La última novela de Henry James (1843-1916) presenta, con el sentido y la sensibilidad habituales de su autor, una ingeniosa trama con el mundo del arte como telón de fondo. La obra se inspira en un hecho real: la puja por un cuadro de Holbein el Joven, Cristina de Dinamarca, puesto en venta por su propietario, el arruinado Duque de Norfolk.
Aquí, la venta de otro famoso cuadro por parte de Lord Teigh, un aristócrata con agujeros en sus bolsillos (o más bien en los de su hija mayor), saca de sus guaridas a una variopinta galería de personajes, perfectamente trazados por la pluma de James, gran maestro de la novela psicológica y de ideas. A lo largo de poco más de 200 páginas, disfrutamos con los sucesivos parlamentos que mantienen los protagonistas acerca del valor sentimental del patrimonio artístico; el aura que posee la originalidad y la belleza; o la tentación pecuniaria, representada por el millonario americano Breckenridge Bender, que se ha encaprichado del cuadro.
No es casual que la novela se divida en tres partes, de acuerdo con el clásico esquema escénico de principio, nudo y desenlace, ni que predominen en ella los diálogos sobre las descripciones: en su origen, La protesta fue una obra de teatro, planeada un par de años antes de que su autor, ante el fracaso de su montaje, la transformara en una novela. De hecho, bien podemos leerla todavía como tal: una obra de teatro en la que las acotaciones son mínimas pero siempre oportunas y llenas de sutileza; y donde los giros esquivan la brusquedad y la brocha gorda para mecernos en las aguas serenas del buen gusto y la inteligencia.
James vivió setenta y tres años y publicó La protesta en 1911, con sesenta y ocho, en una madurez creativa reforzada por su experiencia. Innovador pero respetuoso con las formas del pasado, el autor de Los papeles de Aspern y La copa dorada da en este título otra vuelta de tuerca a los temas propios de su narrativa, esencialmente las diferencias entre Estados Unidos y Gran Bretaña -el vértigo y la calma-, mientras nos propone una apología del elitismo, necesario para preservar la herencia de los pueblos: “¿Y quién sino yo es Inglaterra?”, se pregunta el atribulado Lord Theigh en un momento de la novela.