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Temor explosivo

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Contrapunto

El politólogo italiano Giovanni Sartori, ya jubilado de su cátedra universitaria, ha estado en Madrid para presentar su último libro, La tierra explota, en el que advierte que la humanidad está en inminente peligro por la superpoblación de los países pobres. Aunque Sartori se presente como profeta que anuncia lo que nadie quiere oír, en realidad su mensaje rebobina unas predicciones apocalípticas bastante desgastadas: la Tierra no tiene espacio ni recursos para albergar a una población mundial creciente, que cada vez se concentra más en las regiones pobres; el crecimiento demográfico nos lleva al desastre ecológico; la culpa es de la Iglesia católica por su doctrina sobre la natalidad; y hay que condicionar todas las ayudas al desarrollo a la imposición de un estricto control demográfico. Fuera de la píldora, no hay salvación.

Aunque incluya datos más recientes, se diría que, hasta en el título, es una nueva versión del libro de Paul Ehrlich, The Population Bomb (1968), que anunciaba el agotamiento de los recursos naturales a causa de la superpoblación y predecía que cientos de millones de personas iban a morir de hambre en la década de los 70. Pero han pasado casi cuarenta años y las tendencias han desmentido tal pronóstico. Lo que se ha agotado es nuestra reserva de credibilidad para tal tipo de profecías. Por eso, no es que hoy día, como dice Sartori, nadie denuncie la superpoblación (basta recordar las polémicas de la Conferencia sobre Población de El Cairo en 1994), sino que se ha superado el simplismo y se ha comprobado que las relaciones entre población y desarrollo son más complejas de lo que da a entender el discurso de Sartori.

Aunque Sartori busque el apoyo de datos que parecen respaldar sus temores, deja de tener en cuenta lo más evidente. En primer lugar, que el aumento de la población del último medio siglo ha ido acompañado de una mejora de las condiciones de vida, incluso en los países pobres (esperanza de vida, alimentación, escolarización…), y que el descenso relativo de los precios de los recursos es el mejor índice de que no escasean más que antes. Segundo, el aumento de la población no se debe a que haya subido la fecundidad en los países del Tercer Mundo, sino a la mejora de la supervivencia por los avances médicos; así que, para frenar su crecimiento demográfico, más que imponer el control de la natalidad, habría que limitar sus recursos sanitarios. Tercero, la visión de un mundo rico asfixiado por un mundo pobre de natalidad descontrolada, responde a una idea estática del reparto entre ricos y pobres. El desarrollo económico que se está dando en China demuestra que ningún país está condenado a ser pobre para siempre, igual que la Italia pobre de postguerra está hoy en el G-7.

En cuanto a la «culpa» de la Iglesia católica -dejando aparte los juicios de valor-, no responde más que a una obsesión de Sartori. Si países tan católicos como Italia y España están a la cola del índice de fecundidad, no parece que el crecimiento demográfico de la India o Indonesia pueda estar muy influido por lo que diga o deje de decir la Iglesia católica. Eso sí, resulta un tanto incongruente asegurar que los católicos hacen oídos sordos a la doctrina de Roma sobre la natalidad, y luego afirmar que el gran obstáculo para frenar la natalidad en el Tercer Mundo es el Papa.

De lo que sí es responsable la doctrina y la acción de la Iglesia católica es del impulso para lograr un desarrollo más equitativo en el mundo, cuestión que a Sartori no le quita el sueño. Cuando se le plantea si no habría que moderar el consumo en los países ricos y ayudar más al mundo en desarrollo, responde que ese no es el problema, entre otras cosas porque nadie está dispuesto a rebajar su consumismo (por lo visto, las imposiciones hay que reservarlas para el control de la natalidad de los pobres).

La visión de Sartori traduce los temores de una sociedad envejecida y atrincherada, cuya falta de dinamismo -también demográfico- le hace ver un futuro lleno de amenazas. Curiosamente, justo en estos días emerge el debate europeo sobre la viabilidad del sistema de pensiones, que va a requerir una transfusión de cotizaciones de inmigrantes para mantenerse a flote. Quizá también Sartori acabará necesitando una inmigrante ecuatoriana como báculo de su vejez.

Ignacio Aréchaga

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