Quienes hayan visto la anterior película de este director, The Square, también ganadora de la Palma de Oro en Cannes en 2017, no se sorprenderán demasiado con las claves de El triángulo de la tristeza. Solo hay que cambiar el arte contemporáneo por los viajes en cruceros de lujo, para volver a retratar, en un metraje alargadísimo, la ridiculez antropológica de las clases privilegiadas actuales. O más bien la caricatura tan esperpéntica que propone el cineasta sueco.
Ruben Östlund nació en 1974 en Styrsö, una pequeña isla sueca de apenas un millar de habitantes. Desde su adolescencia rodó cine amateur y, al acabar la carrera en la Escuela de Cine de Gotemburgo en 2011, encadenó dos éxitos consecutivos en festivales de prestigio con películas de discurso sutil e inteligente, y una técnica elegante e ingeniosa: Play (2011) y Fuerza mayor (2014). Con The Square descubrió una fórmula distinta que dudo mucho que vaya a abandonar.
El triángulo de la tristeza tiene ocurrencias divertidas, situaciones que, si estuvieran más medidas y llegasen a algún puerto más novedoso, tendrían un valor artístico superior. Pero este desmadre tiene todos los componentes de un capricho cinematográfico que genera filias y fobias igualmente desatadas. El recorrido dramático y la trama dan la sensación de tener un esqueleto que podría pasarse un par de días haciendo volteretas, incidiendo una y otra vez en la infantilizada, codiciosa y patética vida de esos ancianos y jóvenes podridos de dinero y excentricidad. La interminable cena “indigesta” es muy representativa del tono de esta sátira, sorprendentemente nominada a cuatro Oscars, incluidos mejor película, dirección y guion original.
