El aburrimiento, ese gran olvidado

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El aburrimiento, ese gran olvidado
El aburrimiento, ese gran olvidado

Todos sabemos lo que es el aburrimiento. O, mejor dicho, aunque no sepamos definirlo, todos lo hemos sentido en algún momento. Seguramente, en más de uno. Y, aun así, es un estado humano bastante incomprendido. Unos lo asumen como imprescindible para el genio creativo, otros lo consideran un mal que afecta exclusivamente a las élites adineradas. Pocos lo han abordado en su totalidad, con sus matices y afecciones particulares. Hasta ahora.

“Todo el aburrimiento es doloroso”, escribe Josefa Ros Velasco, investigadora Postdoctoral en el Departamento de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, en el ensayo divulgativo La enfermedad del aburrimiento (Alianza). Una afirmación que choca de frente con la moda actual. Y es que aburrirse goza en los últimos tiempos de un prestigio inusual. Envuelto en un leve aroma de genialidad, decir que estamos aburridos parece el paso previo, incluso un requisito indispensable, para alumbrar una obra maestra.

Ros Velasco comenta a Aceprensa que esta “romantización” del aburrimiento ya se vio en el Renacimiento y está viviendo en los últimos años un nuevo resurgir. Tal y como nos aclara, no es un mal moderno, como algunos creen, sino una experiencia que nuestros ancestros ya padecían. Y este es solo uno de los múltiples mitos. “Otros mitos son que nos hace entrar en estados de reflexión profundos. Que es un mal de gentes pudientes. Que intensifica nuestros sentidos. Que nos ayuda a centrar la atención, cuando en realidad la actividad del cerebro decae”, explica. Entonces, ¿qué es el aburrimiento? ¿Es tan bueno como dicen? ¿Es tan malo como comentan?

Ni tan bueno ni tan malo

“El aburrimiento es un estado de malestar, de disgusto, de displacer, que sufrimos las personas cuando tenemos que estar sin hacer nada por obligación –cuando nos gustaría estar haciendo algo– y también, cuando tenemos que hacer cosas por obligación, que no son de nuestro agrado y que no hemos elegido voluntariamente”, comenta la autora.  Según nos explica, existen cuatro tipos de aburrimiento: esperar en la cola del supermercado o rellenar tablas Excel de forma rutinaria (situacional); el que se experimenta en la cárcel (situacional cronificado); un profundo hastío personal, que no tiene que ver con el entorno (crónico); el aburrimiento profundo, que puede ser experimentado de forma colectiva, como el cansancio frente a un sistema político (profundo).

El aburrimiento en sí no es casi nunca una enfermedad, sino una señal de descontento y desacuerdo frente a la realidad que estamos viviendo “y que constituye la verdadera enfermedad de la que hay que huir para poner fin al dolor”. A ese dolor del alma, que normalmente tiene un carácter reactivo. “El aburrimiento es malo porque duele, pero bueno porque conviene. Es un dolor conveniente”. Nos hace tomar conciencia de nuestra situación y nos empuja a la acción para cambiar lo que nos desagrada. Por eso es tan contradictorio el querer padecer el aburrimiento. Si no es reactivo, es patológico, disfuncional. Sin embargo, esta falta de reacción se promueve en algunos casos. Por ejemplo, en los niños.

“Todo el aburrimiento es doloroso, digan lo que digan los que presumen de disfrutar de momentos de aburrimiento” (Josefa Ros Velasco)

Deja que el niño se aburra

En una columna de opinión publicada en el New York Times, Let Children Get Bored Again, su autora hacía un alegato a favor del aburrimiento de los más pequeños de la casa. “Es especialmente importante que los niños se aburran, y se les permita permanecer aburridos, cuando son pequeños”. ¿Por qué? “Porque el aburrimiento es útil. Es bueno para ti”. Sin embargo, Ros Velasco discrepa de esta creencia común. El aburrimiento no es algo que debe ser buscado con la falsa expectativa de que acabará convirtiéndonos –o al niño– en una persona más creativa. “Todo el aburrimiento es doloroso, digan lo que digan los que presumen de disfrutar de momentos de aburrimiento, porque lo confunden con estar sin hacer nada por elección propia”, escribe en el ensayo. Es una sensación “que provoca estrés, ansiedad, incluso pensamientos nauseabundos”. ¿Y quién quiere que su hijo pase por una situación así?

“Se ha puesto de moda pensar que cuando el niño se queja de aburrimiento, si le dejo en su cuarto muerto de asco, le va a hacer más creativo, o ser más inteligente, ser un genio. Pero eso no pasa. Nadie se ha convertido en un genio por el aburrimiento”, nos comenta. Lo que el niño necesita en estas situaciones por parte del adulto no es que le entretenga, ni que le dé algo “fácil”, como el móvil, sino que le ayude a descubrir nuevas formas y opciones de llenar su tiempo y que le resulten gratificantes. “Porque soy un niño y no las conozco y no las puedo explorar. Ábreme ese mundo de posibilidades. Guíame”. Nos explica que “no debemos condenarles a esa tortura, sino abrirles el abanico a las nuevas posibilidades”.

El mito de la creatividad

“Admito que hay algo de creativo en el hecho de que el aburrimiento nos haga reaccionar, pero decir que el aburrimiento, por norma general, nos convierte en seres más creativos, no digamos ya más inteligentes, o que esa creatividad soliviantada por el aburrimiento se materialice normalmente en algo positivo, es demasiado decir”, escribe Ros Velasco. La veneración actual del aburrimiento puede darse, posiblemente, para aliviar nuestra conciencia. “En una sociedad en la que sentimos constantemente la necesidad de colmar el tiempo de contenido, la del scroll infinito, es difícil resistirse a la tentación de tomar la oportunidad que estos eslóganes nos brindan, de legitimarnos, a aburrirnos de vez en cuando, sin tener que reprocharnos a nosotros mismos el estar desperdiciando el regalo tan valioso que es nuestro tiempo de vida —aunque sea a costa de alimentar el autoengaño de que aburrirse es bueno porque nos hace ser más creativos e inteligentes—”, prosigue.

Sin embargo, esta romantización del aburrimiento puede llevar también a no tomarse en serio la experiencia del aburrimiento y sus dañinas consecuencias cuando no se le pone coto. Este es, por ejemplo, el caso de las personas mayores en residencias.

Pregúntale si quiere pintar

Según algunos estudios, aburrirse de forma prolongada puede afectar negativamente a la esperanza de vida. Y, aun así, muchas personas mayores alojadas en residencias para la tercera edad padecen este mal. Parece inevitable, pero no lo es. Su aburrimiento es situacional cronificado: personas que son incapaces de salir del aburrimiento, no porque tengan una patología –su aburrimiento procede de una situación, saben cuál es y saben cómo huir de ella–, sino porque el contexto que causa ese aburriendo es tan constrictivo y limitante, que no les permite cambiar su realidad. Las personas mayores son un colectivo vulnerable y dependiente, que está en una circunstancia en la que se aburre reiteradamente, pero que no puede cambiar porque, por ejemplo, tienen movilidad reducida o son dependientes.

Dependen de su entorno para cambiar sus circunstancias, pero hay dos problemas. Por una parte, “si los que les cuidan no se toman en serio el aburrimiento, porque no lo consideran un problema en sí mismo que pueda ir aparejado con otros problemas mayores (depresión, estrés, ideación de suicidio e incluso suicidio), no le van a prestar atención”, afirma Ros Velasco. “Hasta ahora, los responsables de las instituciones se tranquilizaban pensando que el cuerpo estaba bien cuidado, que la seguridad estaba garantizada”. Pero el aburrimiento puede traducirse en una serie de patologías, que merman la salud física y mental.

Aburrimiento no es necesariamente contrario a diversión. Es contrario a significado

Luego, quienes tienen que facilitar ese camino, desde la ideación de qué hacer hasta su materialización –aunque se lo toman en serio– no cuentan con los recursos para facilitar esta transición. En la mayoría de las residencias se ha apostado por la seguridad y el cuidado del tiempo, además de por minimizar costes, lo que se traduce en una gran rutinización y estandarización. Y ello elimina la experimentación y la espontaneidad, dos ejes fundamentales que posibilitan evitar el aburrimiento. “Aburrimiento no es necesariamente contrario a diversión. Es contrario a significado”.

Cuando en el día a día uno transita en procesos estandarizados en los que nadie pregunta si son de nuestro interés, si nos satisfacen, si nos gustan, se van perdiendo las ganas de vivir. “La solución está en preguntarles a ellos. Tienen actividades programadas desde que se despiertan hasta que se acuestan, pero ahí está el problema. En tu día a día no tienes actividades programadas, tienes que dejar espacio para la espontaneidad, para que pasen cosas que tú no esperabas, pero además no sirve que las actividades estén programadas de antemano si no te gusta esa actividad. Si no son significativas para ti”. Es decir, por qué vas a tener que pintar a los 80, cuando no te gustó ni a los 20 ni a los 50.

Según Ros Velasco, ahora está de moda la atención centrada en la persona (ACP), “centrada en lo que yo creo que te conviene a ti como residente que vive en una institución. Pero debería ser una atención dirigida por la persona (ADP): no soy yo la que debe decidir, sino tú el que debe elegir qué quieres hacer y yo desde la directiva debo facilitar que esos deseos se pongan en práctica”. Como apunta en su ensayo, “de alguna forma maravillosa, el aburrimiento patológico de ellos nos hace reaccionar a otros que deseamos ayudarles”.

En La enfermedad del aburrimiento, su autora introduce una nueva concepción: que todo tipo de aburrimiento es funcional. Incluso el que a primera vista no lo es porque se da en situaciones de cronicidad. “A la larga, cualquier tipo de aburrimiento va a causar una reacción. Siempre. Y eso es bueno”.

Ante el aburrimiento solo podemos responder “entrenando la curiosidad y adoptando una actitud realista y tolerante frente a su papel en nuestras vidas”. Es decir, no temer al aburrimiento, estar dispuestos a dejarle espacio, pero también no engañarnos con sus supuestas virtudes. “No lo veneremos; no tratemos de eliminarlo a toda costa. Dejémoslo ser, cuando tenga que ser, en el grado en que tenga que ser”.

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