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La promoción de la lectura ante el desafío digital

publicado
DURACIÓN LECTURA: 14min.
El mayor acto de rebeldía en la adolescencia probablemente es leer un libro
El mayor acto de rebeldía en la adolescencia probablemente es leer un libro

La afición a los libros se crea en la infancia, pero se puede perder en la adolescencia. Ahora que el ocio digital compite con tanta fuerza contra ella, se multiplican sin embargo las apologías de la lectura y las iniciativas para fomentarla en los jóvenes.

— Millie… —susurró Montag.

— ¿Qué?

— No me proponía asustarte. Lo que quiero saber es…

— Di.

— Cuándo nos encontramos. Y dónde.

— ¿Cuándo nos encontramos para qué? —preguntó ella.

— Quiero decir… por primera vez.

— ¿Dónde y cuándo nos conocimos?

La mujer calló.

— No lo sé —reconoció al fin.

Montag sintió frío.

Este breve diálogo que mantiene el protagonista de la novela de Ray Bradbury Farenheit 451 con su mujer representa el estado de la relación entre muchos jóvenes y la literatura.

Hasta los seis años, esta relación tiene por lo general a un adulto como mediador: el padre, la madre, un profesor. Según el informe publicado recientemente sobre “Hábitos de lectura y compra de libros”, elaborado para la Federación de Gremios de Editores de España con datos analizados hasta 2019, más de un 83,5% de adultos leen a esos niños en voz alta.

Son ellos quienes facilitan el encuentro entre el niño y el campo de posibilidades que proponen las historias, los cuentos, las fábulas. Les muestran el mundo a través de ellas y la forma que tenemos de habitarlo. Por lo general, a través de álbumes ilustrados que dan pistas al niño sobre los personajes y la trama, cuando el vocabulario que posee es escaso. Los adultos admiran la capacidad de asombro del niño que toma conciencia de que posee un arma increíble con la que puede lograrlo casi todo: la imaginación.

El atractivo de las sagas

Con unos años más, ese encuentro fascinante se transforma en una relación en la que el todavía niño (de 6 a 9 años) ya maneja de un modo autónomo la imaginación sin apenas apoyos visuales. Las aventuras de personajes con los que le es fácil familiarizarse cautivan su atención, al mismo tiempo que su alma comienza a ser saturada por decenas de sagas. Estas no están necesariamente dirigidas a alimentar la profundidad, poner en movimiento el pensamiento, buscar el sentido de las cosas o continuar suscitando el encuentro. Cierto es que muchas de las grandes obras de la literatura en su origen fueron concebidas por fascículos para poder ser una fuente de ingresos recurrentes del autor. La “serialización” se inventó hace tiempo, aunque ahora las grandes plataformas de entretenimiento la estén explotando al máximo.

Si echamos un vistazo al último informe de los libreros, comprobaremos que la mayoría de los lectores de entre 10 y 13 años (86,8%) parecen estar fascinados por la colección de Futbolísimos, la saga de Harry Potter, los Diarios de Greg, su homólogo femenino, Nikki, y la serie de Gerónimo Stilton. El encuentro se diluye porque el campo de juego que se ofrece al lector desea congraciarse demasiado con él, poniendo especial énfasis en que disfrute y no tanto en desafiarle o enseñarle a mirar más allá de sus pulsiones básicas. La imaginación comienza a erosionarse.

Y es al término de esa etapa, en la que el alma del lector no ha dispuesto de una alimentación literaria equilibrada, cuando este comienza a transitar por la compleja pero apasionante adolescencia, en la que los estudios señalan que los jóvenes se apartan progresivamente de la literatura. En un primer momento (10-14 años) el porcentaje de lectores frecuentes desciende al 70%, y en un segundo (15-18) se reduce por debajo del 50%, con un 38% que no lee nada o casi nada. Se sabe que es una edad llena de incertidumbres e inseguridades, de búsqueda de la identidad, conformación de la personalidad y rebeldía. Pero se olvida que el mayor acto de rebeldía probablemente a esa edad es leer un libro. Algunos jóvenes lo saben mejor que muchos adultos.

En esos últimos años de la adolescencia y comienzos de la juventud, a muchos lectores les ocurre como a la mujer de Montag. Ya no recuerdan su primer encuentro con la literatura. Puede que recuerden algunos títulos que siguen habitando físicamente las estanterías de sus habitaciones si no han sido desechados para dejar lugar a espacios diáfanos de diseño o a pantallas de todo tipo. El mundo imaginado por Bastian en La historia interminable va destruyéndose conforme él va haciéndose mayor y se distancia de la lectura.

Motivos para no leer

Es el momento en el que emerge de nuevo la figura del mediador, de quien va a depender que la literatura caiga en el olvido e incluso se convierta por impuesta en una actividad odiosa; o que se abra como un campo en primavera tras un largo invierno. “A menudo –dice la antropóloga francesa Michèle Petit, autora de Leer el mundo–, nos apropiamos mucho tiempo después de la herencia recibida”. En mi universidad, pude comprobarlo personalmente cuando en una visita al Museo del Prado, una alumna me dijo que sus padres le habían llevado muchas veces allí y la mayoría de ellas se aburría como una ostra, pero ese día se sentía como en casa.

Aun así, la competencia es muy fuerte, porque si cuando era niño el lector se encontraba envuelto en un halo que lo protegía de injerencias no deseadas, el joven lector ya ha sido expuesto varios años como un pececillo entre tiburones que desean devorar su atención –la vía de entrada más rápida hacia su alma– para convertirlo en consumidor constante, sin apenas fuerza de voluntad para regir su propia vida, sin libertad.

A pesar de que la lectura es una actividad solitaria, nunca se está más cerca de los demás que cuando se lee un libro

Mildred, la mujer de Montag, a la pregunta de su marido responde “¿Cuándo nos encontramos para qué?”. El ser humano es un ser creado para el encuentro y este es sinónimo de libertad y creatividad. La experta francesa denuncia que durante muchos años se ha fomentado la lectura buscando la rentabilidad escolar o incluso hablando del placer de leer, “lo que también tiene efectos contraproducentes, porque oír hablar de placer cuando nunca se lo ha sentido puede alejar todavía más de la práctica que se supone que lo prodiga”.

“En la escuela –dice el filósofo y teórico de la literatura TzvetanTodorov– no se aprende de qué hablan las obras, sino de qué hablan los críticos”. Y Petit añade: “Forjar un arte de vivir cotidiano que escape de la obsesión de la evaluación cuantitativa, es forjar una atención. Es llegar a componer y preservar un espacio muy diferente que privilegie el juego, los intercambios poéticos, la curiosidad, el pensamiento, la exploración de sí y de lo que nos rodea. Es mantener viva una parte de libertad, de sueño, de algo inesperado”.

Entre el ocio digital y la lectura

Los nuevos tiempos someten la transmisión cultural y la promoción de la lectura a nuevos retos. En el curso “Jóvenes lectores en la era digital”, impartido por la Sociedad Española de Documentación e Información Científica (SEDIC), se señala que hay un elemento indiscutible en la conformación de los jóvenes de hoy: haber crecido rodeados de soportes tecnológicos y tener un bagaje audiovisual muy superior al de otros tiempos. Están interesados en las nuevas formas de contar historias, eminentemente audiovisuales. Aparte de lectores son artistas de las redes sociales, blogueros, booktubers, bookstagrammers, escritores. Pertenecen a una generación interactiva y multitarea e intentan marcar tendencia entre sus amigos y conocidos.

Según la SEDIC, la situación actual es de inestable equilibro entre los valores del mundo analógico y el digital. Hay una pluralidad de escenarios de lectura entre los que se desenvuelven los adolescentes y jóvenes de hoy, uno tradicional y otro digital de nueva construcción y en proceso de expansión.

La falta de tiempo aducida como razón para no leer –recogida en el informe de los editores– es importante por lo que significa: la lectura compite con numerosas y atractivas opciones. Muchas de estas actividades tienen que ver con la esfera digital, que no deja de ganar adeptos y en la que destaca el aumento del número de jóvenes que utilizan Internet como herramienta para su formación.

Bibliotecas abiertas

Algunos especialistas en promoción de la cultura hablan de hacer autoexamen estableciendo una comparación entre lo que se está haciendo y lo que se debería hacer.

Hablan de dar mayor significado a la lectura frente a la visión pesimista actual, valorar más a los lectores antes que centrarse en los que no leen. De la necesidad de una mayor complementariedad con otros medios y diversidad de fuentes.

Pero los ejemplos que se ofrecen para ilustrar las buenas prácticas son bibliotecas transformadas en espacios en los que se puede realizar cualquier tipo de actividad: desde cocinar hasta coser. Hay otros ejemplos en los que se anima a los jóvenes a hacer vídeos contando historias sobre libros, en ocasiones muy divertidas, pero cuya capacidad de motivar a la lectura podría ponerse en duda. “Las bibliotecas contemporáneas, espacios de conexión, son igualmente apreciadas por las posibilidades de desconexión que pueden ofrecer”, afirma Petit. Desconexión para poder eludir a los ladrones del tiempo y de la atención (móviles, videojuegos, redes sociales…), que recuerdan a aquellos hombres grises de Momo.

Para Petit, las mejores “son todas esas bibliotecas ampliamente abiertas a los lugares que los rodean y donde se suscitan pasajes entre lo oral, lo escrito, el cuerpo y el lenguaje, campos del saber, prácticas culturales”. Pone como ejemplos los kioscos con forma de libros gigantes instalados en Bogotá, donde los niños se acercan, eligen un libro ilustrado, se lo dan al bibliotecario para que se lo lea y luego se lo llevan. En algunas ciudades de México o incluso en España, cuando uno va al mercado, se puede traer bellas historias que ha tomado prestadas del sitio de la biblioteca que se encuentra entre dos puestos de fruta.

Resulta muy difícil por una cuestión antropológica hallar el equilibrio entre la lectura y el ocio digital sometido a estímulos constantes y a la omnipotencia de lo audiovisual. La intención es buena porque se pretende atraer a los jóvenes, pero no es posible porque no son compatibles el silencio necesario para leer con el “ruido” generado por las pantallas, la lentitud y serenidad de la lectura con la inmediatez que exigen aquellas, la concentración necesaria con la dispersión y la multitarea que fomenta la digitalización. Otro análisis merecería la comparación entre la lectura en papel y la lectura en un formato digital preparado para proteger al lector de estímulos no deseados, formato que ha crecido en los últimos años hasta ser elegido por un 29% de los lectores españoles, cifra en la que se ha estabilizado.

“La literatura os alimenta”

Y mientras en España la promoción de la lectura pasa por tratar de conciliar la lectura con la esfera digital, de repente el ministro francés de Finanzas defiende en una conferencia ante una audiencia joven un manifiesto a favor de la lectura frente a la dictadura de las pantallas. “Las pantallas os devoran, la literatura os alimenta”.

No es que Bruno Le Maire haya descubierto América; de hecho, no llama la atención tanto por lo que dice sino por quién lo dice. Si es su homólogo español de Cultura, José Manuel Rodríguez Uribes, que lo dijo en la presentación del informe sobre hábitos de lectura mencionado, por esperado, pasa desapercibido. Pero en Francia lo ha dicho alguien que tiene presente la necesidad de desarrollo, de innovación y de productividad del país; de los dineros, vamos. Luego, si uno investiga su perfil, resulta que además de ministro de Finanzas tiene un grado en literatura francesa, está casado con una pintora y fue spin doctor de Dominique de Villepin en los años en que el entonces primer ministro francés defendía en sus discursos la no participación en la guerra de Irak.

En su intervención, Le Maire también dice a los jóvenes que a pesar de que la lectura es una actividad solitaria, nunca se está más cerca de los demás que cuando se lee un libro. Algunas historias son metáforas de esta afirmación.

En Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez, el protagonista estuvo a la deriva sin comer ni beber diez días y otras tantas noches, y con la sola compañía de las estrellas. “Cuando localicé la Osa Menor no me atreví a mirar hacia otro lado. No sé por qué me sentía menos solo mirando la Osa Menor. (…) Pensaba que a esa hora alguien estaría mirándola en Cartagena, como yo la miraba en el mar, y esa idea hacía que me sintiera menos solo”.

Menos solos y por tanto más abiertos al mundo y a los demás, a pesar de la apariencia física de soledad. La mayoría de los nombres de las constelaciones que pueblan los cielos de noche tienen su origen en la mitología, cientos de historias y relatos sin los cuales “el mundo permanecería allí indiferenciado; no nos sería de gran ayuda para habitar los lugares en los que vivimos y construir nuestra morada interior”, afirma Petit.

La literatura supera las distancias físicas, pero también es una máquina del tiempo. Lo explica con acierto la escritora americana Marilynne Robinson en un capítulo dedicado a la comunidad y a la imaginación que se recoge en su libro Cuando era niña me gustaba leer: “Amo a los escritores de mis mil libros. Me complace imaginar lo pasmado que se quedaría el bueno de Homero, quienquiera que fuese, al ver sus epopeyas en la estantería de un ser tan inimaginable para él como yo, en medio de un continente del que no tenía noticia”.

Entender el mundo

En un artículo titulado “Elogio de la lectura”, el escritor argentino Alberto Manguel recuerda: “No hay mayor ejemplo de generosidad humana que una biblioteca. Leer nos brinda el placer de una memoria común, una memoria que nos dice quiénes somos y con quiénes compartimos este mundo”.

“Si una persona joven me preguntara –decía Todorov– cómo era la vida en una dictadura soviética, le diría que leyera Vida y destino de Vasili Grossman”. También parafraseaba a Stendhal, que afirmaba que solo hay verdad algo detallada sobre el género humano en las novelas.

“Los recuerdos de una lectura forman parte de esta”, dice Petit. Echar la vista atrás y recordar a qué edad leyó uno determinadas lecturas, en qué momento de su vida, en medio de qué vivencias personales más o menos intensas, ayuda al lector a reconocerse en el mundo. A veces quedamos decepcionados cuando leemos un libro de nuestra infancia y tratamos de reproducir las sensaciones que nos produjo su lectura, porque no lo conseguimos. Pesa más el recuerdo incorporado ya a nuestra biografía.

El intelectual griego asentado en Francia Vassilis Alexakis contaba que en el momento en que sus padres y hermanos fallecieron, los personajes de los libros de su infancia se convirtieron en su familia: D’Artagnan, Alicia, don Quijote, Tarzán.

Se supone que los libros a los que la sociedad encumbra hablan mucho de la necesidad que tenemos de evadirnos de la realidad maltrecha. A pesar de ello, entre los libros preferidos por los adultos recogidos en el informe de los editores, además de otras tantas trilogías y series, se cuelan algunos clásicos como el Quijote o El Principito, Cien años de soledad o libros que han sido superventas recientes por razones históricas y socioculturales, como Patria, de Fernando Aramburu.

El Quijote figura entre los libros preferidos, pero no entre los más leídos. El protagonista de Farenheit 451 sabría darle la importancia que tiene al hecho de mantenerlo en la memoria, pues sabe mejor que nadie que más grave es el riesgo de ser olvidado que el de ser quemado.

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