·

La libertad contra las libertades

publicado
DURACIÓN LECTURA: 14min.

Cuando, en 1998, en el cincuenta aniversario de la Declaración de Derechos Humanos, de la ONU, deseen mejorar este asunto, harían bien en reforzar el derecho a la libertad, en contra de cualquier fundamentalismo. Hoy el fundamentalismo más sutil es quizá el de lo «políticamente correcto», porque, en la práctica, consiste en utilizar la libertad en contra de las libertades.

El ámbito de la eclosión de lo políticamente correcto es la postmodernidad, la época en que vivimos y que se inició, de modo insensible pero cierto, hacia los años setenta. Uno de los rasgos de la postmodernidad es la mentalidad del «todo vale» o, en otras palabras, que no hay una cultura de referencia sino muchas culturas, todas igualmente válidas. Esta idea tiene bastante que ver con el llamado «respeto a las minorías», ya que las minorías son culturas entre otras culturas. No es de extrañar que se haya puesto más o menos de moda la antropología cultural, la ciencia social que estudia la variedad de culturas y cómo éstas modelan al individuo. Sucede que la antropología como ciencia no tiene por qué ser relativista; estudiar la diversidad cultural no implica valorar todo por igual; significa el estudio y la explicación interna de los rasgos culturales.

Afán de reparación

Como en épocas anteriores las culturas minoritarias o simplemente distintas han sido con frecuencia maltratadas, en nombre de una única cultura de referencia, ahora se intenta una especie de reparación, que consiste en evitar, incluso en los términos, hasta la apariencia de un juicio peyorativo. Nace así lo «políticamente correcto».

En un estudio publicado en la revista francesa Commentaire (1), Thomas Pavel, profesor de la Universidad de Princeton, advierte en la political correctness «en primer lugar, un colectivismo particularista: heredando del socialismo clásico la pasión por la igualdad y la prudencia en relación con la libertad individual, el neo-igualitarismo añade el culto de la especificidad étnica, racial y sexual, rasgo tomado en préstamo de la tradición nacionalista». El movimiento intenta imponer una discriminación positiva a favor de las minorías y una rectificación incluso del pasado.

Esta tarea imposible llega con frecuencia al ridículo. Larry Zimmerman, en un libro titulado Indios norteamericanos, recoge la cita de un indio: «Cuando era niño me llamaban mestizo. Luego me llamaron mezclado. Después fui al Vietnam y me decían aborigen. Después, aborigen con derecho a reivindicar su patrimonio. Yo preferiría que me llamasen simplemente Tom». Y frente al término PC de «afroamericano», escribía Vicente Verdú en El País (Madrid, 19-X-95), «muchos negros, como han vuelto a expresar en una multitudinaria manifestación en Washington, prefieren llamarse blacks».

Del todo vale al fanatismo

En la época del «todo vale» se asiste a la vez a un recrudecimiento del fanatismo, experiencia tan antigua como el hombre, aunque ahora se utilice el término de «fundamentalismo». El fanatismo queda bien retratado en unas conocidas palabras de O.W. Holmes, poeta norteamericano del siglo pasado: «La mente del fanático es como la pupila de los ojos; cuando más luz recibe, más se contrae». El fanático ve con tanta claridad lo que le parece lo único posible que no se explica para qué sirve la libertad.

No es un fenómeno de hoy. En nombre de esa claridad que excluye la libertad han perseguido desde tiempo inmemorial todas las inquisiciones. De Lenin contó Fernando de los Ríos que respondió «Libertad, ¿para qué?», cuando el socialista español comentó que la revolución rusa estaba bien pero que echaba de menos la libertad.

El fundamentalismo más activo hoy es el islámico, impulsado por la corriente musulmana que consagra la «guerra santa» como instrumento obligado y meritorio para el triunfo de la religión y de la cultura coránicas. Pero en sociedades teóricamente democráticas y libres ha aparecido un fundamentalismo que, paradójicamente, está muy presente en algunos medios de comunicación. Un fundamentalismo que, olvidando casi por completo las cuestiones políticas y sobre todo de justicia social, se centra en los aspectos sexuales o relacionados con lo sexual.

Opiniones proscritas

Se ha creado así una mentalidad dominante, al menos en los medios, según la cual no se puede admitir ni siquiera la opinión contraria. Queda bien defender la «interrupción voluntaria del embarazo», queda mal declararse antiabortista. Queda bien pronunciarse a favor de la libertad sexual, queda mal opinar que existen aberraciones sexuales. Queda bien defender que «libertad es un nombre de mujer», pero quedaría mal decir que «valor es un nombre de hombre». Queda bien defender el amplio uso del preservativo como medio de luchar contra el SIDA, queda mal defender la castidad con el mismo fin.

Hay que notar que algunas de las posiciones tachadas casi de infamia son legítimas opiniones, en primer lugar, además de profundas actitudes morales. Es más, con bastante probabilidad son las actitudes mayoritarias. Pero si se defienden abiertamente, y más aún juntas, se recibirá, quizá por parte de los medios que tienen su justificación precisamente en la libertad de opinión, una condena de «ultraconservadurismo» como suma de todos los males.

En El País (13-III-97) se puede leer la noticia de que la Asociación de Identidad de Género ha «protestado enérgicamente» por escrito a Renault por entender que en un anuncio televisivo, un hermano «chantajea» a otro porque le ha pillado con «una chica que no era una chica». La protesta dice que «el argumento se centra en la idea de que el hecho de salir con una persona travestida o transexual puede ser objeto de chantaje». En opinión de la Asociación, el mensaje publicitario de la Renault «refuerza el temor al rechazo por parte de la sociedad hacia todas las personas comprometidas en el cuestionamiento de su identidad». Pide la Asociación no sólo el cese de la campaña sino además una rectificación en regla. «Que reconozca: Nos hemos equivocado y hemos ofendido sin querer a un grupo humano».

Sin gusto por la libertad

Este nuevo tipo de fundamentalismo ha perdido el gusto de la libertad. La libertad no es querida, al menos bajo la forma de «la libertad del otro», porque se desea retirar del debate una serie de temas, ya que no es posible la unanimidad sobre ellos.

Un pensador político nada sospechoso de fundamentalismo, Isaiah Berlin, escribe en Cuatro ensayos sobre la libertad: «Quedaba para el siglo XX concebir que la forma más eficaz de tratar las cuestiones que se planteaban, particularmente los temas recurrentes que habían confundido y a menudo atormentado las mentes originales y honestas de cada generación, no era empleando las armas de la razón, y menos todavía las de aquellas capacidades más misteriosas denominadas visión o intuición, sino eliminando las cuestiones mismas».

Últimamente se da un paso más y se establece una especie de policía mental, socialmente diluida, cuyos agentes son periodistas o al menos personas que escriben o que hablan en los medios. Se establece a continuación una suerte de «macarthysmo» o «caza de brujas», fenómeno que, de forma hipócrita, se achaca a denigrados tiempos antiguos. No se cae en la cuenta de que la formación de una mayoría mental real o supuesta (y los medios pueden hacerla nacer casi de la nada) corre el peligro de perseguir precisamente a las minorías; y curiosamente en nombre de la defensa de las minorías. Francisco Umbral escribía en El Mundo (Madrid, 20-III-97): «Estamos en la demagogia de las minorías. Hay que ser minoría sexual o racial para que te hagan caso. (…) Sólo se hace democracia para lo exótico». Y James Nuechterlein, en First Things (Nueva York, agosto-septiembre 1996), pone un ejemplo: «Pensemos en el curioso caso del término homofobia, que hoy se suele aplicar a quienes, de una manera o de otra, consideran criticable o incluso problemática la conducta homosexual. (…) Los homosexuales tienen derecho a que los demás los tratemos con respeto, como a seres humanos y ciudadanos que son. No tienen derecho a pedir que renunciemos a nuestras convicciones éticas fundamentales a fin de que ellos se sientan a gusto con su conducta sexual».

Libertad de pensamiento

De todas las libertades, la originaria es la libertad de pensamiento y, en consecuencia, de su expresión. Lo cual implica polémica, debate, variedad, diversidad. Y exige tolerancia, que no es relativismo, sino reconocimiento en los demás de la misma libertad que uno disfruta.

En contra de lo que suele pensarse, las afirmaciones de esa libertad no tuvieron que esperar a la Revolución Francesa. En los mejores tiempos de la República romana era un sentimiento vivo, como queda constancia, más tarde, en los historiadores. Suetonio escribe en la Vida de Tiberio que «en una ciudad libre conviene que la mente y la lengua sean libres» («in civitate libera mentemque linguam liberas esse decet»). Y Tácito, en el cuarto libro de sus Historias se refiere a esa felicidad de una época en la que puedes sentir lo que quieras y decir lo que sientes («Rara temporum felicitas, ubi sentire quae velis et quae sentias dicere licet»). De esto se hace eco Quevedo en una época absolutista con sus famosos tercetos: «¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?».

Ahora hay que aprender un nuevo lenguaje, tarea en la que se juntan eufemismos de actos inmorales y simples modas. Al aborto se le llama «interrupción del embarazo» (como si «interrupción» no significase que la acción se puede reanudar, cosa que en el aborto no ocurre); al embrión, «pre-embrión». Un nuevo lenguaje no racista ni sexista, cosas muy de alabar, pero con tal que no se caiga en el ridículo, con el cual mal se defiende una buena causa.

Este es un tiempo en el que algunos, en nombre de una ortodoxia que no se atreve a llamarse así, se dedican a la inquisición de errores en los libres productos del pensamiento libre para denunciarlos, es decir, delatarlos a la opinión pública y a las autoridades políticas, para que se adopten las debidas represalias.

En muchas épocas se ha registrado esta «policía del pensamiento», pero nunca como ahora se había dado la paradoja de que su justificación sea la defensa de la libertad.


Los apuros de Santa Claus

En «Politically Correct Santa», de Harvey Erlich, se puede encontrar un poema sobre las dudas de Santa Claus a la hora de hacer los regalos de Navidad en un mundo políticamente correcto.

¿Qué regalar?
Nada que pueda contaminar.
Nada con que apuntar.
Nada con que disparar.
Nada que chirríe o haga mucho ruido.

Nada sólo para niñas.
Ni sólo para niños.
Nada que pretenda ser para un determinado género.
Nada bélico o no pacífico.

Ni caramelos ni dulces… son malos para los dientes.
Nada que parezca adornar una verdad.
Y los cuentos de hadas, aunque aún no están prohibidos, como Ken y Barbie: mejor escondidos,
pues despiertan las iras de esos psicólogos
que dicen que un regalo no es bueno si no es ecológico.

Ni béisbol ni fútbol… alguien podría hacerse daño;
además, haciendo deporte se ensucian los niños.
Dicen que las muñecas son sexistas, y habría que condenarlas al olvido;
y los Nintendos te pueden pudrir el cerebro.

Así que Santa Claus se quedó abrumado y perplejo,
sin saber qué hacer.
Trató de estar contento, trató de estar alegre [gay],
pero en estos tiempos hay que tener cuidado con esa palabra.

Tenía el saco completamente vacío, desinflado sobre el suelo;
no podía encontrar nada del todo aceptable.
Hacía falta algo especial, un regalo que pudiera
dar a cualquiera, sin irritar a la izquierda ni a la derecha.
Un regalo que contentara, sin ningún reparo,
a cualquier grupo de personas, de cualquier religión,
de cualquier etnia, de cualquier color;
a cualquiera, en cualquier parte… incluso a ti.

Y aquí está ese regalo, de precio incalculable…
«Paz en la tierra para ti y tus seres queridos».

Harvey Ehrlich, 1992


La reinvención postmoderna del honor

En una sociedad donde lo políticamente correcto exige no decir nada que puedamolestar a una de las múltiples minorías, la libertad de expresión encuentra nuevas trabas. La creciente susceptibilidad equivale a «la reinvención postmoderna del honor», como escribía Thomas Pavel en un artículo publicado en la revista francesa Commentaire (primavera de 1995), del que traducimos algunos párrafos.

El rasgo más sorprendente de este cuadro es la obsesión por no herir. El perspicaz Jonathan Rauch señala, entre los diversos procedimientos contemporáneos para dirimir las divergencias de opinión, la emergencia de un principio humanitario que exige que el debate no cause mal, que no haga daño (Kindly Inquisitors, p. 6). Rauch señala, con razón, que el miedo a herir y a ser herido destruye la posibilidad de que el debate llegue a conclusiones racionales. Queda que un temor de ese género domine el pensamiento del nuevo igualitarismo y que modifique a fondo sus opciones intelectuales. ¿De dónde extrae el temor su poder? Su acción sería ciertamente inconcebible sin el ascendiente del que goza la opinión pública en los sistemas democráticos. «A medida que todos los hombres se parecen -dice Tocqueville en La democracia en América-, cada uno se siente progresivamente más débil frente a todos. Al no descubrir nada que le alce por encima de ellos y que le distinga, desconfía de sí mismo en cuanto le llevan la contraria; no sólo duda de sus fuerzas, sino que duda de su derecho, y está dispuesto a reconocer que se equivoca cuando la gran mayoría así lo afirma».

El diagnóstico de Alexis de Tocqueville advierte la fragilidad y la soledad del individuo democrático. Pero, según este diagnóstico, ¿no se debería contar con que el individuo se ajuste a la opinión pública con una rapidez fulgurante y que, por consiguiente, no tenga ni siquiera tiempo de sentirse herido por la hostilidad -inmediatamente desbaratada- de sus conciudadanos? En una sociedad perfectamente igualada, el miedo a ser herido por la masa es siempre superado por el esfuerzo de formar parte de ella.

Ahora bien, la sociedad multicultural promovida por el nuevo igualitarismo se sitúa, al menos en principio, en los antípodas de la masa indiferenciada que detectaba Tocqueville. Se observa que esta sociedad, que debería idealmente estar compuesta por grupos unidos, iguales y pacíficos, permanece por ahora, conforme a la doctrina de la reparación, profundamente dividida por las huellas de conflictos pasados. Dos pulsiones divergentes se agitan, por tanto, en los miembros de grupos antaño oprimidos: de una parte, esos individuos deben conformarse a las consignas del grupo con la rapidez y la docilidad señalados por Tocqueville; de otra, esos mismos individuos se sentirán protegidos contra la exigencia de conformidad que les amenace desde fuera del grupo. Obnubilado pero feliz en el seno de su comunidad racial, étnica o sexual, el individuo saca de ella la fuerza para resistir al resto de la sociedad; ya no desconfía de sí, no duda de su propio derecho, ya no se apresura a reconocer que se equivoca cuando la gran mayoría le contradice. Como esta nueva seguridad procede de su comunidad, los insultos contra ésta adquieren una gravedad excepcional, puesto que tocan la única defensa de que él dispone contra la masa indiferenciada. Así, al favorecer la identificación de los individuos con grupos bien definidos y al devaluar el espacio de entendimiento -y de presión- común, la sociedad multicultural fomenta a la vez el nacimiento de la susceptibilidad de grupo.

Asistimos sorprendidos a la reinvención postmoderna del honor: el ciudadano multicultural se muestra tan quisquilloso como el noble en el Antiguo Régimen o el patriota belicoso de antes de la guerra de 1914. La defensa del honor ha adoptado siempre formas extremas, y, a fin de cuentas, la prohibición de las palabras destructivas es una práctica menos costosa que el duelo o la guerra. La pena es que, así como los duelos y las guerras tenían la virtud de exacerbar indefinidamente las rivalidades, es difícil de creer que la serie unilateral de prohibiciones y de reparaciones vaya a engendrar la paz y armonía sociales. Para curar definitivamente la herida, además del bricolaje socio-legal, se precisa también, sobre todo, cualidades morales, en primer lugar valor y magnanimidad.

_________________________

(1) Thomas Pavel, «Lettre d’Amerique. La liberté de parole en question», en Commentaire (primavera 1995, n. 69). Ahí se puede encontrar una interesante bibliografía: Nat Hentoff, Free Speech for Me (Harper, Nueva York, 1992); Jonathan Rauch, Kindly Inquisitors. The New Attacks on Free Thought (University of Chicago Press, 1993); Catherine McKinnon, Only Words (Harvard University Press, 1993). El movimiento, como casi todo de lo que llega desde hace tiempo a Europa, es de origen norteamericano.

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.