Riesgo y ventaja de un ADN indígena

publicado
DURACIÓN LECTURA: 8min.

Ser mujer y aborigen supone un mayor riesgo de violencia en Canadá, pero puede ser una baza política en EE.UU.

En el Canadá de Justin Trudeau, tan atento a la igualdad y a los derechos de las minorías, una mujer aborigen debería sentirse segura. Desgraciadamente no es así. Al contrario, corre un riesgo mucho mayor de sufrir violencia y de ser discriminada. En un país que exhibe su apertura a la inmigración y el rechazo del racismo, la mujer indígena está lejos de sentirse aceptada.

Las estadísticas indican una incidencia desproporcionada de la violencia contra las mujeres indígenas. En diez provincias canadienses, tienen un riesgo tres veces mayor que las demás mujeres de ser víctimas de un crimen violento. En al menos tres provincias donde las mujeres amerindias constituyen el 6% de la población, el 60% de las mujeres desaparecidas son de estas etnias. La tasa nacional de homicidios de mujeres aborígenes es siete veces superior a la de las no indígenas.

En EE.UU. pertenecer a una minoría antes discriminada da acceso al hoy privilegiado estatus de víctima

La situación ha despertado la alarma de organismos de la ONU, y el relator especial sobre los derechos de los pueblos indígenas pidió, tras una visita de inspección, una acción urgente para afrontar la crisis.

Tampoco puede decirse que el gobierno canadiense se haya desinteresado del tema. Pero hasta ahora su acción no ha sido eficaz. La integración de estas poblaciones aborígenes en la vida nacional siempre ha sido un problema. Desde los intentos de asimilación forzosa del pasado hasta el respeto al desarrollo de su vida autónoma en reservas, nada ha dado buen resultado. Siguen teniendo mayores índices de pobreza, menor esperanza de vida, niveles de educación más bajos, alcoholismo… En las cárceles hay una presencia desproporcionada de aborígenes, y es más frecuente que estas familias pierdan la custodia de sus hijos. La falta de perspectivas lleva a situaciones de desesperanza, especialmente entre los jóvenes. Y esto ha provocado un aumento del índice de suicidios.

Agresores y víctimas

Ante la situación de las mujeres aborígenes, la primera reacción es pensar que se trata de una minoría marginada, víctima de la población blanca, y que la violencia que sufren es consecuencia del racismo y de la indiferencia de la sociedad. Pero el asunto es más complejo, porque los autores de la violencia contra estas mujeres son sobre todo… hombres indígenas. Según datos del Ministerio para Asuntos Indígenas, en 2015 el 70% de las mujeres víctimas de homicidios fueron matadas por hombres aborígenes.

Otro reciente estudio, que analiza los datos de unos 800 casos de violencia contra mujeres indígenas de 1980 a 2013, confirma que una mayoría de los agresores eran indígenas. Según estos investigadores, también ocurre que las penas por matar a una mujer indígena suelen ser inferiores a las del homicidio de una mujer blanca.

Pero si dos de cada tres agresores son indígenas, ¿la causa del desprecio por la vida de las mujeres hay que buscarla en el racismo o en las raíces de su propia cultura? ¿No habría que cambiar esa cultura que, conforme a los cánones de lo políticamente correcto, se considera un signo de identidad? Aparece aquí el dilema que se presenta también en otros pueblos indígenas: cómo cambiar la situación subordinada y dependiente de la mujer, cuando esto forma parte históricamente de su cultura.

¿Herencia del colonialismo?

Hay quien afirma que todo el problema ha sido y es el colonialismo blanco. Lillian Dyck, la primera senadora canadiense de familia aborigen, asegura que “antes de la colonización las mujeres [aborígenes] no eran vistas como ahora, sino que eran respetadas”. El respeto se habría perdido por el cambio de cultura que impuso la colonización. Pero, antes de idealizar el pasado, habría que estudiar cuántas “senadoras” había entre los líderes de las comunidades indígenas de la época y cuánto se escuchaban las voces femeninas. No deja de ser curioso que mientras en el Canadá moderno las leyes y la cultura hayan ido reconociendo la igualdad y el respeto hacia la mujer, entre los pueblos indígenas la evolución haya sido la contraria.

Lillian Dyck es la promotora de una ley (Bill S-215) que propone que, en casos de crímenes violentos, los tribunales pongan penas más graves si la víctima es una mujer indígena, por su mayor vulnerabilidad. Algunos senadores apoyan la ley, aun reconociendo que no va a solucionar todos los problemas de estas mujeres. “Es una oportunidad para que examinemos y cuestionemos las creencias de jueces, abogados, policías y funcionarios judiciales, y de invitarles a que vean a las mujeres indígenas bajo una nueva perspectiva”, asegura la diputada Georgina Jolibois. Pero habría que preguntarse también si los hombres indígenas van a ver a sus mujeres bajo otra perspectiva.

Si dos de cada tres agresores son indígenas, ¿la causa del desprecio por la vida de las mujeres hay que buscarla en el racismo o en las raíces de su propia cultura?

Otros políticos piensan que la ley propuesta infringe la Constitución, que garantiza a todos los canadienses la misma protección bajo la ley, sin discriminación. Afirman que se crearía así una especial clase de víctimas, las mujeres indígenas.

También hay quien comparte la preocupación de Dyck por eliminar la violencia contra las mujeres aborígenes, pero entiende que hay que poner el acento en la prevención, no en el aumento de penas. Si el 66% de los agresores son indígenas, como la propia Dick reconoce, nada cambiará por el hecho de encarcelarles más tiempo en un sistema penitenciario donde los indígenas están ya sobrerrepresentados. Apoyo a las familias, tratamiento de adicciones y formación profesional serían medidas preventivas más eficaces que el agravamiento de las penas.

Otros advierten que el aumento de penas contradice la política que se ha seguido hasta ahora de que los tribunales tengan en cuenta el trauma que el racismo pasado puede haber infligido a los delincuentes aborígenes. El Código Penal actual insta a los jueces a que consideren “todas las sanciones posibles, no solo la prisión… con particular atención a las circunstancias de los delincuentes aborígenes”.

La propuesta de ley sigue su trámite parlamentario, pero arrastra la paradoja de que para proteger más a las mujeres aborígenes habría que castigar más a sus agresores, en su mayor parte también indígenas.

La senadora con ADN indígena

Pero no hay que dar por supuesto que la calificación de mujer aborigen sea hoy siempre un obstáculo. Al otro lado de la frontera, en EE.UU., pertenecer a una minoría antes discriminada supone ahora al menos un plus, da acceso al hoy privilegiado estatus de víctima que otorga facilidades para acceder a determinados puestos –por vía de la acción afirmativa– o incluso para avanzar en la carrera política.

Quizá por eso ha despertado tanta polémica en estos días el caso de la senadora Elizabeth Warren, que durante décadas ha presumido de su sangre india, aunque su apariencia física la relaciona más con una wasp que con una cheroqui. Nacida en una familia modesta de Oklahoma, destacó como estudiante, tuvo una esforzada trayectoria profesional, llegó a ser profesora en la Facultad de Derecho en Harvard en 1992 y es senadora demócrata de Massachusetts desde 2013. Convertida en una acerada crítica de Trump, ahora acaba de anunciar su candidatura para la carrera presidencial de 2020, para defender los derechos de los pobres frente a la política del republicano a favor de los ricos.

En un momento en que cualquier político puede ser descalificado por una foto de una broma de estudiante (como le acaba de ocurrir al gobernador de Virginia por haberse pintado la cara de negro en una fiesta de sus tiempos de la Universidad), no es extraño que a la senadora le hayan empezado a buscar las vueltas. Así que le han reprochado que haya adoptado un disfraz de aborigen americana que no le corresponde.

Warren se sometió a un análisis de ADN que indicó que tuvo un ancestro nativo americano probablemente entre seis y diez generaciones atrás. Pero ese 1,5% de ADN indígena es más o menos la media de los americanos europeos. Warren dijo que afirmaba sus orígenes indígenas porque así se lo habían contado sus padres, y que nunca había intentado hacer valer oficialmente esta condición. Pero la pasada semana el Washington Post descubrió su ficha en el Colegio de Abogados de Texas, donde a la pregunta por la raza había respondido “American Indian”.

Trump, que más de una vez ha calificado a Elizabeth Warren de “Pocahontas”, no ha perdido la ocasión para preguntar en un tuit: “¿Se postulará como nuestra primera candidata presidencial nativa americana, o ha decidido que después de 32 años esta carta ya no es una buena jugada?”.

Los indios cheroqui tampoco han dicho “te creo, hermana”. En boca del secretario de Estado de la Nación Cheroqui, Chuck Hoskin, han advertido que “una prueba de ADN es inútil para determinar la ciudadanía tribal”, y que la senadora Warren “perjudica los intereses indígenas con sus repetidos reclamos de herencia tribal”.

Al final, la senadora ha pedido disculpas y ha decidido olvidarse de su supuesta sangre india. Quizá le venía bien presentarse como miembro de una minoría que aún lucha por sus derechos, aunque su misma trayectoria profesional es más elocuente que su ADN. Pero el hecho de que durante tanto tiempo haya exhibido su sangre india es todo un síntoma de la política identitaria que hoy se lleva.

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.