Para ascender socialmente en China, conexiones y un buen “hukou”

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Trabajadoras chinas de una fábrica de ropa en la provincia oriental de Anhui (foto: Frame China / Shutterstock)

La movilidad social se ha estancado en China. Poco más de una década atrás, todavía tenía predicamento la idea de que, con estudio y mucho esfuerzo, cualquier joven podía asegurarse un buen puesto en la empresa privada o en la administración y alcanzar así un nivel de vida muy superior al de sus padres. La realidad actual es, sin embargo, bastante más áspera, y el presidente chino Xi Jinping la resumió hace un par de años con una poética metáfora de ecos confucianos: “Los jóvenes tienen que comer amargura”.

A juzgar por los datos, muchos se estarán dando un festín de la sustancia: según la Oficina Nacional de Estadísticas, la tasa de paro de los chinos de 16 a 24 años era de 16,5% en marzo pasado. Alta, sí, aunque por debajo del 21,3% que llegó a registrarse en 2023 y que motivó que no se volvieran a publicar los números sino hasta muy recientemente. Entre los de 25 a 29 años, entretanto, el índice de paro estaba en 7,1%, pero la foto puede estar retocada: Reuters señala que las cifras oficiales no se ciñen a la situación real, toda vez que no incluyen a los desempleados de las zonas rurales, ni a aquellos que, en las ciudades, decepcionados de tanto entregar currículums sin resultado favorable, han dejado de buscar un trabajo acorde con la especialidad en la que se formaron.

Porque no lo encontrarán. Muchas plazas tienen “dueño” desde que quedan disponibles, gracias a que se mueven en circuitos cerrados en los que lo importante son las conexiones familiares, el origen socioeconómico y hasta el sitio de nacimiento (preferiblemente urbano). De modo que la preparación y la formación pesan mucho menos, y así lo experimentan muchos jóvenes.

Como Boris Gao, hijo de un taxista y de un ama de casa –ambos trabajaban en una fábrica, pero quedaron en el paro–. Gao cuenta al New York Times que, a base de sacrificios económicos, se graduó de la universidad en 2016 y se fue a Hong Kong a cursar un posgrado. Le ha servido de poco: una empresa lo contrató, pero a prueba y sin cobrar, por lo que debió renunciar dos meses después. En otra le dijeron que su posgrado hongkonés lo hacía “políticamente poco fiable”, y en otra más, tras la entrevista, descartaron emplearlo porque “su familia tiene un estatus social bajo”.

“Para ellos –concluye el joven–, la perseverancia es un defecto. Si tienes que esforzarte, significa que no eres lo suficientemente bueno”.

Con más historias así, el concepto que tiene un occidental promedio sobre el mérito del que gozan en la cultura china la perseverancia y la laboriosidad se agrieta sin remedio.

Menos movilidad tras la industrialización

Durante décadas, lo de llegar a vivir “mejor que nuestros padres” fue, para muchos en el gigante asiático, una meta alcanzable… hasta que dejó de serlo.

Los animaba la prédica de la revolución comunista de 1949, que puso enseguida el foco en la movilidad. Para lograrla, el régimen dio impulso a la educación masiva, si bien hizo gala de una rigidez que ha sido marca de la casa durante todas estas décadas: según explican los profesores Yu Xie y Chunni Zhang en un artículo sobre los impactos a largo plazo de la estratificación social en China (Yu et al., 2019), el Gobierno dividió prontamente a los ciudadanos en clases según su origen socioeconómico y su lealtad al proceso: “clase buena” (cuadros revolucionarios, soldados, trabajadores, campesinos pobres), “clase media” (campesinos medios, funcionarios urbanos, intelectuales y profesionales) y “clase mala” (terratenientes, campesinos ricos, disidentes políticos, etc).

Las reformas económicas iniciadas bajo el gobierno de Deng Xiaoping en 1978 sacaron de la pobreza extrema a casi 800 millones de personas

Con ese esquema, Pekín diseñó políticas sociales preferenciales basadas en el grupo de pertenencia. Una de ellas, la distribución de los recursos educativos a favor de los niños y jóvenes de “clase buena” a expensas de los de “clase mala”, amplió considerablemente el acceso a la educación y, con ella, la posibilidad de montarse en el ascensor social.

Otro equipo de investigadores, también dirigido por Yu Xie, publicó más adelante un informe sobre las tendencias de la movilidad social (Yu et al., 2022). Establecieron cuatro cohortes poblacionales nacidas en el período 1946-1985, y observaron que, a partir de las profundas reformas económicas iniciadas bajo el gobierno de Deng Xiaoping en 1978 –que en cuatro décadas sacaron de la pobreza extrema a casi 800 millones de personas, según el Banco Mundial–, se había incrementado decididamente la movilidad ocupacional intergeneracional, a saber, que los hijos aumentaban sus niveles de educación y pasaban a obtener empleos de mayor calidad y mejor remunerados que los de sus padres.

Los expertos constataron, sin embargo, que, una vez industrializado el país, tanto el ascenso en el estatus profesional como la movilidad educativa fueron desacelerándose paulatinamente. Al comparar cómo cambiaba el estatus de los hijos con respecto al de los padres, anotaron unos índices de movilidad más bajos en la cohorte nacida entre 1946 y 1955, que fueron subiendo con el tiempo, pero que han vuelto a caer.

“La movilidad ocupacional intergeneracional ha ido disminuyendo en las cohortes recientes. Y si utilizamos la medida basada en la educación, observamos un decrecimiento similar”, refieren los investigadores.

La “letra escarlata” del origen rural

La explicación del retroceso tiene mucho que ver, por una parte, con el modo voluntarista e intrusivo con que el Partido Comunista Chino (PCC) ha gestionado los movimientos poblacionales, interferido en los procesos de asentamiento en las grandes ciudades y estabulado a los ciudadanos en una suerte de castas, definidas fundamentalmente por el rígido sistema de empadronamiento conocido como hukou.

Este ha conspirado contra la movilidad social de la población rural, al colocarla en desventaja respecto a la urbana, que ha gozado tradicionalmente de derechos como el suministro estable de alimentos, la vivienda pública, la atención médica integral, una mejor escolarización, las asignaciones laborales y la pensión de vejez.

¿Ha habido algún modo de borrarse de la piel la “letra escarlata” del hukou rural? Básicamente, que al individuo le toque en suerte ser asignado a una zona urbana para el cumplimiento de tareas militares, o que acceda a la universidad y, una vez graduado, califique para un buen empleo en la ciudad.

“Los hijos de migrantes rurales tienen un acceso limitado a la educación en las zonas urbanas, y sufren lo que podría describirse como una forma de segregación educativa”

Pero la marca lastra desde el principio. Como explican los autores del estudio “Social inequality in a ‘hyper-mobile’ society” (“Desigualdad social en una sociedad hipermóvil”, 2022), no solamente existe una enorme brecha entre los recursos educativos que las autoridades distribuyen a la ciudad y al campo (y aun entre los que se entregan en las propias zonas urbanas), sino que incluso quienes logran establecerse en la ciudad siguen sin poder darles a sus hijos una educación equiparable a la que reciben los nacidos allí.

“Estas familias –dice la investigación– tienen un registro de hogar rural mientras residen en una zona urbana, lo que significa que tienen que pagar tasas adicionales para la educación pública en un área urbana o asistir a una escuela privada específicamente dirigida a niños migrantes rurales-urbanos durante sus nueve años de educación obligatoria. Debido a la falta de financiación y a la mala calidad de la enseñanza, se cree ampliamente que las escuelas privadas para los hijos de migrantes rurales-urbanos ofrecen una educación de menor calidad en comparación con las escuelas públicas”.

“Los hijos de migrantes rurales tienen un acceso limitado a la educación en las zonas urbanas –añaden los expertos–, y sufren lo que podría describirse como una forma de segregación educativa, como resultado del sistema de registro de hogares de China”.

Una segregación, cabría añadir, que de seguro desperdicia muchísimo talento. Según explica a The Economist Liu Baozhong, de la Academia China de Ciencias Sociales, casi el 40% de los estudiantes universitarios son hijos de ejecutivos empresariales, mientras que apenas el 10% lo son de padres agricultores, pese a que el el 35% de la población vive en el campo. Con lo cual, puede aventurarse que muchos potenciales ingenieros, profesores o doctores “mueren” tempranamente asfixiados por su hukou rural.

¿Alguien dijo “revolución?

Otro factor que conspira contra la movilidad es el peso de la ya mencionada red de conexiones entre la “gente bien”, que veda el paso a los que no son del mismo círculo.

“Los hijos de familias privilegiadas heredan no solo riqueza, sino también empleos prestigiosos y conexiones poderosas –escribe Li Yuan en el Times–. Los hijos de trabajadores y agricultores, por muy motivados o bien educados que sean, a menudo tienen dificultades para ascender.

Es una dinámica que resultaría familiar para muchos en EE.UU. y otros países desarrollados. Pero en China, hay más en juego. El nivel de vida promedio es más bajo y la red de seguridad social es mucho más frágil”.

Por eso, y quizás porque la “fuerza dirigente” del país es un partido cuya ideología promulga una equidad que no hacen valer sus jerarcas, a muchos los desanima que la competencia no sea a base de esfuerzo, sino que se compita “a través del padre”, con ventajas de salida que incluyen, además de una buena agenda de contactos, la posibilidad de que las familias adineradas les paguen a sus vástagos una buena formación extraescolar.

El Gobierno ha tratado de ponerle coto a esta práctica, pero a la vieja usanza: ha prohibido las tutorías extraescolares a estudiantes de bachillerato para que no lleguen “dopados” al examen de acceso a la universidad (el exigente gaokao). Ha sido inútil: lo único que ha logrado es que esas tutorías en negro aumenten de precio, un precio que todavía puede pagar el hijo del potentado, pero que ahora está más lejos del bolsillo del hijo del campesino.

Con todos estos elementos, cunde el malestar entre los no privilegiados. El antes citado artículo de The Economist recoge expresiones de desencanto formuladas en redes sociales por jóvenes chinos: “¡El resultado de este sistema hereditario es un círculo cerrado de poder que elimina por completo las oportunidades de ascenso para quienes están en la base!”, escribió un bloguero, mientras que otro llamó la atención sobre cómo “la clase dominante se está consolidando” y otro más ilustró el estancamiento: “Los hijos de la élite progresan, y los hijos de los pobres siguen siendo pobres”. Algunos otros hablan palabras mayores: “Sin otra revolución, es imposible resolver estas extrañas injusticias”.

El último intento de una fue en la Plaza de Tiananmén, en 1989, y no terminó bien. Pero entonces el ascensor social funcionaba, y muchos de aquellos jóvenes, con la vista puesta en carreras y vidas profesionales prometedoras, “olvidaron” el incidente. Hoy el equipo está averiado, y los cables muestran el óxido de la indiferencia de la élite dirigente. Y hay resentimiento.

Cuando este pueda más que el miedo, Tiananmén seguirá ahí.

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