Lupe de la Vallina: “La insatisfacción del artista es necesidad de infinito”

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Lupe de la Vallina (foto: Santi G. Barros)

Fotos: Santi G. Barros

 

Lupe de la Vallina (Madrid, 1983) es fotógrafa, especializada en retrato editorial. Sus trabajos brillan en Jot Down, Telva, Yo Dona o El País Semanal. Intimidad con sabor a trascendencia. Lo sagrado, lo carnal, lo cotidiano. El misterio, lo sensible, la realidad. El alma, el cuerpo, el right now. El templo, la calle y tú.

Su mirada llena de inquietudes hiperactivas honestas la convierten en una de las fotógrafas de referencia de la cultura contemporánea española. Y en una influencer del dardo en la palabra y de la conversación profunda sobre temas medulares en el salseo de las redes sociales. Desde hace muchos años.

Una de las varillas de su abanico de posibilidades ventila todo un océano de reflexión en voz alta. Lupe es uno de los rostros visibles del Observatorio de lo invisible, “una experiencia inmersiva de arte y espiritualidad” que congrega a estudiantes de todas las disciplinas artísticas. Se trata de una iniciativa de la Fundación VIA, un camino hacia el encuentro cultural fundado por un grupo de artistas como Ignacio Yepes, compositor y director de orquesta; el arquitecto Benjamín Cano, la pintora María Tarruella o el escultor Javier Viver. Su patrono de honor es Antonio López.

Entre sus objetivos destacan “la promoción del arte actual”, “la integración y el dialogo artístico multidisciplinar”, y “la renovación y la divulgación del arte sacro como genuina expresión de esa integración en el arte total”. En esos tres disparos, Lupe es una expresión mayúscula.

Estamos en el chinatown madrileño. Barrio de Usera. En Espacio Oculto, pero mirando al más allá con transparencia en el arranque de este otoño occidental. Del metro, el asfalto, la acera, los bazares, el pollo laqueado, el coworking creativo, el grafiti, la ecosostenibilidad minimalista, el café de máquina y el sofá vintage de esta esquina efervescente de Madrid, al puro cielo.

— Percibo un hambre potente de espiritualidad entre los artistas contemporáneos. Podemos ponerle a esa inquietud la banda sonora de Motomami: Rosalía, la familia, la libertad y Dios. De pronto, algunos influencers culturales hablan de la trascendencia con naturalidad.

— La función del arte es poner sobre la mesa las realidades que la sociedad parece haber aparcado. Lo que nos mantiene despiertos por las noches no son las cuestiones geopolíticas o macroeconómicas, que son importantes, sino si somos amados, nuestra capacidad o incapacidad de querer, el terror de que todo termine, la necesidad de que lo bueno dure, y de que el mal no exista, y de atajar antes de que sea tarde esa amenaza de soledad última que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y suficiente vida termina percibiendo y odiando. Estas inquietudes de fondo no abren los telediarios, ni mueven las finanzas mundiales. Sin embargo, el arte tiene la función profética de hacer ver a todo el mundo de qué está hecha la realidad auténticamente.

“El arte tiene la función profética de hacer ver a todo el mundo de qué está hecha la realidad auténticamente”

En el momento en el que la espiritualidad y la trascendencia no forman parte del día a día de nuestra cultura y de nuestras costumbres, como ocurre en España y en otros países secularizados, los artistas repescan ambos temas y nos los ponen delante. Un artista trabaja desde su propia necesidad cuando no sigue una agenda para convertirse en mero instrumento del poder que sea. En su obra honesta, que es la que perdura y la que llega a los demás, convierte en preguntas su búsqueda de respuestas sobre la espiritualidad.

Tengo cuarenta años y he visto ya bastantes ciclos culturales, porque van muy rápido. Cuestiones que eran absolutamente imposibles de proponer hace muy poco, ahora se revisten de dignidad cultural, entre otras cosas, porque muchos de los que hoy hacen arte, cultura o entretenimiento han nacido en una época en la que Dios está al margen de la sociedad, de manera que la religión ya no se ve como algo contra lo que rebelarse, sino como una movida antigua que, de pronto, redescubres. Si no te han bautizado, no has ido a catequesis y nadie te ha explicado nada sobre la experiencia religiosa, no sientes la necesidad de emprender ninguna lucha.

Como es lógico, la religión, la trascendencia y la espiritualidad llenan de interrogantes la inquietud de los artistas que se hacen preguntas. Muchos creadores contemporáneos se plantean qué significan los pasajes de la Biblia o la simbología de la tradición cristiana e intentan encontrar respuestas hondas. Ahí vemos a Rosalía, a Tangana o a Beyoncé, y muchos otros referentes artísticos que utilizan iconografía religiosa con frescura, porque lo ven desde fuera y les fascina. Sucede algo similar a lo que hace años nos pasaba con la iconografía budista. A mí ese acercamiento por curiosidad interior con perfiles estéticos me resulta maravilloso.

— El contexto parece una oportunidad para volver a plantear la belleza de la trascendencia con acierto.

— Si se hace bien, sí. Como católica nivel usuario, entiendo que para que esa divulgación de la belleza de la trascendencia se haga bien, debe surgir de una experiencia propia, y no de un programa o una agenda. El otro día me puse a leer con mi hijo un libro que nos encontramos en una sala de espera. Trataba de una mesa que se movía sola cada vez que un niño era maleducado al comer. Mi hijo cerró el libro, me miró y me dijo: “¡Mamá, esto es una trampa! ¡Aquí lo que quieren es educarnos!”. (Risas). Cualquiera es capaz de distinguir si alguien te transmite la pasión por lo que vive o solo busca que te apuntes a lo suyo.

— Esa sed de espiritualidad coincide con la necesidad de mirarse dentro, de mostrar las heridas, de poner un altavoz a la vulnerabilidad. De decir con el arte: la materia es insuficiente y débil, pero el espíritu tiene un punto de grandeza que aspira con potencia al más allá.

Es posible. Lo que yo veo sobre todo es que Internet ha abierto la puerta a que uno pueda narrarse a sí mismo como desea, y eso es un arma de doble filo. Yo empecé a entender que no era rara gracias al Tumblr de hace diez años, porque me permitía leer en la mente de otras personas y veía que las preguntas que me hacía se las planteaba más gente, y que las aparentes contradicciones que se daban en mi vida, estaban también en las de otras personas. Me acuerdo de que seguía a una chavala mormona que contaba que se había casado joven, que tenía una vocación artística, y yo me sentía su amiga por identificación.

— La fragilidad se ha convertido en un tema de abordaje cultural. Somos débiles y ya no nos escondemos. Su expresión es sinónimo de inteligencia y de empatía. De alguna manera, eso es también Evangelio.

—Completamente. Esa demostración de la fragilidad ha cambiado muchísimo en el ámbito cultural, y estoy muy contenta del viraje. Cuando era joven todavía existía la idea de que el héroe era el malote y el pringado era el empollón. Esa narrativa ha cambiado. Hoy, un héroe que no sea frágil no se lo cree nadie. Las bienaventuranzas son un canto a los perdedores y a la fragilidad.

Lupe de la Vallina (foto: Santi G. Barros)

— Una expresión de ese fondo se observa en cómo la maternidad se está convirtiendo en un tema prevalente, sobre todo entre mujeres que acaban de llegar con fuerza a la cultura, como Ana Iris Simón (Feria) o Alauda Ruiz de Azúa (Cinco lobitos).

— Completamente de acuerdo. Hay temas que antes estaban muy ideologizados y ahora se abordan en un clima de entendimiento más eficaz entre personas de diferentes espectros de pensamiento, como la maternidad, la pertenencia, las raíces, la tradición, para qué vivimos, hasta qué punto el trabajo es el absoluto que nos define como personas, la necesidad de felicidad… Ahora los artistas tratan estas cuestiones con más libertad.

— Destacas que mirarse hacia adentro es tomarse en serio. Paradójicamente, mirarse hasta el fondo nos conduce a la trascendencia.

— El yo es el único problema del hombre. El yo es la autoconsciencia del cosmos, el punto en el que todo lo que existe se mira a sí mismo y eso yo no tengo ninguna necesidad de reducirlo. El problema es no mirar suficientemente el yo. Debemos mirarnos a nosotros mismos hasta el punto en el que descubrimos toda la hondura de nuestra necesidad. Así, con una profunda seriedad, en ese sentido, nos daremos cuenta de que formamos parte de los otros y de que los otros forman parte de nuestras vidas. Cuando uno olvida su yo no es que dé tregua al egocentrismo, sino que evidencia falta de amor propio y déficit de afecto a sí mismo. Eso, después, termina generando constantes compensaciones narcisistas. De la atrofia de no saber quererse justamente nacen personas que tienden a darse una excesiva importancia. No hay ninguna pregunta más importante para cualquier ser humano más allá de ¿y yo quién soy, verdaderamente?

— Paradójicamente, mirarse hasta el fondo nos conduce a la trascendencia.

— Absolutamente. Cuando nos observamos con honestidad y libertad, nos damos cuenta de que: a) Uno no se basta para ser feliz. b) Nadie te basta para ser feliz. c) No hay vida que merezca la pena sin esa felicidad. Esas conclusiones nos invitan a buscar y a darnos cuenta de que, posiblemente, haya una fuente de felicidad más profunda que no estamos valorando adecuadamente.

— ¿Hay alguna relación entre esa búsqueda y la belleza en la expresión artística?

— Sí, porque la belleza nos despierta, nos subyuga, nos invita a cuestionarnos cómo es posible que existan lo bueno y lo verdadero. Para mí, la belleza siempre ha sido la vía teológica privilegiada. De todas formas, en el caso del arte hablaría mejor de experiencia estética que de belleza, porque la fealdad también ha servido muchas veces para abrirnos horizontes. Lo vemos, por ejemplo, con El grito, de Munch, que no es especialmente bonito, pero genera una emoción estética que nos remueve a través de los sentidos. Eso también puede conmover la inquietud por lo absoluto.

— Para muchos, la búsqueda de la belleza es la meta del artista y la sociedad necesita esas luces, pero parece muy difícil emprender ese camino siendo puramente materialistas.

— Yo no creo que la búsqueda de la belleza sea la meta del artista. El objetivo del arte es la transmisión de lo que uno lleva dentro de la manera más honesta y eficaz posible.

— ¿Ves entre tus amigos artistas que hasta lo más inmanentistas, los que hacen gala de su escepticismo o su incredulidad con vehemencia, se mueven por inquietudes trascendentales?

— No tengo muchos amigos artistas que hagan gala de su escepticismo. Tengo amigos artistas que se preguntan por las cosas que nos mantienen a todos despiertos en esta vida, que buscan, y que a veces se encuentran perdidos…

— ¿Hay artistas más empeñados en tener razón que en buscar la verdad?

— No soy capaz de hacer un juicio general sobre ese particular, porque mi visión del conjunto es muy reducida. Mi experiencia entre las personas que conozco es que quienes se empeñan en tener razón antes que en buscar la verdad están fuera del mundo del arte. Por nuestro trabajo, en los ámbitos artísticos y culturales percibo una libertad infinita para hablar, proponer, preguntar, conversar, escuchar, responder o plantearse nuevos enfoques… En el arte debes estar dispuesto a darle la vuelta a todos tus esquemas. He visto más dificultades para admitir una verdad que no entra en sus prejuicios entre otros amigos que trabajan muy lejos de los ámbitos culturales.

“La libertad interior nos ayuda a evitar que nos aferremos a nuestras ideas como si fueran nuestros hijos cuando vemos claramente que estábamos equivocados”

— En la cultura más mediática conviven la sed de verdad y trascendencia, con la necesidad casi física de provocar y ser irreverentes vacilando, por ejemplo, a quienes tienen fe.

— Mi experiencia es que ese afán de irreverencia es bastante marginal. Quizá era más habitual hace unos años. Hoy, desde luego, no es ni una tendencia, ni una corriente. En la creación artística es esencial la libertad interior, y muchas veces percibo que se confunde con una cierta ansiedad por superar barreras sociales que no estamos rompiendo. Cuando hay honestidad, se entiende que las barreras artísticas más potentes son interiores. Sobre el tratamiento que algunos artistas contemporáneos hacen de elementos sagrados a los que rinde culto la Iglesia, por ejemplo, no observo un trato irreverente, sino más bien un aire como de homenaje o de curiosidad, aunque a veces no se entienda qué significa lo sagrado.

— ¿Qué es la libertad interior?

— Poder explorar sin miedo la realidad y nuestro interior. Ahora que vivimos relativamente en paz, lo que nos da más miedo es lo que vemos dentro. Mi experiencia personal es que con Cristo puedes acercarte a todo sin miedo.

— ¿Los prejuicios son miedos?

— Claro. Los prejuicios son miedo a que alguien reviente los pilares de nuestra felicidad. En los prejuicios, más que la búsqueda de la verdad y la objetividad, reinan las cuestiones afectivas o emocionales y el sentimiento de pertenencia a una idea. La libertad interior nos ayuda a evitar que nos aferremos a nuestras ideas como si fueran nuestros hijos cuando vemos claramente que estábamos equivocados.

— Tengo algunos amigos artistas con una inquietud honda por lo trascendente que no encuentran una respuesta en la Iglesia católica.

— No me extraña. La conversión y la vida de fe es el resultado de un encuentro personal entre Cristo y uno mismo. Es el abrazo entre quien va a buscar y la respuesta. Ese encuentro no es el resultado de una tarea ardua de uno solo que se empeña en construir un sentido. ¿Cómo se encuentra uno con Dios? ¿Cómo se sitúa dentro de la Iglesia? Y dentro de la Iglesia, ¿en qué movimiento o en qué realidad? Todas esas cuestiones revelan un misterio muy grande. He visto a personas que se acercan a realidades a las que yo no tocaría ni con un palo y se convierten, y coincido con gente a quien creo que mi experiencia les va a resultar encantadora, y les encanta, pero no les toca el alma. La Iglesia católica, como cualquier realidad personificada por seres humanos, está llena de defectos, pero también aporta respuestas que no se encuentran en otros sitios y, milagrosamente, es lugar de encuentro con la trascendencia desde hace más de dos mil años, y sigue muy viva, porque hay personas que continúan encontrado en ella el sentido más hondo de sus vidas.

Dices que “a la Iglesia, en el mundo cultural, hoy en día, no se la valora en el plano artístico y dentro de la Iglesia no se entiende la libertad interior que es necesaria para el arte”.

— He tenido muchas veces la sensación de vivir en la periferia entre dos mundos a los que amo, pero que no se llevan bien. Al Observatorio de lo Invisible acude mucha gente con la misma experiencia que yo, lo cual es muy reconfortante. Mi impresión es que ambos mundos se desconocen mutuamente y se observan de lejos como una amenaza recíproca. La Iglesia y el mundo artístico tienen tareas y métodos distintos, pero podrían llevarse mucho mejor, porque coinciden en un ámbito de trabajo bastante similar. Veo que esta conexión se acelera últimamente. Cada vez coincido con más personas que manifiestan mi misma inquietud y mi misma necesidad.

— La cultura puede ser un gran puente para el diálogo. ¿Ha perdido la Iglesia contemporánea ese canal de comunicación con personas ajenas al templo y cercanas al deseo de espiritualidad?

— Sí. El objeto impone el método. Si vas a construir un templo, debes contratar a un arquitecto que sepa hacerlo bien, no solo a uno que tenga fe. Si quieres que funcione bien la megafonía para que se escuche con dignidad una homilía, debes contar con los servicios de un técnico especialista, más allá de que tenga o no fe. Si quieres hacer música para ayudar a los fieles a entrar en los actos de culto, no vale con que haya un guitarrista muy entregado. Entiendo que siempre hay que tener en cuenta la disponibilidad y los asuntos de presupuesto, y también soy consciente de que hay labores que tienen que ver con el desempeño eclesiástico para las que se necesita tener fe, como el arte sacro, tanto música como imaginería. El reto, para mí, es combinar eso con la ambición de la suficiente dignidad cultural, precisamente por el objeto que se tiene entre manos. Se ha descuidado la música y la artesanía en los templos, quizá por la popularización que trajo Concilio Vaticano II, que probablemente era necesaria, porque veníamos del gregoriano hard. La belleza de la iconografía cristiana, prevalente en toda la Historia del Arte, ha sido capaz de inspirar cabezas y corazones en todo el mundo. Si se desprecia su poder para empatizar, se está dando la espalda a un canal de comunicación esencial para todos los tiempos. De todas formas, aunque hayamos pasado años muy malos, hay avances. Cada vez veo más personas que entienden esta idea y están haciendo trabajos estupendos para redignificar el arte sacro.

“La Iglesia y el mundo artístico tienen tareas y métodos distintos, pero podrían llevarse mucho mejor, porque coinciden en un ámbito de trabajo bastante similar”

— Un punto evidente de disrupción entre el mundo y la Iglesia tiene que ver con el Cantar de los Cantares: la sabiduría para mirar el cuerpo y el deseo como primera parada hacia lo divino.

— El cuerpo es un punto de disrupción en la conversación entre el mundo, el arte y la Iglesia, porque unos lo han querido devorar y a otros les ha dado miedo. El cuerpo no está para ser devorado, ni para ser temido, sino para amarlo, compartirlo, y para que sea vía de comunicación, de expresión de afecto.

Mi afán por el estudio del Cantar de los Cantares surge de la contradicción que he experimentado entre mi formación catequética –“el cuerpo es algo bueno, querido por Dios”, “el sexo es algo bueno, querido por Dios”– y la actitud que he encontrado en el ámbito católico, donde me ha dado la impresión de captar una especie de terror a cualquier cosa que pudiera ser mínimamente sugerente en ese terreno.

El imaginario que nos llega del cuerpo y del afecto es la pornografía, aunque alguien no haya visto porno en su vida. La representación de la sexualidad en la mayoría de los productos audiovisuales va por el lado de la cosificación más absoluta. Esa universalización es la contraria al concepto del cuerpo como templo. En la Iglesia se han retratado históricamente sin miedos absurdos Magdalenas y vírgenes lactantes, pero se ve que el imperio del moralismo hipócrita de los siglos XVIII y XIX ha hecho mella. Los católicos no siempre hemos tenido este pánico al cuerpo.

— Observar lo invisible, disfrutarlo y compartirlo. A muchos artistas os une esa trilogía. En un universo pragmático, vosotros siempre estáis dando pasos en la otra cara de la luna.

— Sí. Colarme en el mundo artístico/creativo ha sido como tocar casa, porque me parece muchísimo más humano, y porque, en el fondo, al final todo el mundo termina consumiendo o disfrutando el arte y realidades que se parecen al arte. Puedes escuchar a Beethoven o a Bad Bunny, pero ambas músicas forman parte de una experiencia que es una necesidad universal y yo, al menos, no necesito leer el Financial Times para despertarme cada mañana. El trabajo del artista es un privilegio absoluto.

— Dices que los artistas sois profetas. ¿Por qué la sociedad necesita vuestras profecías y hasta qué punto podemos confiar en que son profecías y no obsesiones personales?

— Somos profetas, en su concepción bíblica. No es que adivinemos el futuro, sino que desvelamos el sentido profundo de la realidad. Solo por el método, cualquier artista vislumbra esa vocación, acierte más o menos. Si exploramos las realidades auténticas que nos preocupan y nos mueven sin un fin utilitario, ya estamos ayudando a mirar en esa dirección, aunque la persona que nos siga la mirada saque una conclusión contraria a la que proponemos. Hay muchos artistas que me reconfortan diciendo que la vida no tiene sentido, porque yo sé que tiene sentido, pero me ayuda saber que otros están tan preocupados como yo con ese tema.

Mi experiencia es que la única manera de acercarse a esa realidad es hacerlo de manera obsesiva. Uno debe estar totalmente poseído por una idea que lo ocupa casi todo para abordar un trabajo creativo suficientemente efectivo. Es como el amor. Cuando uno se enamora, está obsesionado. Después, gracias a Dios, ese amor va adoptando otra forma. La creación es un proceso muy cercano al enamoramiento.

— ¿La insatisfacción del artista es tendencia al perfeccionismo o necesidad de infinito?

— Es necesidad de infinito, aunque muchas veces se confunda con el perfeccionismo. Siempre hay un momento en el que nos damos cuenta de que la perfección es imposible.

— ¿Cómo y dónde encuentras tú el infinito?

— ¡Todo el rato! La necesidad es permanente y agotadora. Cada día me levanto y soy consciente de cómo se me va el tiempo de las manos, como quiero estar con mis hijos, pero ya se han ido al cole, y he estado a medias… ¡Es todo el rato! ¿Dónde encuentro el rostro del infinito? Por una parte, en la Iglesia, y ciertos lugares y ciertas personas de la Iglesia. Y por el carisma que comparto, en ciertas amistades e incluso en algunas palabras que alguien dice, que quizá no van expresamente dirigidas a mí, pero me dejan claro que hay una respuesta para mí. Hablo de una experiencia que vivo tres o cuatro veces por semana y por la que estoy muy agradecida. Otra vía importante para encontrarme con el infinito es la estética y la creación. Contemplar la belleza me genera muchísima necesidad, y me agobia, porque me provoca más ansias de respuestas que paz, pero cuando formo parte del proceso creativo, noto el regalo de la conexión auténtica que me llena, aunque esto me pasa menos.

— ¿La creatividad y la paz interior pueden ser pareja de hecho?

— Paz interior, en el sentido de satisfacción, sí. Paz interior en el sentido más oriental de no tener necesidades de búsqueda, no.

— ¿Es esa búsqueda del más allá, hacia lo más hondo y lo más verdadero, lo que permite evolucionar al artista?

— A mí, sí.

Álvaro Sánchez León
@asanleo

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