Suficientemente bueno

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estimulación temprana
Un taller de estimulación temprana (CC UNICEF Ecuador)

La escuela no puede sobrevivir sin optimismo, sin confianza en sí misma, sin la fe en que lo que hacen los alumnos en las aulas les será sumamente útil en el futuro. El problema es que no sabemos distinguir a los falsos profetas cuando estamos muy necesitados de milagros.

James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha conseguido un fenomenal protagonismo pedagógico al asegurar, con datos estadísticos en la mano, que si nos preocupamos por proporcionar a los niños, lo más temprano posible, una buena educación en competencias blandas (lo que hoy llamamos competencias socioemocionales), cambiaremos el mundo. Además de impulsar de manera muy favorable su desarrollo académico y moral, contribuiremos al descenso de los porcentajes de criminalidad, embarazos no deseados, etc. Para una persona pobre, un preescolar de alta calidad sería el camino más seguro hacia la clase media y, para la sociedad, una garantía de bienestar colectivo. Por lo tanto, los programas de refuerzo de estas habilidades en los niños de corta edad serían la mejor inversión económica que pudiera hacer un gobierno. Su rentabilidad sería muy superior a cualquier intervención en políticas sociales.

¡Suena tan bien lo que nos promete Heckman! Si tuviera razón se podría alcanzar, al fin, el viejo sueño de Victor Hugo y con cada guardería que abriéramos se cerraría una cárcel.

Como en pedagogía tendemos a creer verdadero todo lo que suena bien, las tesis de Heckman han triunfado. Las administraciones locales, los gobiernos, la OCDE y el Banco Mundial insisten en que “los primeros años de los niños” permiten realizar inversiones educativas “con extremadamente altos rendimientos”, pues “pueden aumentar significativamente el bienestar individual y social, la productividad y, al mismo tiempo, reducir la desigualdad”. O sea: la panacea.

Sin embargo, hay quien se empeña en despertarnos de estos tan gratificantes sueños. Es el caso de Grover “Russ” Whitehurst, de la Brookings Institution, que sostiene que las intervenciones en preescolar ayudan, ciertamente, pero en una medida mucho más limitada de lo que Heckman sostiene. Añade que el enfoque actual del aprendizaje social y emocional está equivocado y que las evidencias no respaldan un optimismo desmedido. Sería más acertado encarar la realidad con un realismo optimista, aspirando, más que al milagro, a un modelo suficientemente bueno.

Las madres y los padres que pretenden ser perfectos se cargan así de unas responsabilidades excesivas

Whitehurst toma esta última expresión del pediatra y psicoanalista Donald Winnicott, que acostumbraba a pedir a las madres que desecharan la idea de ser perfectas y se sintieran satisfechas siendo “suficientemente buenas”. No es necesario estar estimulando continuamente al bebé, ni andar siguiendo al pie de la letra los consejos de los libros. Para ser una madre suficientemente buena basta con dejarse orientar por el instinto. Una madre y su bebé saben cuál es la manera correcta de actuar mucho mejor que cualquier persona externa a su relación. Una madre perfecta, si pudiera existir, no podría enseñar a su hijo ni la realidad de un mundo imperfecto, ni la necesidad de convivir con las imperfecciones del otro. Gracias a Dios, no hay madres perfectas. Unas son torpes en una cosa y otras en otra, como todo el mundo. Pero hay algunas personas menos imperfectas que otras: son las que van aprendiendo de su experiencia.

Las madres y los padres que pretenden ser perfectos suelen ver a su hijo como arcilla en manos de un alfarero. Se cargan así de unas responsabilidades excesivas. Un bebé es más bien un proyecto en marcha que, conforme marcha, va aprendiendo a decir “no”.

Los niños, a medida que van creciendo, nos van mostrando la manera de responder a sus necesidades. No son artilugios que podamos diseñar siguiendo los impulsos de nuestro narcisismo parental. No son productos de nuestra (supuesta) libertad creativa. Son una llamada a recibir con amor lo que se nos ha dado como un don imprevisible.

La intervención en estimulación temprana, nos dicen Winnicott y Whitehurst, tiene unos límites más allá de los cuales el cerebro sigue de forma natural su propio curso. La especie humana ha evolucionado en unas circunstancias que apoyan el desarrollo normal del cerebro, y por ello los padres no necesitan invertir un tiempo extraordinario en la crianza de sus hijos. Basta un tiempo suficientemente bueno que garantice niveles suficientes de nutrición, de relación y de estimulación. El desarrollo infantil sigue un proceso natural que no podemos forzar a nuestro antojo. Por eso, un entorno adecuado es más enriquecedor que uno sobrestimulado.

Los datos que maneja Whitehurst le permiten extraer sus propias conclusiones:

  1. Hay correlaciones débiles entre las medidas del desarrollo cognitivo en bebés y niños pequeños y sus capacidades cognitivas posteriores. Los efectos de la estimulación temprana parecen diluirse en el transcurso de la educación primaria.
  2. Salvo una privación sustancial, no está claro que el crecimiento cognitivo de un niño se base en sus experiencias en el primer o segundo año de vida.
  3. Hay programas de intervención temprana que no solo no mejoran, sino que en ocasiones perjudican el desarrollo posterior de los niños.
  4. No son extraños los desarrollos normales en niños que han experimentado entornos tempranos muy empobrecidos.
  5. No puede descartarse la influencia genética.

¿Entonces, qué ocurre con los datos de Heckman? Sus críticos dicen que su descomunal confianza en los efectos de las intervenciones tempranas tiene una base empírica muy limitada. Se reduce al seguimiento, minucioso a lo largo de 25 años, de los alumnos de dos únicos centros, The Perry Preschool Project y The Carolina Abecedarian Project. No le niegan tesón, pero les parece muy reducido el tamaño de la muestra. Añaden que nadie ha logrado replicar sus resultados.

Pero, aunque podamos desconfiar del optimismo de Heckman, hemos de seguir insistiendo en el autocontrol emocional de nuestros hijos y alumnos. No hay libertad sin algún tipo de control de los impulsos y deseos, porque pensar es posponer la acción inmediata, es ejercitar el control interno del impulso mediante la unión de observación y memoria. “El objetivo central de la educación –sostenía Dewey– es la creación de una capacidad de autocontrol”. Aquí no hay duda: el niño que aprende a tener un cierto control de sí mismo tiene más probabilidades de completar la secundaria y matricularse en la universidad. Además, este niño, al ser menos impulsivo, es también menos disruptivo.

Me gusta la incorrección política de Ian Rowe, un educador negro estadounidense que tiene el coraje de sostener abiertamente que, si un niño en situación de pobreza se gradúa en la escuela secundaria, encuentra un empleo a tiempo completo, se casa y tiene hijos, en ese orden, está siguiendo un patrón bien establecido en las ciencias sociales conocido como “secuencia del éxito”. Para este niño, la posibilidad de permanecer en la pobreza como adulto se reduce a un 2%. “No hay una política pública que se acerque a ese tipo de resultados”, dice. O sea, mucho mejor esto que la estimulación temprana.

Rowe ve a los niños como seres capaces de tomar decisiones morales sobre sí mismos y se niega a aceptar la visión sombría de la impotencia individual frente a las fuerzas del sistema. Por supuesto, el rechazo de la narrativa de victimización lo ha convertido en blanco de continuos desprecios. Pero él sigue, incansable, defendiendo la “secuencia del éxito”.

¿Hasta dónde puede aspirar académicamente un niño pobre de manera razonable?

Benjamin Bloom publicó en 1984 un ensayo que alcanzó pronto la categoría de clásico de la pedagogía. Básicamente, lo que dice es que la diferencia entre aprender con un profesor particular o en una clase normal, con veintitantos alumnos, es tan grande que resulta estadísticamente insalvable para el 80% de los alumnos que acuden cotidianamente a las aulas. Pero si pusiéramos a disposición de cada niño pobre un profesor particular, mejoraría tanto sus resultados que superaría ampliamente los de los niños ricos. Esto significa que cada niño pobre lleva consigo un potencial de mejora que la clase normal no sabe desarrollar. En la práctica, aprenden mucho menos de lo que podrían aprender.

Hasta hace poco, la posibilidad de poner a disposición de cada niño un profesor particular parecía quimérica, por los descomunales gastos que supondría, pero con el espectacular desarrollo de la IA generativa la pregunta ha recuperado actualidad. ¿Podría proporcionarle la IA las ventajas de un profesor particular? Es esta una cuestión que está presente en los foros pedagógicos internacionales.

Ahora bien… Los estudios que se han hecho posteriormente nos dicen que un profesor particular puede tener efectos muy beneficiosos, pero no de las dimensiones señaladas por Bloom.

Los datos que manejaba Bloom los obtuvo de la tesis que dirigía a dos alumnos suyos en la Universidad de Chicago, Joanne Anania y Arthur J. Burke. Bloom no los acreditó como coautores y sus nombres pasaron desapercibidos. Pero Burke y Anania no fueron un ejemplo de meticulosidad científica. Mientras a los profesores grupales no les dieron instrucciones sobre cómo actuar, a los particulares los instruyeron minuciosamente sobre cómo enseñar de manera eficiente y sobre cómo evaluar con rigor el aprendizaje de sus alumnos.

Moraleja: La escuela, ciertamente, no puede sobrevivir sin optimismo, pero quizás no debiera desligarlo del realismo necesario para crear la utopía razonable de lo suficientemente bueno.

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