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¿Anticapitalismo? No en el aula

publicado
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Pancarta de ideología comunista en una marcha anti-Trump en Londres, en 2018 (Foto: David Holt)

 

Poner la venda antes que la herida. Es eso más o menos lo que pretende hacer el gobierno británico para que, en este año de revueltas antisistema, la escuela inglesa quede a salvo de ideologías levantiscas.

El Ministerio de Educación ha establecido que en las aulas de Inglaterra no se utilicen en la docencia materiales producidos por organizaciones “que asumen posturas extremistas”. ¿Cuáles? Por ejemplo, “el deseo, públicamente manifestado, de abolir o derrocar la democracia, el capitalismo, o de eliminar las elecciones libres”.

Así pues, lecciones, textos o materiales audiovisuales que apunten contra la libertad de expresión, que empleen un lenguaje racista –incluidas las manifestaciones antisemitas– y que apoyen actividades ilegales o no las condenen, deben quedar fuera de la clase. Y también aquellos que promuevan ciertas “narrativas de víctimas” que son perjudiciales para el conjunto de la sociedad británica.

No es la primera vez que se trata de evitar las eventuales consecuencias de la difusión de una ideología que, sirviéndose del régimen de libertades imperante en el Reino Unido, trabaja activamente para socavarlo. En The Conversation, Jennifer Luff, profesora de Historia en la Universidad de Durham, repasa intentos anteriores. Como en 1927, cuando, diez años después de la Revolución rusa, el Parlamento ni siquiera se dignó a someter a votación un proyecto de ley que prohibiría la distribución de literatura que “anatematizaba la propiedad privada como latrocinio” y promovía cierta “enseñanza sediciosa” de corte comunista en algunas escuelas.

En 1950, más de lo mismo: ante la queja de un parlamentario conservador de que los profesores estaban difundiendo propaganda “revolucionaria y atea” entre los menores británicos, desde el Ministerio de Educación respondieron que no había indicios de que, por leer “panfletos sobre Rusia escritos por comunistas”, los maestros permitieran que ello influyera en su trabajo. Según Luff, esta toma de distancia respondería al ethos del liberalismo británico, que dejaba al personal docente las decisiones concernientes al currículum escolar.

Hoy, ese laissez faire sigue invocándose en nombre de principios como la libertad de expresión, siempre –claro está– que quien se exprese no se aleje demasiado de las nuevas ortodoxias.

El hecho de que por sistema se deje fuera de la clase el ideario enarbolado por Lenin, Stalin, Mao y un buen número de individuos de lo más siniestro de la izquierda mundial, ha suscitado críticas. El diputado laborista John McDonnell augura que la nueva norma hará ilegal referirse en el aula a pasajes históricos del propio socialismo y el sindicalismo británicos, que en algunos momentos abogaron por la abolición del capitalismo. Otra estrella de la corriente “anticapi”, el exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis, egresado de universidades británicas, ha dicho que la norma muestra “cuán fácil es que se pierda un país, al deslizarse subrepticiamente hacia el totalitarismo”.

En cuanto a los jóvenes, Vice ha entrevistado a algunos que desaprueban la medida. “Calificar el anticapitalismo o la crítica al capitalismo como extremismo, es un mal precedente para lo que se supone que es una democracia libre y abierta”, dice un joven de 17 años, y otro coetáneo niega que esos materiales puedan tener mayor impacto que la experiencia real: “Todavía no he cumplido 18 y ya he vivido dos recesiones. Esas son las cosas que me han politizado y me han vuelto anticapitalista, no que los profesores me hayan dictado una manera de pensar”.

Botón de muestra: el “antirracismo” excluyente

Pero a una acción, una reacción. Si las autoridades educativas inglesas están intentando poner límites a la difusión de ciertas ideologías, es quizás porque los hechos demuestran que sus seguidores no se ciñen al debate intelectual, sino que están dispuestos a causar conmociones sociales reales y, si les dejan, a subvertir el sistema.

Ha sucedido recientemente con el tema del racismo: en EE.UU., la incontenible oleada de disturbios provocada por el asesinato de un afroamericano a manos de un policía blanco, recorrió el país, saltó el océano y llegó al Reino Unido. Un antirracismo mal entendido, aliado con el revisionismo histórico, empujó a las turbas a vandalizar las ciudades y a destrozar las estatuas de personajes históricos. De la mano de esto llegaron los ataques de extrema violencia contra los cuerpos policiales.

Profesores y alumnos británicos han sido sometidos a sesiones de formación antirracista sobre sus posibles “prejuicios inconscientes”

¿La raíz de toda esta crispación con salida violenta? El humorista y analista político Andrew Doyle apunta el índice hacia la progresiva difusión que ha tenido en círculos educativos la denominada “Teoría Crítica de la Raza”, surgida en ambientes universitarios de EE.UU. a mediados de los ochenta, y que estipula que los problemas sociales son básicamente el resultado de ciertas asunciones culturales. Bajo este prisma, señala, “la sociedad se divide entre opresores y oprimidos, y las personas blancas son cómplices” de toda injusticia.

Dicha óptica ha ido calando en la educación. Según el autor, muchos profesores han debido asistir a sesiones formativas sobre “prejuicios inconscientes”, a pesar del escaso sostén de todo ello en la ciencia, mientras que otros han tenido que leerse “estudios” que propugnan que toda persona blanca es indefectiblemente racista, y que negarlo es una forma de racismo.

Esto tiene, por supuesto, incidencia en los currículos escolares, modificados sin consultar ni a los equipos docentes ni a los padres. Ideas “innovadoras” no faltan, como la de la organización benéfica Youth Music, que ha sugerido sustituir el estudio de la obra de Mozart por la del rapero negro Stormzy –la organización dice haber constatado los “beneficios” de un programa de educación musical así alterado–. O la que aplicaron a un grupo de alumnos de 11 años para “formarlos” en el antirracismo: los dividieron según el color de su piel y les pidieron reflexionar sobre su etnicidad. Algunos no aguantaron la presión y abandonaron el aula llorando.

Experimentos de adoctrinamiento de este estilo menudean hoy en los colegios británicos. La coerción que implican sobre alumnos y profesorado, y la escasa posibilidad de cuestionarlos sin arriesgarse a ser “cancelado” o a perder el puesto, es un aviso a navegantes sobre lo que pudiera ocurrir en caso de que los movimientos anticapitalistas difundan ampliamente sus materiales de estudio en el ámbito escolar y estos lleguen a ser percibidos como las tablas de la Ley.

Si lo están logrando unos “teóricos” antirracistas venidos a menos, aquellos que aborrecen la economía de mercado y la pluralidad política solo tienen que seguir el manual de instrucciones.

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