Santiago.— Al observador externo de seguro le cuesta comprender por qué los chilenos celebrarán un nuevo plebiscito constitucional en pocos días más. Después de todo, han transcurrido apenas 15 meses desde el referéndum que selló el fracaso de la anterior Convención, dominada por diversas fuerzas de izquierda. ¿Cómo explicar esa aparente obsesión con el cambio a la Constitución y las severas dificultades que ha experimentado Chile para cerrar este debate?
“Los cuatro generales”
La polémica en torno a la Constitución chilena remite, en último término, a su génesis en dictadura. En 1980, la Junta Militar dirigida por el general Augusto Pinochet impuso una Carta Fundamental que combinaba elementos propios de la tradición institucional chilena, como el Estado unitario y la forma presidencial de gobierno; las bases de una economía social de mercado, incluyendo una robusta protección del derecho de propiedad; y la articulación de una “democracia protegida” recelosa de las libertades políticas.
Aquella Carta fue plebiscitada en 1980, pero sin registros ni tribunales electorales, y con exiguos espacios de libertad para los opositores a Pinochet. Ese pecado original nunca logró ser completamente superado, pese a las múltiples reformas que ha sufrido la Constitución. En medio de la marcha de la fallida Convención de 2022, el presidente Gabriel Boric resumió a la perfección el problema simbólico que siempre invocó la izquierda: había que dejar atrás a cualquier evento el texto de los “cuatro generales”.
Con todo, cabe recordar que la centroizquierda de la Concertación gobernó legítimamente con ese texto durante varios períodos, y que la fisonomía de la Constitución chilena comenzó a cambiar incluso antes de que Pinochet dejara el poder. Esto, en virtud de un primer conjunto de modificaciones (alrededor de 50) acordadas entre la oposición democrática y el régimen militar, luego del triunfo del “No” que en 1988 abrió definitivamente las puertas del retorno a la democracia.
Esas modificaciones, además, fueron ratificadas en 1989 por la ciudadanía en un referéndum que consiguió más del 90% de apoyo, lo que permitió a Patricio Aylwin asumir el mando de la nación con una Constitución validada por el electorado de la época y cuyo articulado ya era distinto al original.
Una centroizquierda avergonzada
La evolución política e institucional que experimentó Chile desde 1990 se reflejó en diversas reformas constitucionales, siendo la más relevante aquella que se aprobó en 2005, bajo el gobierno del expresidente socialista Ricardo Lagos. Esta macro reforma supuso cambios importantes en el texto –desaparecieron los llamados “enclaves autoritarios”–, y una renovación simbólica que el mismo Lagos celebró: él y sus ministros estamparon su firma en la Constitución, despareciendo la de Augusto Pinochet. El exmandatario socialista sostuvo entonces con orgullo que “despuntaba la primavera” y que Chile al fin gozaba de un “piso institucional compartido”.
Sin embargo, al poco andar las élites políticas y académicas vinculadas al mundo de la izquierda política y el progresismo cultural juzgaron como insuficiente el proceso de 2005. En esto quizá incidió la falta de un plebiscito ratificatorio, que eventualmente habría ayudado a marcar un punto de inflexión; así como también la insatisfacción de la centroizquierda con su propia trayectoria. Esto guarda directa relación con el auge de ideas de índole rupturista o derechamente refundacional, que ya prefiguraban la radicalidad que conoceríamos con la Convención de 2022.
Este escenario se vio agudizado por las masivas movilizaciones estudiantiles que azotaron al país en 2011 y donde ganaba terreno un profundo cuestionamiento tanto al modelo de desarrollo como a los gobiernos previos de centroizquierda. Ahí jugaron un papel protagónico los líderes de la nueva izquierda chilena, como el actual presidente Boric, en cuya narrativa y estilo resuenan Pablo Iglesias y el Podemos español.
La expresidenta Michelle Bachelet abrazaría a esa nueva izquierda y retomaría con nuevos bríos la bandera constitucional en su exitosa candidatura para regresar a La Moneda en 2013. Se trataba de una apuesta marcada por las diatribas a los consensos del Chile posdictadura y muy crítica de la participación de la sociedad civil y el mundo privado en la provisión de bienes públicos. De ahí que algunos actores ya impulsaran derechamente la idea de instalar una asamblea constituyente que permitiera instalar un nuevo orden político y económico en el país.
A esa agenda se resistió no sólo la derecha chilena, sino también una parte de la centroizquierda que se enorgullecía de la transición pacífica a la democracia y de los gobiernos de la Concertación (por ejemplo, el exministro del Interior de Bachelet, Jorge Burgos). De todos modos, la expresidenta Bachelet dejó presentado en el Congreso Nacional un proyecto de nueva Constitución antes de concluir su segundo mandato; proyecto que la nueva izquierda y la propia exmandataria hoy miran con distancia por mantener demasiada continuidad con la Carta Fundamental vigente.
Del estallido a la “buena y nueva constitución”
En 2019, bajo el segundo gobierno del expresidente Sebastián Piñera, Chile sufrió la peor crisis política y social desde el retorno a la democracia. Las notas distintivas de esta crisis fueron una violencia brutal, marcada por la destrucción, el saqueo y el vandalismo; las protestas pacíficas más masivas de las últimas tres décadas; una grave dificultad del gobierno de Piñera para enfrentar el escenario descrito; y una mezquindad de la oposición, cuya máxima expresión fue la petición de renuncia del mandatario democráticamente electo.
El primer proyecto fue rechazado por amplia mayoría, pero los ciudadanos siguen queriendo una nueva Constitución
Con todo, en noviembre de 2019 las fuerzas políticas con representación parlamentaria decidieron canalizar la crisis mediante un acuerdo constitucional. En ello influyó no sólo la presión de la violencia callejera y la instrumentalización de dicha violencia por parte de las izquierdas; junto con eso, existía un largo e inconcluso debate en torno a la Constitución, según veíamos más arriba.
Ese debate pendiente también ayuda a comprender mejor algunas singularidades del reciente proceso político chileno desarrollado entre 2019 y 2022, cuando un 62% de quienes acudieron a las urnas rechazaron el proyecto dibujado por la fallida Convención. En esta victoria del “Rechazo”, la elección más masiva de la historia chilena, incidieron una profunda distancia de la ciudadanía con la plurinacionalidad y otros contenidos radicales de la propuesta rechazada, pero también dos hechos políticos inéditos.
Por un lado, se trató de una campaña en la que diversos actores y grupos políticos que provenían de la centroizquierda criticaron abiertamente la propuesta elaborada por la Convención, dotando de transversalidad política a la opción “Rechazo”. Entre ellos destacaron el expresidente Frei Ruiz-Tagle, el poeta y comunicador Cristián Warnken y los senadores Matías Walker y Ximena Rincón, todos vinculados al mundo de la antigua Concertación.
Por otro lado, la centroderecha se comprometió a continuar adelante con el proceso de cambio constitucional si la Convención de izquierda era derrotada en las urnas. En su minuto esta promesa fue juzgada como crucial, en parte por el antiguo debate constitucional chileno referido previamente, y en parte por las múltiples encuestas que sugerían que la ciudadanía aún anhelaba una nueva Constitución.
El nuevo proyecto constitucional pone el énfasis en la seguridad, la provisión mixta de derechos sociales, la libertad religiosa y la libertad de enseñanza
Considerando, además, que la idea de abrir un proceso constituyente había sido aprobada por el 80% del electorado en 2020, ese compromiso de la centroderecha fue decisivo para que los actores de centroizquierda ya mencionados se la jugaran por el “Rechazo”. Por ese motivo, luego del 4 de septiembre de 2022 las fuerzas políticas con representación parlamentaria acordaron darle continuidad al proceso constitucional chileno y articular una “buena y nueva Constitución”, según se había prometido.
La propuesta de la nueva mayoría
Naturalmente, en ese acuerdo se establecieron reglas muy distintas a las que le dieron su fisonomía al proceso anterior. Si en él se trabajó a partir de una “hoja en blanco” que favoreció el ímpetu refundacional, ahora se fijaron 12 bases o bordes institucionales que recogen buena parte de la tradición constitucional chilena, así como también demandas históricas de la centroizquierda. Por ejemplo, una cláusula de Estado social y el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios.
Asimismo, se estableció una Comisión Experta transversal, que elaboró un anteproyecto que sirvió de base a la propuesta actual, y un órgano de 50 consejeros electos, cuya mayoría de derecha y centroderecha le imprimió su sello a dicha propuesta. Entre otros aspectos, marcó sus énfasis en seguridad y orden público, provisión mixta y libertad de elección de derechos sociales. Adicionalmente, robusteció la protección de la libertad de religiosa y de educación, lo cual ha sido muy resistido por el mundo de la izquierda y el progresismo.
Ello permite notar una de las grandes paradojas del actual debate constitucional chileno. En efecto, pese a que la nueva propuesta que será plebiscitada nace en democracia y termina con la Constitución de los “cuatro generales”, las izquierdas hoy votan “En contra” y defienden la misma Carta Fundamental que por décadas cuestionaron. Una singularidad más que se suma a la larga y persistente disputa que ha padecido Chile en torno a su Constitución.
Claudio Alvarado
Director Ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad
Santiago