Animales de compañía: graciosos, adorables…, pero animales

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Que un hijo nos ladre o maúlle para intentar comunicarse puede indicarnos que algo no va bien, salvo que el “hijo” sea… un perro. Para algunos es posible, tal como como se entiende en un cartel de la Dirección General de Derechos de los Animales del gobierno de España con motivo del Día de la Madre: “Madre e hijo o hija no son siempre de la misma especie. Si has adoptado, protegido, rescatado, cuidado y amado a algún animal, feliz día, mamá”.

Si fuéramos a validar este punto de vista estrictamente por las estadísticas, casi que se podría dar por cierto: a día de hoy, hay más “padres” y “madres” de mascotas que de niños en varios países desarrollados. En España, por ejemplo, la Asociación de Fabricantes de Alimentos para Animales de Compañía (ANFAAC) registraba en 2019 unos 28 millones de mascotas en los hogares. En contraste, el INE aporta una cifra muy por debajo de la anterior para las personas menores de 15 años: a 1 de julio de 2020, eran poco más de 7,3 millones.

Si se mira fuera, se constata la tendencia. En los países de la UE, el entusiasmo por tener en casa un gato, un perro, un conejo, una serpiente, etc., se traduce en casi 213 millones de mascotas. Ya respecto a tener hijos  la alegría es más modesta: a 1 de enero de 2020, en el territorio comunitario vivían poco más de 67 millones de niños de cero a 14 años. Y si cruzamos el Atlántico, idéntico panorama: en EE.UU. hay 219 millones de mascotas (entre perros, gatos, peces, mamíferos pequeños y reptiles), frente a 50,6 millones de menores de 14 años.

Por grupos de edad, ¿quiénes son mayoría entre quienes tienen mascotas? ¿Acaso los jubilados, los que pasan de 65, ansiosos por atajar el síndrome del “nido vacío”? No: son los millennials, los nacidos entre 1981 y 1996. Un sondeo reciente en EE.UU. halló que estos constituyen el 31% de quienes tienen un animal de compañía. Les siguen los babyboomers (1946-1964), con el 29%, y la generación X (1965-1980), con un 26%.

Pero la cuestión no se reduce a simplemente tener en casa a alguien más peludo o escamoso que el dueño. Va también de esmerarse en los cuidados. Los millennials no escatiman en gastos: según un estudio de Rachel Marsh, de la Western Washington University, un 76% de estos jóvenes se dicen más dispuestos a derrochar en lujos para sus animales que para sí mismos, sea una golosina cara o una cama personalizada –entre los boomers, esa fracción cae al 50%–. Además, compran dos veces más ropa para mascotas que los sexagenarios, así como cochecitos y arneses.

Es, para usar otro anglicismo de moda, lo trendy, de donde se comprende que, mientras las tiendas de productos para bebés Babies R Us han ido en picado, a la cadena PetSmart, que comercializa comida para mascotas y accesorios diversos, y que además ofrece servicios veterinarios y entrenamiento para perros, las cosas le vayan notablemente mejor.

Tema de costo, de tiempo, de responsabilidad 

Lo de preferir acurrucar a un perro o un gato y no a un bebé tiene sus explicaciones. Unos refieren que los vaivenes económicos, para una generación que ya ha vivido dos crisis económicas mundiales y que sabe que lo movedizo del terreno no permite plantearse una seguridad perdurable, son todo un disuasorio.

También, por otra parte –aunque muy relacionado con esto–, está la propia diferencia en el cuidado: a un perro o un gato se les puede dejar en casa con un cuenco de pienso y otro de agua, y salir a trabajar o a divertirse. Con un bebé o un niño no. Hay que asegurarle un cuidado constante, que en ausencia de los padres debe correr a cargo de un tercero al que con frecuencia hay que pagarle, y no suele ser barato. En EE.UU., Forbes fija el costo de esa atención remunerada entre los 720 y los 2.230 dólares al mes.

Ciertamente cuidar a un bebé es, hasta ahora –habría que subrayar “hasta ahora”–, más caro que cuidar de un animal, pero no parece ser en sí tanto como a veces indican ciertas estadísticas. En The Federalist, el escritor James Breakwell se tomaba con humor en 2015 las cifras dadas por el Departamento de Agricultura de EE.UU., que hablaban de un gasto familiar de un cuarto de millón de dólares por niño hasta los 18 años. Esos números, en su opinión, pasan por alto muchas ventajas, modos de ahorro y descuentos a los que puede acceder una familia norteamericana (y de otras sociedades desarrolladas, se podría añadir) con uno o varios hijos. “Mis padres no gastaron ni de lejos eso en mí y en mis seis hermanos, y todos salimos adelante”, apuntaba.

“La gente que trata a las mascotas como hijos subrogados espera que todo el mundo haga lo mismo”

Por citar un último factor –que no agota la lista– está cierto pesimismo ambiental. Los millennials parecen ser, según una investigación del Pew de mayo pasado,  el grupo etario más concienciado sobre la urgencia de reducir los efectos del cambio climático (son el 71% en esa generación), para lo cual entienden que habría que cambiar estilos de vida (56%, el mayor índice).

“Ninguno de mis hijos adultos tiene hijos”, cuenta Jeff Kunerth, profesor de Comunicación en la University of Central Florida. Su razonamiento es el mismo de muchos de su generación: el gasto, la responsabilidad, la catástrofe del cambio climático”. Con estos desangelantes argumentos, uno de sus muchachos, dueño de Margo, una perra terrier, le pregunta: “¿Quién querría traer un niño a este mundo?”.

Claro que, que no haya niños, no implica que no haya familia. Kunerth, por ejemplo, es “abuelo”. Así lo ha decidido el dueño de Margo, para quien el animal es su “hija”.

“La gente que trata a las mascotas como hijos subrogados espera que todo el mundo haga lo mismo –señala–. Exigen, y lo obtienen, que haya restaurantes y negocios pet-friendly, guarderías de perros, moteles que los acepten. Algunos se enfadan con aquellos sitios que admiten niños, pero no perros”.

Una relación asimétrica

En un estudio publicado en 2018 (Parenting interespecies: Cómo los dueños de mascotas construyen su rol), N. Owens y L. Grauerholz recogieron el parecer de 39 personas con un promedio de edad de 36 años, para quienes sus animales de compañía entraban en la categoría de familia. De ellos –de los dueños–, 21 no tenían hijos, y de estos, 16 se consideraban “padres” de sus mascotas.

Las investigadoras apuntan que los dueños que consideran “familia” a sus perros y gatos, y que no tienen hijos, siguen con ellos el modelo de enseñanza, formación y disciplina que es propio de la educación de los niños. Así, los hacen socializarse con otros animales, los llevan a “escuelas” (en el caso de los perros), y asumen modos de decir –papá, mamá, bebé, hijo– y proyectarse, propios de las personas con hijos. “Sí, definitivamente soy su padre –les asegura Antón, dueño de un gato–. Cuido de él, le doy lo que necesita; lo llevo al médico, lo alimento, lo saco a pasear. Si hubiera una escuela de gatos, lo llevaría”.

A la luz de lo anterior, se colige que el parenting de mascotas funciona en ocasiones como vía de salida a la natural inclinación a tributar cuidados: ya que no cuido a un hijo real, cuido a una mascota. Pero algunos lo ven no desde una perspectiva excluyente –o hijos o animales–, sino como una etapa de formación en el camino hacia la parentalidad real. “Quiero tener hijos –dice otro entrevistado–, pero los quiero más adelante (…). Aún no tengo responsabilidades en la vida. Quería un perro para ir entrenándome. Alguien lo dijo: ‘Antes de tener un hijo, ten un perro’. Y es un buen primer paso. Desde el momento inicial supe que era un compromiso”.

Esta dimensión utilitarista a la vez que afectiva es vista como algo positivo por varios estudiosos. La psiquiatra Lucía Gallego, del Hospital Clínico San Carlos, de Madrid, señala que el cuidado de una mascota, si bien entraña una responsabilidad menor que el de un hijo, puede ayudar a la persona a prepararse para la paternidad real, “a conocerse mejor, a manejar las emociones, a empatizar”.

Coincide en esto B. Levinson, quien anota un estudio que tener en casa un animal de compañía contribuye a aliviar la soledad de los mayores, y puede ayudar a los niños a desarrollar las capacidades de empatía y autocontrol, y la autoestima. “Los animales de compañía pueden tener un papel más importante que el que tenían cuando la familia extensa ofrecía más acompañamiento y experiencias de aprendizaje, y cuando la vida, particularmente en las áreas rurales, daba más ocasión para estar en contacto diario con animales que eran cruciales para la economía de la familia”.

¿Ayuda, compañía, afecto…? Sí. Pero ir más allá implica el riesgo de desvirtuar una relación naturalmente asimétrica que no tiene potencial alguno de establecerse en igualdad. En un artículo muy replicado en la web –Pets Are Not Children, So Stop Calling Them That (Las mascotas no son hijos; deja de llamarlas así)–, M.A. Wallace recuerda, a quienes se dicen “padres” de sus animales de compañía, una de las grandes diferencias entre persona y mascota: la libertad. No es posible llamarse ‘padre’ de un animal porque, a diferencia de lo que se hace con un hijo, a este no se le enseña a vivir en libertad. “Incluso Snoopy, que vive libre y a su aire, jamás abandona a Charlie Brown. Él sabe quién tiene su plato de comida”.

Por ello, sugiere a quien tiene una mascota que le dé todos los mimos y atenciones imaginables. “Pero recuerda: nada de esto hará de ti un padre. Para llamarte así, necesitas tener hijos”.

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