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Que los ojos se hundan en la oscuridad y desaparezcan para siempre la sonrisa de un ser querido, los árboles, el mar…, califica como una auténtica pesadilla en la mente del común de los mortales, pero no para la estadounidense Jewell Shuping. Para ella era un sueño, y lo está viviendo desde que, con 21 años, a petición suya, su psicóloga le derramó en ambos ojos unas cuantas gotas del ácido que se emplea para desatascar tuberías.
Hoy tiene 38 años y un diagnóstico: trastorno de identidad de la integridad corporal (BIID). Según el Dr. Michael B. First, uno de los principales investigadores del tema, se trata de una afección psiquiátrica “caracterizada por un deseo persistente de adquirir una discapacidad física (por ejemplo, una amputación, una paraplejia) desde la infancia”. La mayoría de quienes la sufren, dice, experimentan “una sensación crónica y disfórica de inadecuación con respecto a su capacidad física”, por lo que algunos optan por pedir cirugías “correctivas” o por causarse ellos mismos –y a la tremenda– la deseada discapacidad. Es, en fin, una extrañeza del individuo respecto a rasgos corporales propios, a semejanza de lo que ocurre con la dismorfia corporal, la anorexia o la denominada “disforia de género”.
La “ayuda” de algunos profesionales a pacientes con BIID para que se mutilen, sobrepasa los límites racionales del “respeto a la identidad” percibida por aquellos
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Es el caso de Shuping, que desde muy joven, suspirando por una ceguera que no padecía, trataba al menos de “meterse en el papel”, por lo que usaba gafas oscuras y bastón, hasta que decidió que era hora de dejar de representar el personaje y de vivirlo realmente. Y la misteriosa psicóloga, cuyo nombre aún no ha salido a la luz, le dio el empujoncillo final a la felicidad –a “su” idea de la felicidad–, quizás convencida de que nadie mejor que el paciente, en el ejercicio de su autonomía, sabe lo que él mismo necesita.
También Shuping está convencida, eso sí, que su inclinación a hacerse daño no era normal: “No estoy loca; solo tengo un trastorno”, ha reconocido en algún momento. La interrogante es si, visto su caso y algunos otros, el “respeto a la identidad” percibida por el paciente-cliente no está sobrepasando los límites racionales. Porque todos podemos hacer fuerza por lo que deseamos, pero el deber del médico es no proceder afirmativamente ante el parecer o el sentir de un paciente lego. O ante sus caprichos.
¿Un brazo sí, un ojo no?
Por norma se presupone que la máxima primum, non nocere (“lo primero, no hacer daño”) está grabada a fuego en la conciencia del médico, aunque no siempre sirve para hacer que este reaccione y se abstenga de hacer del paciente un nuevo Blas de Lezo en versión voluntaria.
A finales de los años 90, en Escocia, el cirujano Robert Smith amputó una pierna a un inglés y otra a un alemán. Ambos habían recorrido varios hospitales europeos en busca de que alguien los librara de esa “extraña”, “ajena” extremidad, y de todos los habían despedido amablemente. Hasta que dieron con Smith, que aceptó operarlos y que, de resultas, se ganó la prohibición de volver a ejercer en centros de salud públicos en el Reino Unido.
Parece lógica la inhabilitación, pero, explorado ya el camino de la amputación “a la carta”, y visto cómo se han ideado, aprobado legislativamente y aplicado otros protocolos de actuación médica para modificar la apariencia externa del paciente en función de lo que dicte su subjetividad, no es raro que también aquí se haga valer el criterio de la autonomía.
Curiosa y paradójicamente, a raíz de conocerse el caso Shuping, el Dr. First afirmó a Bioethics Today que la consideración de si se puede proceder a una amputación ante la insistencia de un paciente con BIID cae en el campo de la cirugía, no en el de la psiquiatría. En tal sentido, opina que habrían de cumplirse varios requisitos antes de echar mano del bisturí (o de la segueta); por ejemplo, el médico debe reconocer que con su acción no estará incapacitando a la persona, sino “tratando” la enfermedad que la angustia (el BIID), y el paciente debe estar realmente “desesperado” por la presencia del órgano en cuestión. Además, el facultativo debe cerciorarse de que el solicitante tiene la autonomía suficiente para decidir en conciencia la amputación.
Por otra parte, el experto entiende que habría que respetar cierta gradación a la hora de afirmar en su deseo al paciente con BIID: no sería lo mismo acceder a amputar un dedo, un brazo o media oreja, que un ojo. Que se le ampute a alguien un órgano, señala, “es algo malo, pero no tanto como ser parapléjico o ciego”.
Según explicaba al citado medio, provocar discapacidades como las anteriores sí sería “éticamente cuestionable”, pues no se contaba con un historial de casos que, con un seguimiento a largo plazo, permitieran descartar arrepentimientos por estas lesiones irreversibles.
Bisturí contra trastorno (sin garantías de éxito)
La Dra. Fátima Ruiz Fuster, Psicóloga General Sanitaria y colaboradora del Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia, nos comenta que casos como el de Shuping son raros: pocos pacientes con BIID quieren provocarse una sordera o una ceguera, pero no la amputación de otros miembros. Según lo que ha investigado, “lo más habitual es que deseen perder una pierna o un brazo”, afirma.
Según explica, se desconoce la prevalencia del trastorno, que está relacionado con anomalías en la estructura cerebral y que, además, resulta difícil de diagnosticar –no se ha categorizado en los manuales DSM-V y el CIE-10–. Suele confundírsele con la ya mencionada dismorfia corporal.
¿No sería válida una gradación como la que algunos estarían dispuestos a aceptar, en dependencia del nivel de discapacidad causado, o de que realmente contribuya a aliviar la angustia experimentada respecto a una extremidad u otro órgano? Para la Dra. Ruiz, en ninguna manera: “No parece haber ningún criterio que justifique la diferencia entre unos y otros, siempre que estén sanos y sean funcionales”.
Si, no obstante, el interesado termina pasando por el quirófano o propinándose en casa un golpe verdaderamente invalidante, tampoco hay garantías de que experimente una real atenuación de los síntomas. De hecho, hay casos en los que, amputado un miembro, no desaparece la incomodidad psicológica, y la persona pide que se le quite otro más. según la experta, algunas investigaciones muestran el caso de pacientes que lograron la amputación quirúrgica que tanto anhelaban, y su angustia desapareció. “Algunos autores consideran que esto podría deberse también a que, como los pacientes llevaban toda la vida deseando someterse a una amputación, difícilmente iban a admitir que la intervención quirúrgica había sido un error. También señalan que se han propuesto tratamientos quirúrgicos para problemas psiquiátricos, y posteriormente se ha descubierto que era un error. J. Johnston y C. Elliot (2002) consideran, por tanto, que se debería desalentar este tipo de intervención como solución a un trastorno psiquiátrico”.
Como en la reasignación de sexo
Cuando se habla de la pertinencia o no de retirar órganos sanos para “aliviar” un trastorno o una asfixiante condición corporal “¡que no me deja vivir!”, merodea la conversación un convidado de piedra: la reasignación de sexo; el proceso por el cual una persona, diagnosticada con disforia de género (DG) –que la lleva a no reconocer como propios sus caracteres sexuales primarios– pide una “corrección” hormonal y quirúrgica que le reasigne el sexo percibido, so pena de que la no intervención médica la empuje a mutilarse, cuando no a atentar contra su vida.
“¿Solucionamos los pensamientos obsesivos cediendo a la compulsión a que nos conducen?”
“En algunas ocasiones –señala la Dra. Ruiz Fuster–, se ha considerado la cirugía un mal menor ante el riesgo de autolesión, o de que [la persona] busque cirugías ilegales que podrían conducirla a la muerte. ¿Es esto ético? ¿Estaría también justificado en una cirugía de reasignación? La efectividad de un tratamiento no solo puede medirse por que hayan disminuido los pensamientos obsesivos y compulsivos que conducen a querer amputarse un miembro sano, o a querer cambiar el sexo. Es importante, por tanto, introducir otro tipo de medidas que no impliquen ceder a las compulsiones de dichos pensamientos, que nos alejan de la aceptación de nuestro cuerpo”.
La experta traza otro paralelismo con un trastorno como la anorexia: “¿Se soluciona cuando la persona adelgaza tanto que deja de verse gorda? Del mismo modo, ¿solucionamos los pensamientos obsesivos cediendo a la compulsión a que nos conducen? Cabría dudar, por tanto, de que ese modo de proceder estuviera solucionando el problema que padecen estas personas”.
Los tratamientos, todavía a gatas
Descartada la solución de –nunca mejor dicho– “cortar por lo sano”, habría que decir que no existen aún tratamientos ciento por ciento eficaces contra el BIID. El psiquiatra holandés Damiaan Denys, del Centro Médico de la Universidad de Ámsterdam, propone, como vía de exploración, la denominada “estimulación eléctrica profunda”, un método –dice– “escasamente invasivo”, que consiste en implantar electrodos en el cerebro y aplicar pulsos eléctricos, y que ya se investiga como terapia en casos de síndrome de Tourette, trastorno obsesivo compulsivo y depresión aguda.
Por su parte, la Dra. Ruiz apuesta por la realización de estudios que investiguen el efecto que ha tenido la combinación de terapias farmacológicas y la cognitivo-conductual en el trastorno de dismorfia corporal, “que guarda gran similitud con el BIID”. El tratamiento, explica, “se basa en la reestructuración cognitiva y busca modificar los pensamientos distorsionados por otros más realistas”. Lo que se persigue es ayudar al paciente a “reconciliarse” con sus miembros “y ajustar su ideal corporal, que busca poseer una discapacidad y no acepta su cuerpo como es, con la realidad de su cuerpo”.
La apuesta pasa por desarrollar las que nombra como terapias de tercera generación, “centradas sobre todo en la aceptación del cuerpo y de los miembros sanos”, y en trabajar para esclarecer “cómo surge durante la infancia ese ideal corporal, y tratar de ajustarlo a la realidad corporal de los pacientes”.
Bienvenida –al menos en este campo– la cautela. Está tan escurridiza en estos días…