«Sin generosidad, uno se condena a una soledad terrible»

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Entrevista con Walter Salles, director de «Estación Central de Brasil»
Tras su triunfo arrollador en la Berlinale, Walter Salles ha sido uno de los invitados de lujo del 46 Festival de Donostia/San Sebastián, celebrado a finales del pasado mes de septiembre. Allí pudimos hablar con este todavía joven director que, con Estación Central de Brasil, ha logrado hacerse un hueco entre los cineastas actuales más interesantes.

— Su película ha tenido una magnífica acogida en Europa. ¿Obtuvo también este éxito en Brasil?

— Sí, especialmente entre los universitarios. Cuando se estrenó en Brasil, una decena de universidades me pidieron que hablara sobre ella en seminarios de varias horas. Pienso que el diálogo que propone la película ha encontrado su público en todo el mundo porque trata de algo que trasciende un solo fin, una sola película.

— A pesar de su escasa experiencia, ha logrado una película muy madura. ¿Cuál es el secreto?

— Todo el equipo estaba visceralmente unido en torno a un proyecto común. Era un equipo muy joven, pero tenía algo mucho más importante que la experiencia: tenía verdadera pasión por el cine. Esta es una de las cosas buenas de una cinematografía, como la brasileña, que está recomenzando de cero: que tienes que encontrar nuevas formas de expresión. Hay mucho trabajo detrás de la película. Durante dos meses ensayamos para delimitar el perfil de cada personaje, para encontrar el preciso tono de interpretación, sin cerrar la posibilidad de improvisar.

— ¿Hay mucha improvisación en la película?

— Sí, hay bastante improvisación, que no sería posible sin ese exhaustivo ensayo previo. Cuando preparas todo muy bien, tienes la posibilidad de juzgar y aprovechar esos pequeños milagros que ocurren cuando por fin pones la cámara en posición. Por ejemplo, en las escenas en que Dora monta su puesto de escribiente, muchas personas que estaban allí se ofrecieron a dictarle sus cartas. Querían ser oídas y expresar sentimientos muy íntimos. Por supuesto, incorporamos gran parte de este material real a la película, que al final ha sido el resultado de una exhaustiva preparación y de una aceptación del choque con lo real, que modifica profundamente su textura.

— ¿Son comunes en Brasil esos escribientes?

— Sí, claro. Desgraciadamente, en mi país hay un serio problema de analfabetismo. De todos modos, ese personaje aparece en otras películas; por ejemplo, en Caos, de los hermanos Taviani, o en Qiu Ju, de Zhang Yimou. El analfabetismo es un problema en muchos países… También aparece un personaje similar en The Pillow Book, de Peter Greenaway; pero, en esta película, la escritora es omnipresente y está determinada por el realizador. Por el contrario, yo he tenido la posibilidad de integrar de una manera orgánica lo que estaba escrito en el guión con lo que me ha aportado lo real.

— ¿También es común que esos escribientes de cartas engañen a sus clientes?

— Eso no lo sé. Ese matiz de fraude es más bien una peculiaridad del personaje de Dora. Mi idea era que ella representara esa cierta cultura de la indiferencia, del individualismo, del cinismo, característica de los años 70 y 80 en Brasil… y en todo el mundo neoliberal.

— Pero la acción transcurre en la época actual…

— Sí, claro. Dora representa un orden que, para mí, es necesario cambiar. El niño representa la posibilidad del cambio. Cuando muere su madre, Josué recusa su destino de niño de la calle y reescribe su propia historia a través de la búsqueda de su padre. Al hacer ese movimiento hacia su padre, el niño se rebautiza y se encuentra con una segunda oportunidad. Así, la película evoluciona de un país de la indiferencia y de la impunidad hasta un país de la solidaridad, del descubrimiento del afecto, del encuentro con los demás.

— Usted muestra la familia y la religión como núcleos de solidaridad, decisivos en ese cambio del que habla. Quizá sea un problema generacional, pero ese tratamiento es muy distinto al del cine social de hace años. Y todavía cuesta encontrarlo…

— Pienso que la posición del cineasta ha de ser como la del documentalista, que debe tener un gran respeto hacia lo que ve. Yo no soy muy religioso -soy ateo y todo eso…-, pero durante un año hice pesquisas en la región central de Brasil, y allí comencé a percibir una relación muy directa entre religiosidad y necesidad. En la medida en que los poderes terrestres no te ofrecen educación suficiente, seguridad social, servicios de salud básicos…, los hombres sienten la necesidad de pedir a otra instancia superior, que pasa a ser de orden religioso. Esto no explica todo el espectro de la relación de la gente con la religión, pero esclarece una buena parte. Cuando vi el respeto hacia la religión que tenía esa gente de la calle, resolví incluirlo en la narrativa de la película. Al fin y al cabo, esa gente era el objeto de la película. Mi posición fue la de respetar el respeto que ellos tenían; no intentar hacer un juicio dogmático sobre esa realidad, sino mirarla con cierta inocencia y dejar que el espectador juzgara por sí mismo.

— ¿Ha mantenido ese enfoque con la familia?

— Por supuesto. Yo procedo de una clase totalmente privilegiada de Río de Janeiro. Cuando procedes de una clase social acomodada tienes dos posibilidades: o no mirar a nadie o participar en una posible transformación de la realidad. En mi caso, aunque sea mínimamente, a través de mis películas. Respecto al tema familiar, tengo la impresión de que las familias en estado de disgregación se han convertido en un cliché cinematográfico. Hasta el punto de que mostrar ahora una familia normal, unida, es casi una novedad. Me pareció mucho más interesante resolver la cuestión de la identidad del niño con un encuentro familiar normal, pero que resultara explosivo. Además, así tenía la posibilidad de tratar a fondo la cuestión del afecto familiar y de la solidaridad.

En la reunión final, Dora comete por primera vez el pecadillo de la generosidad, que es para ella transformador y libertario, porque le permite mirar la vida de otra forma. Sin generosidad, uno se condena a una soledad terrible, que es lo que se muestra al inicio de la película. Uno puede tener mucho dinero, pero, si no tiene en cuenta a los demás, debe pagar el alto precio del abandono y de la muerte del deseo. Al principio, Dora no tiene deseo de nada, ni siquiera sexual; y a medida que descubre el mundo, va ampliando el horizontes de sus objetivos, lo que se remarca visualmente con una mayor profundidad de foco y con un cambio en el color; el monocromatismo inicial va cambiando, hasta que invade la película una paleta de azules, verdes y rojos, mucho más vivos.

Jerónimo José Martín

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