La batalla cultural: saciar la sed de sentido

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La batalla cultural suele entenderse como una lucha de poder por redefinir los valores y creencias de una sociedad. Pero también puede verse como un gran debate, donde lo importante es esclarecer cuáles son las ofertas de felicidad y de significado más consistentes. Este enfoque resta protagonismo al pulso de fuerza, y se lo da a los deseos y necesidades de quienes se verán afectados por lo dirimido en el espacio público.

En el mundo anglosajón se han hecho famosos los festivales de ideas que espolean la reflexión crítica sobre cuestiones de actualidad. Uno de los más prestigiosos es The Battle of Ideas, que recurre a la metáfora bélica para aludir a una sana confrontación intelectual. El objetivo de este tipo de foros es que, del careo entre concepciones del mundo, surja una mejor versión de los puntos de vista, los valores y los estilos de vida discutidos.

Este es el ideal. Pero la realidad es que los debates públicos a menudo se parecen más al tipo de lucha que defendió el pensador marxista Antonio Gramsci (1891-1937) y sus epígonos contemporáneos: una guerra de trincheras en sectores estratégicos de la sociedad civil, en la que lo decisivo es “la conquista del poder cultural” como paso previo a la del poder político; un combate que no necesita de la coerción, porque le sobra y le basta con “la acción concertada de los intelectuales” para crear un nuevo consenso social.

Así entendida, explica Armando Zerolo, profesor de Filosofía del Derecho y Política en la Universidad CEU San Pablo, la batalla cultural no es otra cosa que “la instrumentalización de la cultura con fines políticos”. Por eso, acceder a librarla en esos términos, es haberla perdido de antemano.

Contracultura y deseos

Cuando los debates públicos se conciben como batallas en las que imponer el propio relato, el foco acaba puesto en las estrategias, no en el fondo de los asuntos debatidos. Y tampoco importa demasiado la suerte de quienes asisten desde fuera. A estos solo se les pide que tomen partido y que cierren filas, con lealtad inexpugnable, en torno a los de su bando.

Pero no hay por qué convertir el debate intelectual en una batalla campal. Las disputas sobre valores y estilos de vida, especialmente aquellas sobre asuntos que marcan a fuego a una sociedad –el aborto, la eutanasia, el concepto de matrimonio, la educación, la libertad religiosa y de conciencia, la paz social…–, pueden verse como una forma de dar respuesta a la sed de sentido de una sociedad.

Así lo sugería, sin referirse expresamente a la batalla cultural, la exposición 1968. La revolución del deseo (EncuentroMadrid, 2018). A través de testimonios, manifiestos y letras de canciones de la época, mostraba cómo los jóvenes que apoyaron las protestas estudiantiles y la contracultura, sobre todo deseaban un sentido para sus vidas; un propósito y un significado que no encontraban en la sociedad del bienestar que habían heredado de sus padres, ni en unas propuestas de felicidad que consideraban insípidas: rígidos roles familiares y sociales, que relegaban a las mujeres a la esfera privada; concepción autoritaria de la educación; homogeneidad cultural; obsesión por el consumo y el crecimiento económico…

“Es un deseo justo. Quieren ser protagonistas de su historia, quieren encontrar algo que haga grande la existencia”, explicaba Marcelo López Cambronero, comisario de la exposición y profesor de filosofía en varias instituciones. Pero los propios excesos del movimiento cultural que surgió de las revueltas ahogó ese deseo. “No es que hayan perdido el sentido de la vida, sino la esperanza de que la vida pueda tener un sentido. Y esto es lo que provoca el cambio de época y da comienzo a la posmodernidad”.

Ofertas de sentido

Han pasado los años. Y la deriva cultural que pusieron en marcha los movimientos sociales de finales de los 60 ha terminado por llenar ese vacío. Si en todas las culturas hay relatos que pujan por estructurar las vidas de la gente conforme a un propósito más amplio que el personal, como dice el periodista Sam Ashworth-Hayes en Quillette, hoy parece que se está llevando la palma la narración tenida por progresista. Y lo atribuye a que la izquierda ha sabido ofrecer la posibilidad de participar en “un gran proyecto de liberación personal” frente a las costumbres e instituciones tradicionales, que a la vez sirve para sacudir los cimientos de una civilización –la occidental– fundada sobre la violencia y la opresión.

La intuición de Ashworth-Hayes es certera, porque ¿qué otra cosa ha hecho el progresismo cultural si no unir en un mismo movimiento el individualismo expresivo con la aspiración a la justicia social, como llaman los izquierdistas anglosajones a la lucha contra todo lo que consideran sexismo, racismo, homofobia, transfobia…? Gracias a esta fórmula, ya es posible tener subjetivismo libertario y compromiso con una gran causa moral.

Entretanto, la contraoferta de los conservadores no ha sido especialmente atractiva. Entre las propuestas más sonadas de los últimos años, Ashworth-Hayes menciona la idea de “construir comunidades que interaccionen lo menos posible con el resto del mundo”. O los proyectos inspirados por “el vago deseo de regresar a un punto indefinido de la historia”, donde supuestamente todo era mejor que ahora. Pero esas respuestas dejan sin resolver la cuestión de cómo llevar el sentido de la vida a una sociedad sedienta de él.

La ilusión es la emoción que mejor les va a quienes se han propuesto dejar de ir a la zaga en el debate intelectual

“Algo con lo que soñar”

Para ser justos, en las últimas décadas no han faltado esperanzadoras ofertas de sentido, que animaban a sumarse a la construcción de una nueva cultura. Pero sí es verdad que el abatimiento ha cundido más entre quienes ven sus valores a la deriva.

Tampoco han faltado quienes han confundido los planos, presentando la política como el gran relato que llena de sentido nuestras vidas. Es lo que hizo Donald Trump con su eslogan “Make America Great Again”, en el que se intuye el deseo de hacer que la gente se sintiera parte de algo más grande.

Él mismo señaló el camino en su libro El arte de la negociación (1987): “Apelo a la fantasía de la gente. Puede que la gente no siempre piense a lo grande, pero aun así puede emocionarse con quienes sí lo hacen. Por eso, una pequeña hipérbole no hace daño a nadie. La gente quiere creer que algo es lo más grande, lo más importante, lo más espectacular”.

Pero pronto se vio que el centro del espectáculo era él mismo. Para no pocos conservadores que le dieron crédito, el resultado fue más frustración.

Con este contexto en mente, se entiende la necesidad de buscar alternativas culturales más ilusionantes. De ahí que Ashworth-Hayes anime a los descontentos con la cultura actual a articular narraciones que aporten sentido a las personas, que les den “algo con lo que soñar” y que les permitan desempeñar “un papel en una civilización que va hacia alguna parte”. No falsas ilusiones, sino algo que mejore a la sociedad y que perdure, como hacían los constructores de catedrales.

En la misma línea va el llamamiento de Makoto Fujimura a alumbrar una cultura que lleve al mundo más belleza, más esperanza, más generosidad, más sentido…, o el de Andy Smarick a fundar instituciones que den respuestas a necesidades actuales (ver “Enfoques para un nuevo conservadurismo”).

Curar heridas

La materia prima de la batalla cultural son las ideas, pero quienes la protagonizan son personas de carne y hueso con un bagaje existencial muy rico. Claro que las convicciones importan, pero también los deseos, los sueños, los valores, las emociones, la propia historia personal, etc. Lo advirtió hace tiempo en Public Discourse la articulista Serena Sigillito, para quien el amor a la verdad es inseparable del amor a las personas.

Sería ingenuo pensar –sostiene Sigillito– que una visión intelectual es suficiente para lograr un cambio de vida duradero: la conversión del intelecto necesita siempre de la conversión de la voluntad. Y eso puede ser un proceso lento, que seguramente exigirá el acompañamiento de un amigo o de una comunidad. De ahí la necesidad de presentar “alternativas positivas a la insatisfacción y el dolor” que generan ciertos estilos de vida.

Algo parecido sugería el poeta y columnista Enrique García-Máiquez en un artículo titulado de forma expresiva: “Conservadores, ¡nos llaman!”: “Una serie reciente de textos importantes, desde Feria (Círculo de Tiza, 2020), el libro de memorias de Ana Iris Simón, hasta el artículo de Diego S. Garrocho en El Español, ‘Carta a un joven postmoderno’, pasando por María Palmero en Vozpópuli con ‘¿Quién quiere tener hijos pudiendo ver Netflix y gozar de sexo sin compromiso?’, plantean con crudeza el fracaso de la postmodernidad y del proyecto de vida que ésta propone a los jóvenes de hoy. Es una corriente de opinión que se abre paso: la traducción española de La teoría sueca del amor, aquel documental trágico”.

Del miedo a la ilusión

Entender la batalla cultural como una forma de dar respuesta a la sed de sentido invita a pasar del temor a la ilusión. No por motivos de marketing, sino porque la ilusión es la emoción que mejor les va a quienes se han propuesto dejar de ir a la zaga en el debate intelectual.

Desde el miedo, se construye mucho peor. El miedo nos hace reactivos; nos lleva a olvidarnos de nuestra propuesta y nos centra en la agresión que viene de fuera. El miedo empuja a responder con una forma de ser impostada, poco natural; nos hace torpes de mente, nos quita flexibilidad para integrar ideas que no habría por qué contraponer.

La ilusión, en cambio, nos lanza hacia adelante; nos llena de vitalidad; nos hace creativos, audaces, imaginativos… La ilusión rejuvenece: mete frescura a los propios argumentos y alegra el tono; permite conciliar hondura e ingenio, firmeza y buen humor…

Elige tu marco

Moverse con ilusión en la batalla cultural supone imitar menos lo de los demás y aportar más de lo propio. Se entiende que quienes ven sus valores amenazados estén muy preocupados por saber cómo se gana la batalla cultural. Pero antes habría que preguntarse qué significa ganar –librar con éxito– esa batalla.

En el contexto actual, donde existe un sesgo anticonservador de partida, donde la polarización ha fragmentado la opinión pública en múltiples burbujas incomunicadas y donde todos competimos por la atención del otro, considero un éxito lograr dos cosas. Primera: hablar de lo que quiero hablar, desde una posición propositiva, libre, no encadenada al marco interpretativo que han fijado otros. Y segunda: conseguir interesar a quienes piensan de forma diferente, un requisito para ser escuchado.

Desde esta perspectiva, ganar la batalla cultural no significa tanto derrotar al otro como superar una dinámica de confrontación que nos está impidiendo encontrarnos con los demás.

Los medios nos definen

También es oportuna la reflexión sobre el fin y los medios. A quienes se han propuesto conquistar el poder político por cualquier medio, es posible que no les cause reparo tensar la cuerda de la conversación pública para sacar algún beneficio. Pero si el objetivo es llevar más humanidad a las personas y al espacio público, está claro que no vale todo.

Al elegir los medios para el debate intelectual, no basta con atender a lo que resulta más efectivo; antes de nada, hay que ver si esos medios son buenos en sí mismos y si expresan de forma adecuada la propia identidad.

En el artículo mencionado antes, Armando Zerolo previene a los cristianos para que no caigan en la trampa de adoptar la praxis y las categorías marxistas. En cambio, les propone el ejemplo de Solidarnosc, el sindicato polaco que hizo posible la caída del comunismo. “Si no hubiese habido una oposición activa, una unión de personas, y unas convicciones religiosas que daban esperanza, no hubiese caído ningún sistema. Mucho antes que una acción directamente política, hubo una solidaridad entre las partes, un ejemplo de asociacionismo y una actitud pacífica y confiada que sería inexplicable sin tener en cuenta una religiosidad viva y fortalecida por tantos sufrimientos”.

Pocos actos dan que pensar tanto como el ejercicio de la disidencia respetuosa, aunque los likes se los lleven otros

Dar un paso al frente

En ocasiones, la oposición activa habrá que hacerla solos, porque no hay compañeros dispuestos a denunciar una injusticia o a defender una postura en un debate suscitado en clase, en la empresa o en una reunión de amigos.

En su libro Palabra de Hannah Arendt, Teresa Gutiérrez de Cabiedes presenta el testimonio de la pensadora y periodista alemana, educada desde pequeña para plantar cara a quienes se metían con ella o con alguna de sus compañeras por ser judías. “Cuando, por ejemplo, alguno de mis profesores hacía comentarios antisemitas (…) –explicaba Arendt–, yo tenía instrucciones de levantarme de inmediato, abandonar la clase, irme a casa e informar exactamente de lo ocurrido. Mi madre entonces escribía una de sus muchas cartas, y para mí el asunto había concluido: un día sin colegio, lo cual era estupendo”.

El acto de dar un paso al frente y de desafiar la opinión moral mayoritaria en un grupo, tiene un potente efecto en los oyentes, por muy imperfecta que sea esa intervención. De hecho, una cara de sonrojo o un balbuceo torpe resaltan todavía más la valentía de quien se ha decidido a salir del anonimato para decir lo que piensa. Basta con que lo haga con respeto y sin darse aires de nada.

Esa toma de postura hace ver al poderoso que no tiene carta blanca para decir o hacer lo que quiera. A la mayoría que asiente, le muestra que el asunto no está zanjado. Y a quienes dudan o no se atreven a apoyarle, puede despertarles el deseo de imitar su coraje. Pocos actos dan que pensar tanto como el ejercicio de la disidencia respetuosa, aunque los likes se los lleven otros.

Al calor de una hoguera

Otra actitud necesaria para quienes desean presentar alternativas a las ofertas de sentido hegemónicas, es la magnanimidad. Un espíritu generoso sabrá descubrir lo valioso que hay en otras propuestas y reelaborar lo que le parezca mejorable.

Es una de las enseñanzas que encierra la parábola de “El fuego de campamento”. Ricardo Calleja, profesor de Ética Empresarial y de negociación en el IESE Business School, imagina que “en un claro del bosque, al resguardo del acantilado que forma una garganta, arde cada noche un fuego de campamento guerrillero, donde se congregan las diversas milicias de la batalla cultural”.

La variedad de los que se reúnen allí es asombrosa: hay artistas, intelectuales, trabajadores manuales, empresarios… Se juntan porque el fuego les ofrece “un lugar de reposo y de encuentro”. Lógicamente, entre ellos hay desacuerdos. Pero no les importa demasiado. “Cada uno sabe que caben muchas estrategias para reconstruir la Ciudad, que muchas de esas estrategias son compatibles o, precisamente en sus fricciones, complementarias”. Charlan, comen, beben, ríen… Y resuelven sus diferencias “al calor tibio del fuego, en la hoguera inextinguible de la cordialidad”.

La parábola termina con una invitación a que cada cual busque una hoguera, la que más le encaje. Y “si no la encuentras: enciende tu propio fuego y espera cantando y sin miedo a quienes se asomen desde la espesura para unirse a tu campamento nocturno”. Todo menos quedarse solo, instalado en una malhumorada no-propuesta.

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