¿Siente dolor una langosta cuando es arrojada a una olla de agua hirviendo, ante la indiferencia de los comensales que charlan sobre temas baladíes? ¿Se justifica que un perro sea sacrificado si se teme que su dueña lo ha contagiado de una enfermedad terrible y convertido en un peligroso vector? ¿Tienen “personalidad” los chimpancés? Al fin y al cabo, bien mirados, esos simpáticos simios parecen tan “humanos”…
Todas estas preguntas son de acuciante actualidad, dado que el trato que se dispensa a los animales ha pasado de ser tema doméstico a asunto parlamentario. En España lo fue en diciembre pasado, cuando salió adelante en el Congreso una propuesta legislativa para dejar de considerar a los animales como “cosas” y declararlos “seres vivos dotados de sensibilidad”, cuyo bienestar también importe en casos como, por ejemplo, los divorcios. El razonamiento es que así como una pareja que se separa puede acordar un reparto del tiempo que pasa cada excónyuge con sus hijos, también debe poder hacerlo respecto a las mascotas. Estas, además, dejan de ser “bienes embargables”, al modo en que sí lo son un butacón o una vivienda.La legislación española no es pionera.
Obrar con la necesaria delicadeza hacia los animales es más efectivo que especular sobre sus “derechos”
En Europa hay, desde principios de la pasada década, normas que abogan por tener en mayor consideración a la fauna. En Alemania, por ejemplo, la mayoría del Bundestag aprobó en 2002 una cláusula constitucional –la 20 a)– que obliga al Estado a proteger la vida humana “y a los animales”. Austria, Francia y Portugal también se han apuntado a reconocer que los animales no son cosas y que precisan un tratamiento más apropiado.
Una legislación “insuficiente”
¿Ha dado España un buen paso? Sí, pero no tan largo, según opinan algunos simpatizantes de la causa. “Lo que se reconoce es que los animales son seres dotados de sensibilidad, pero ello no modifica en nada la legislación [actual] ni aplica realmente el cambio que se dice que iba a reconocer”, dice a Aceprensa Laura Duarte, portavoz del Partido Animalista contra el Maltrato Animal (PACMA).
“El animal tiene, en sentido amplio, ‘derecho’ a un buen trato, pero no porque él tenga un valor absoluto, sino porque yo lo elevo a la relación con un absoluto”
“Si dejásemos de considerar a los animales como cosas –añade–, automáticamente su venta debería estar prohibida, pero esto no va a cambiar: se sigue comerciando con ellos, se siguen comprando y vendiendo para encerrarlos en zoológicos o circos. En el momento en que los convertimos en un bien intercambiable, no estamos reconociendo que hayan dejado de ser cosas. Es positivo que se pretenda reconocer esto, porque implica que [los políticos] son conscientes de una sensibilidad social que reclama un mejor trato a los animales, pero en la práctica ello no se traduce en ninguna mejora”.
Cabe apuntar aquí que, para esta fuerza política, lo ideal sería que a los animales se les reconocieran derechos, algo que pudiera ayudar a poner fin a las situaciones de maltrato y hacinamiento, o a los experimentos científicos con ellos. Si los seres humanos los tienen, ¿por qué no esa inmensa masa de seres vivos que, carentes de racionalidad, comparten con ellos el mismo planeta?
Motivo de excesos
“Seis millones de judíos fueron aniquilados en los campos de concentración, pero 6.000 millones de gallinas morirán este año en los mataderos”. La frase, icónica, fue expresada por la activista Ingrid Newkirk, presidenta de la organización Personas por un Trato Ético a los Animales (PETA, por sus siglas en inglés), aunque ella dice no recordar exactamente cuándo. La afirmación bastó para hacer saltar de sus asientos a los judíos que la escucharon en su momento, pero a quienes no se apellidan Levy o Cohen también puede producirles espasmos. ¿Es equiparable el sufrimiento de un animal al de una persona? ¿Una granja avícola es similar a un campo de exterminio?
En Suiza, la ley obliga a electrocutar a los crustáceos antes de cocinarlos, para evitarles “dolor”
Para algunos, sí. Solo que la concepción de que la vida de un animal es similar en valor a la de un ser humano puede dar pie a algunos excesos, como las protestas organizadas en 2014 ante la casa de una enfermera contagiada de ébola, cuyo perro, Excalibur, fue sacrificado por las autoridades sanitarias madrileñas como medida preventiva. En la manifestación se escucharon gritos de “asesinos”, “gentuza”, “sinvergüenzas” y otros calificativos, similares a los que se han dedicado a los amantes de la tradición del “Toro de la Vega”, en Tordesillas, una celebración secular en la que el animal acababa alanceado por la muchedumbre, algo que ciertamente podía herir sensibilidades.
Que se corearan entre la multid lemas del tipo “Toro, hermano, estamos de tu lado”, refleja cómo ha ido calando la convicción de que no hay una escala diferencial: animales y personas somos “hermanos”. Una vez aceptado ese grado de parentesco, nada impide que haya un trasvase de los derechos de una especie a las otras, por no decir que, más que transferencia, para algunos se trata del reconocerles a estas derechos “propios” e “inalienables”.
Atontar al crustáceo
Llegada la hora de repartir –o reconocer– supuestos derechos, surge otra interrogante: ¿A qué tipo de criaturas, o a partir de qué orden evolutivo concederlos? ¿De los peces para arriba, por ejemplo? Puede ser, pero no todos los animalistas coinciden en la respuesta. El filósofo francés Frédéric Lenoir, en su Carta abierta a los animales (y a los que no se creen superiores a ellos), confiesa haberse negado de pequeño a disparar a unos faisanes, pero “curiosamente nunca he tenido ningún reparo en pescar peces”. “No dudo tampoco –agrega– en aplastar a un mosquito que me impide dormir, o en erradicar las polillas que agujerean mis jerséis… ¡de lana de oveja!”.
En PETA tienen claro que no hace falta dar lana o tener plumas para merecer consideración. En su respuesta a si está mal tomar miel, la organización explica que muchos apicultores toman decisiones “inhumanas” para incrementar la producción, como trasladar de una colmena a otra a una abeja reina, y cortarle las alas para que no abandone la colonia.
“Si dejásemos de considerar a los animales como cosas, automáticamente su venta debería estar prohibida, pero esto no va a cambiar en nada: se sigue comerciando con ellos” (Laura Duarte, del PACMA)
¿Siente dolor el insecto ante este procedimiento? PETA asegura que ello es cruel, pero el sistema nervioso de este tipo de animales no tiene exactamente la complejidad que el de los grandes mamíferos, con lo cual, más que una aseveración irrebatible sobre el dolor de la abeja, estaríamos ante una suerte de sinestesia, una figuración de lo que podríamos sentir como humanos si nos cortaran los brazos o, si las tuviéramos, las alas. El caso de la langosta en agua caliente parece generar reacciones similares, por lo cual, en Suiza se obliga a “atontar” al animal… electrocutándolo antes de echarlo al caldero.
En este aspecto del sentir, el PACMA está más en sintonía con PETA que con Lenoir. Según Duarte, podríamos estar hablando de derechos ya ante “cualquier animal con capacidad de sufrir, hasta donde haya sido científicamente posible determinarla. Hay animales invertebrados de los que efectivamente se reconoce su sufrimiento, y por tanto entendemos que deben ser protegidos. No todo el mundo cree que merezca el mismo respeto un insecto que un elefante, pero nosotros entendemos que no debemos perjudicarle”.
Obviando el muy humano y contradictorio hecho de que, a fin de cuentas, seamos nosotros –respetuosos vegetarianos o consagrados carnívoros– quienes decidamos qué criaturas entran en el arca de los derechos y cuáles no, conviene averiguar de qué prerrogativas serían beneficiarias: “Básicamente –nos dice Duarte– reivindicamos para los animales los derechos a la vida, a la libertad y a no sufrir. No pretendemos, obviamente, reclamar para ellos los mismos derechos que reclamamos para el resto de los ciudadanos” (sic).
Nuestro deber, no su “derecho”
Entre el “resto de los ciudadanos” –a saber, todos los seres que pueden leer esto, opinar a favor o en contra, pensar en abstracto, etc.– hay voces discrepantes. Algunas añaden prerrogativas a las arriba expuestas o las explicitan más.
La Declaración Universal de los Derechos del Animal, de 1977, es taxativa en su idea de que “todos los animales nacen iguales ante la vida y tienen los mismos derechos a la existencia”, por lo que el hombre, “en tanto que especie animal”, no puede arrogarse la potestad de exterminar o explotar a los que de esta manera serían considerados sus iguales. Nada de emplearlos en espectáculos como el circo, ni de provocarles estrés a aquellos destinados al consumo humano, ni de experimentos científicos que les ocasionen dolor…
Lo interesante es que se podrían suscribir algunas de estas líneas de actuación sin por ello asentir a un pretendido reconocimiento de “derechos animales”. No pocos estudiosos entienden que reconocer derechos a quien no puede cumplir deberes es pretender demasiado. Solo la dignidad humana, “el reconocimiento de estar siendo tratado atendiendo a la norma de la especie”, es fuente de derechos, explica Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, en Las fronteras de la persona.
¿Siente dolor una langosta cuando es arrojada a una olla de agua hirviendo, ante la indiferencia de los comensales que charlan sobre temas baladíes? ¿Se justifica que un perro sea sacrificado si se teme que su dueña lo ha contagiado de una enfermedad terrible y convertido en un peligroso vector? ¿Tienen “personalidad” los chimpancés? Al fin y al cabo, bien mirados, esos simpáticos simios parecen tan “humanos”…
Para la experta, es básico notar que los derechos solo pueden brotar en el seno de la comunidad moral, a saber, entre individuos capaces de reconocerse mutuamente su dignidad, de negociar y establecer normas de interés común y de obligarse mutuamente a cumplirlas, así como de concederse derechos. Es únicamente el ser humano quien posee estas capacidades; es a él a quien se le puede pedir cuentas de sus acciones, mientras que, si obramos con racionalidad, solo podemos encogernos de hombros si nuestro gato se zampa al canario en un descuido, y no llevarlo a la comisaría.
Así, más que por derechos –que un animal no reclama para sí, ni sabría respetar en otros–, Cortina parece decantarse más bien por deberes indirectos del hombre hacia las criaturas no racionales: habría que tratarlas con compasión porque ello ejercita en el cumplimiento de los deberes hacia las personas. Un perro, por ejemplo, no puede saber si un hombre ha incumplido el deber de tratarlo bien, pero este, al maltratarlo, incumpliría el deber de cultivar la afabilidad, que otras personas sí merecen en razón de su dignidad.
¿Igual que los discapacitados y los niños?
Ahora bien, si solo los seres capaces de cumplir deberes pueden gozar de derechos, ¿qué pasa con los niños pequeños, o con los discapacitados intelectuales? Porque también gozan de las prerrogativas del resto de la comunidad humana…
Tales casos sirven a los animalistas como argumento. “De la misma manera que las personas con una limitación física o intelectual pueden no estar obligadas a cumplir con una serie de obligaciones, pero tienen todos sus derechos reconocidos, pensamos que debe suceder respecto a los animales”, afirma Laura Duarte.
El profesor y filósofo Rafael Alvira, sin embargo, sí que advierte la diferencia: “Ningún animal, ni pequeño ni grande, ni joven ni viejo, trasciende la temporalidad y la relatividad. No es lo mismo ser individuo que ser absoluto. Cada tigre es individual, pero no es absoluto, porque es temporal, y en el tiempo todo es relación. El ser humano es el único que puede tratar como absoluto a un niño, a un anciano, a un enfermo, aunque no puedan ejercer su libertad, porque tienen la potencia de hacerlo, algo que no tendrá nunca un animal. Un tigre nunca podrá ser libre”.
En esa sintonía se mueve el inglés Roger Scruton en Animal Rights and Wrongs. Para el filósofo, que una persona no esté mentalmente capacitada no suprime en absoluto su pertenencia a la comunidad moral, que reconoce derechos y exige deberes. Ello “únicamente nos obliga a modular nuestra respuesta. Los niños y los discapacitados mentales pertenecen al mismo tipo que usted y yo: aquel cuyas instancias normales son las de ser seres morales. Es esto lo que causa que extendamos a ellos la protección que conscientemente nos damos entre nosotros y que se construye colectivamente a través de nuestro diálogo moral”. Perros y osos, en cambio, no solo no pertenecen a esta comunidad moral que hace las veces de escudo, sino que “no tienen potencial para ser miembros”.
Por eso tampoco Scruton se aventura a atribuirles derechos, pero delinea lo que define como “obligaciones” morales para con ellos, en dependencia de su grado de cercanía afectiva al hombre. Así, para los que viven en entornos salvajes pide proteger sus hábitats; para con los que dependen directamente del ser humano (las mascotas), señala el deber de proveerles una vida a plenitud y de entrenarlos para que se desenvuelvan en el ámbito humano. A los que se crían en granjas, apunta, hay que alimentarlos, no restringirles la libertad innecesariamente y, llegado el momento, darles muerte por métodos no crueles, mientras que en el caso de los que se utilizan en experimentos, hay que cerciorarse de que tales procedimientos redunden efectivamente en el bienestar de otras criaturas.
Ejercitarse en obrar con esta delicadeza parece, en todo caso, más efectivo y atinado que insistir en nuestra falsa “fraternidad” con los toros, los perros o las langostas.
Para saber másPiedad con los hombres y con las bestias El Proyecto Gran Simio, tomado en serio Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos |