casa Blanca, y añade: “Cuando tienes a asesinos y violadores ilegales encerrados y rodeados por caimanes, estos son un disuasorio para quienes traten de huir (…). Por supuesto, queremos mantener al pueblo americano a salvo; queremos sacar estas amenazas públicas de nuestras calles y confinarlos del mejor modo que podamos”.
Esta nueva versión de Alcatraz –un campamento de tiendas de campaña bajo el inclemente sol del sur floridano, con insoportables niveles de humedad, nubes de mosquitos que salen cada noche de entre los manglares y alta probabilidad de toparse con animales peligrosos– responde, en tal sentido, a un modelo de cárcel ya superado en muchos países democráticos: a uno en que la rehabilitación del condenado, su participación en programas para su futura reinserción social, su relativa cercanía a familiares o amigos, etc., está fuera de la ecuación, y en que las autoridades penitenciarias solo piensan en cómo hacerle más amarga y dura su estancia tras las rejas.
El CECOT salvadoreño, para “enfermos incurables”
En los últimos tiempos, quizás lo más parecido a este régimen penitenciario particularmente férreo –pero gozosamente publicitado por sus responsables– sea el CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo), la prisión de alta seguridad construida en El Salvador por el Gobierno de Nayib Bukele. El objetivo: sacar de circulación a unos 70.000 pandilleros que asolaban las calles del país y que en 2015 llegaron a colocar la tasa de homicidios en 103 por cada 100.000 habitantes, probablemente la más alta del hemisferio occidental.
“La dureza del castigo penal, sin un horizonte de reinserción o integración social, no redime: animaliza, despersonaliza»
En la política de “mano dura” de Bukele –que ha logrado reducir esa tasa a 2,4 en la actualidad–, el CECOT es un elemento principal. En rigor, el sitio es un “almacén de personas” a las que se ha hecho parte de un espectáculo: el del Estado vengador, que los ha filmado en el momento del arresto, cuando se les baja del furgón policial con las manos esposadas a la espalda y la cabeza forzosamente hacia el suelo, cuando se les rapa y se les hace formar acuclillados unos detrás de otros antes de entrar en las celdas, donde duermen en literas metálicas, sin colchones ni sábanas, y donde comen –con las manos, sin cubiertos– una invariable dieta de arroz, frijoles y tortilla.
La escena transmite, sin duda, la idea de la neutralización absoluta del criminal. Pero el precio es alto. “La dureza del castigo penal, sin un horizonte de reinserción o integración social, no redime: animaliza, despersonaliza, reproduce la violencia y erosiona la ética del Estado y de la sociedad que la aplica”, nos comenta Julián Ríos, profesor de Derecho Penitenciario de la Universidad Pontificia Comillas, quien ve severamente lesionada la dignidad de los que sufren este régimen de reclusión.
El jurista subraya que “nadie es irrecuperable si se le trata con respeto”, para lo que el Estado debería comprometerse con políticas restaurativas y más humanas para con el reo. “La dignidad humana –agrega– no es un privilegio: es un derecho inalienable. Y cuando se le arrebata a otro, la pierde también quien la niega. Un Estado que renuncia a tratar con humanidad a las personas privadas de libertad pone en duda su legitimidad moral”.
Esto no es algo, en todo caso, en lo que el presidente Bukele haya reparado a la hora de lidiar con un pandillero sometido a tan peculiar régimen de privación de libertad. “Sé que, probablemente, si a ese muchacho lo hubiéramos agarrado joven y lo hubiéramos mandado a la escuela; si le hubiéramos enseñado otras cosas, nunca hubiera sido pandillero. Nunca –aseguraba el salvadoreño a Time en una entrevista en 2024– hubiera matado a nadie, y ni siquiera se le hubiera pasado por la mente. Probablemente hubiera sido un hombre de bien. Admito que el Estado le falló al no darle oportunidades; al no brindarle por lo menos un tejido social mínimo (para evitar) que este joven se convirtiera en un delincuente. (…) Pero ya este criminal que mató a 10 personas, que violó a 20 mujeres y cortó 8 cabezas no se va a poder reintegrar a la sociedad. Está enfermo”.
Para estos “enfermos incurables” existiría, pues, el CECOT: para ellos y para los que el Estado salvadoreño, en un barrido indiscriminado, perciba como pandilleros o como cómplices de estos. Aunque se equivoque como se equivoca: meses después de la entrevista con Time, el propio Bukele reconoció que habían tenido que liberar a 8.000 personas inocentes, encarceladas por error durante su cruzada contra las pandillas. “Obviamente –zanjó–, las operaciones no son perfectas”.
Un linchamiento con las manos impolutas
Que el sistema esté configurado para aceptar que haya un pequeño grado de injusticia en pos de un “bien mayor” –la tranquilidad y la paz pública– es una contradicción flagrante. “Con la injusticia no se puede hacer justicia; en ese caso, estamos ante un Estado absolutamente injusto”, dice a Aceprensa Octavio García Pérez, profesor de Derecho Penal de la Universidad de Málaga y miembro del Grupo de Estudios de Política Criminal.
Sobre la política de “cerrar y tirar la llave”, basada en el falso convencimiento de que no hay nada que hacer y que, por el contrario, se ha de convertir la cárcel en un lugar lo más inhóspito posible, a modo de castigo agravado, el experto señala que es contraria a las directrices de Naciones Unidas en materia penal.
“Todas las penas privativas de libertad se han de orientar hacia la reinserción social. Cualquier sistema de ejecución de penas que no tuviera como propósito la reinserción sería inconstitucional en España. No me he leído la Constitución salvadoreña, pero lo que sí está claro es que ese sistema vulnera las reglas mínimas de Naciones Unidas, conocidas como las Reglas Nelson Mandela, que claramente dicen que las penas de prisión se han de orientar a la reinserción social. En términos generales, [el modelo Bukele] es un gravísimo retroceso”.
“Vivimos en una época en que muchas veces se reclama el linchamiento por parte del Estado»
Para García Pérez, que el Estado abdique de su responsabilidad en la reinserción y trate a sus convictos como desechos irrecuperables no es de recibo. “Un Estado de derecho no puede prescindir de una parte de sus ciudadanos –afirma–. No puede convertirlos en enemigos y privarlos de todos los derechos. No se puede predicar el respeto a los derechos humanos cuando el Estado es el primero que no los respeta”.
Curiosamente, sin embargo, los métodos de Bukele no son algo que, examinado grosso modo, desagrade a la opinión pública. Según el último ranking de mandatarios latinoamericanos mejor valorados, elaborado por la consultora Mitofsky, Bukele lidera la lista con un 91% de aprobación, seguido a mucha distancia por la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum (70%) y el dominicano Luis Abinader (65%). En el área hispanoamericana, los peruanos colocan a El Salvador como el segundo país más admirado (13%), solo por detrás de EE.UU. (16%), mientras que el 46% de los chilenos quiere que su próximo presidente tenga el estilo y la forma del joven político salvadoreño (solo un 13% deseó que tuviera el de la expresidenta socialista Michelle Bachelet).
Al parecer, las imágenes de la gente bailando en las plazas públicas salvadoreñas en medio de la noche, algo impensable hace apenas unos años, convencen a muchos de la eficacia de la “mano dura”. “Vivimos en una época –lamenta el profesor García Pérez– en que muchas veces se reclama el linchamiento por parte del Estado. Ya no queremos mancharnos de sangre las manos; ya no colgamos al presunto delincuente de un árbol, pero cuando la gente grita: ¡Que se pudran en prisión!, lo que estamos pidiendo es el linchamiento. Sin mancharnos, claro. Son situaciones que a mí me producen un profundo temor”.
¿Un vertedero penitenciario?
A estas alturas del siglo XXI, la idea de que existan prisiones tan deshumanizantes como el CECOT o Alcatraz Alligator puede parecer extraña en Europa, donde en algunos casos la tentación puede ser irse al extremo opuesto.
Ha sucedido, por ejemplo, en el sistema penal noruego, con el caso de Anders Breivik, el terrorista que mató con su rifle a 77 personas en 2011. Breivik tiene tres celdas solamente para él, con gimnasio, cocina, televisión, consola de videojuegos, una jaula con tres periquitos, etc., , y hace años se permitió quejarse de que le servían el café frío y no le daban crema hidratante.
Pero dondequiera –sí, también en la UE– puede intentar calar el enfoque justiciero y vengativo del sistema penal. En Francia, por ejemplo, el Gobierno de Enmanuel Macron ha puesto los ojos en la selva amazónica de la Guayana Francesa -departamento de ultramar situado en la costa norte de Sudamérica– para ampliar una prisión allí existente con otras 500 plazas y una sección especial de alta seguridad con 60, donde se encerrará a islamistas y a narcotraficantes muy peligrosos.
La Amazonía guyanesa ya fue destino penal entre 1795 y 1953, y los horrores que vivieron allí los reclusos, desterrados de la Francia metropolitana –llamaban al sitio “la guillotina seca”–, fueron bien documentados y llevados a la literatura y el cine (véase un clásico: Papillon, de 1973). Ahora, al penal ampliado irían a parar individuos de la propia Guayana, pero también de otros territorios franceses en el Caribe, como las islas de Guadalupe y Martinica, por lo que el plan activa los resortes de la memoria y concita el rechazo de la población local a ver convertido nuevamente su departamento en un “basurero” humano.
“No creo que un proyecto de esta naturaleza pueda beneficiar a la Guayana desde el punto de vista de la seguridad –dice a Aceprensa la senadora Marie-Laure Phinera-Horth, quien representa al territorio en la Cámara Alta, en París–. Además, los beneficios económicos de ello podrían limitarse a los empleos directos e indirectos generados por el centro penitenciario. Sigo convencida de que, si el proyecto se lleva a cabo en las condiciones inicialmente previstas por el Ministerio del Interior, la imagen de la Guayana se verá afectada de modo duradero”.
“Colectivamente, todos pensábamos que esa página había quedado atrás definitivamente; que se trataba de un legado doloroso. Por eso –concluye– hoy no podemos aceptar que la historia se repita: la Guayana no es, y no volverá a ser jamás, el vertedero penitenciario de Francia”.
De momento, sin embargo, la administración de Macron no se da por enterada de la oposición de Phinera-Horth y de muchos guayaneses, y mantiene su propósito de inaugurar la instalación en 2028.
Bien lejos, eso sí, de los Campos Elíseos y de las Galerías Lafayette. Allá donde no molesten; donde puedan ser olvidados. Donde, entre tanta maleza, el derecho pierda el rumbo.
Las Reglas Nelson MandelaLas Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos, conocidas por el nombre del preso político más famoso de Robben Island durante el régimen del apartheid en Sudáfrica, constituyen un código básico que deben respetar los miembros de la ONU en cuanto a las condiciones de las instalaciones penitenciarias y a la relación con las personas recluidas. Entre las normas registradas está la obligación, para las autoridades, de no agravar los sufrimientos inherentes a la situación de privación de libertad (r. 3) y de poner los medios para que el individuo en esas condiciones “aproveche” ese período adquiriendo habilidades para lograr, en lo posible, su reinserción en la sociedad tras salida de la cárcel (r. 4). Asimismo, los estándares de tratamiento exigen que se facilite a cada recluso una cama individual y ropa de cama suficiente y limpia (r. 21), además de una alimentación de buena calidad a las horas acostumbradas (r. 22). De igual modo, y “en la medida de lo posible”, los reclusos serán internados “en establecimientos penitenciarios cercanos a su hogar o a su lugar de reinserción social” (r. 59). |
Un comentario
Pff y el autor cree que papá noel trae regalos en navidad. Evidentemente no está familiarizado con la sevicia de narcos y grupos de delincuencia organizada.
En Sudacaland alrededor de 1% de población (~2% de varones) devendrá homicida en algún momento de su vida; no se diga el resto de delitos. Acá no funciona la «mano blanda».