Tom Ripley es un falsificador de poca monta que recibe un sorprendente encargo: viajar a Italia y traer de vuelta a casa a Dickie, el hijo de Herbert Greenleaf, un gran magnate neoyorquino. Cuando Ripley conoce a Dickie y a su novia, que viven lujosamente en un pueblecito costero, cambia de planes y no dejará que nada se interponga en su deseo de ser como ellos.
La historia de este inquietante criminal creado por Patricia Highsmith ha sido llevada al cine en muchas ocasiones. Matt Damon hizo de él un psicópata bastante encantador en El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999), John Malkovich versionó una etapa adulta del mismo personaje en El juego de Ripley (L. Cavani, 2002), Alain Delon protagonizó su versión francesa en A pleno sol (R. Clément, 1960), y también es suya la historia que inspira la aclamada película de Wim Wenders (El amigo americano, 1977).
En esta ocasión es Steven Zaillian, director de En busca de Bobby Fisher (1993) y más conocido por sus trabajos de guion en La lista de Schindler (1993), Gangs de Nueva York (2002) o El Irlandés (2019), quien se pone al frente de una nueva adaptación, esta vez en formato serie. La división en capítulos le permite explorar la historia a un ritmo lento y contemplativo, deteniéndose en los detalles y en los procedimientos con un estilo muy preciosista. Razón principal por la que la serie no ha sido bien recibida en la plataforma Netflix.
El producto, en efecto, es quizás demasiado sofisticado para un público no cinéfilo o poco dado a la contemplación. Pero lo que Zaillian hace es una obra de arte. La fotografía en blanco y negro con la que retrata, de manera bellísima, los pueblos italianos y las ciudades de Roma y Venecia, te deja sin aliento en cada toma. Crea auténticos cuadros y juegos de luces, muy expresionistas y barrocos, con los que resalta el carácter ambiguo del protagonista, remarcado por la presencia de Andrew Scott (Desconocidos, Sherlock), quien quizás es el Ripley más siniestro, con permiso de John Malkovich, pero también el más vulnerable. Hay una constante presencia de testigos mudos, que junto con el espectador son los únicos que conocen el engaño en torno a los Greenleaf, y que fascinan e inquietan por igual.
Arte, belleza y exuberancia se ponen al servicio de una historia oscura, que se va cociendo lentamente pero sin perder ritmo, con algún episodio de violencia, pero que en general discurre con mucha elegancia, fascinando y repugnando por igual. Quizás algunas analogías artísticas puedan parecer algo forzadas, pero hay que reconocer que el símil de luces, entre el cine y la pintura, es una aportación muy acertada de Zaillian a la historia.