Fantasmas demográficos

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Progresos reales y amenazas hipotéticas
En la Conferencia de la ONU sobre población y desarrollo, que se celebra en El Cairo, muchos presentan el crecimiento demográfico mundial como una amenaza, de acuerdo con la tendencia dominante desde mediados de este siglo. Los riesgos anunciados han variado en cada caso. Pero siempre la evolución previsible era a peor. Si en algo han coincidido estos pronósticos es en que no se han cumplido. En las últimas cuatro décadas, todos los índices de progreso humano señalan un avance, aunque haya habido altibajos y desigualdades regionales. Ciertamente, no está garantizado que no pueda haber un cambio de tendencia. Pero unos errores tan generalizados en los pronósticos deberían hacernos sospechar que hay algunos presupuestos equivocados en el modo de concebir la cuestión.

A menudo se da por supuesto que el crecimiento demográfico es un obstáculo para la calidad de vida. Por eso pocos se molestan en comprobarlo empíricamente. Y cuando se comprueba surgen algunas sorpresas. El demógrafo francés Hervé Le Bras, de la Escuela de altos estudios en ciencias sociales, se ha dedicado a hacerlo en su reciente libro Los límites del planeta (1). Le Bras examina si hay alguna correlación entre la densidad de población de los distintos países y algunos índices de la calidad de vida, como la renta per cápita o la esperanza de vida al nacer. La densidad de población le parece un factor más determinante que el crecimiento demográfico anual, ya que la presión sobre el medio ambiente depende sobre todo de la densidad de los usuarios.

Al poner en relación la densidad y la renta per cápita en el año 1990, no se advierte ninguna tendencia determinada: entre los países con alta densidad los hay ricos y pobres, y lo mismo ocurre entre los de baja densidad.

Si se toma como índice la elevación de la esperanza de vida entre 1950 y 1990, la distribución es tan irregular como la anterior. Si nos limitamos a los países del Sur, se observa incluso una ligera relación positiva, de modo que los países con una densidad de población de más de 30 habitantes por Km2 han ganado como media más años de esperanza de vida que los de densidad inferior. La distribución muestra incluso que los países que tenían más de 150 h/Km2 en 1970 han logrado un aumento más fuerte de la esperanza de vida que los otros en los últimos cuarenta años.

Densidad y desarrollo

¿El crecimiento demográfico será una rémora para el desarrollo? Le Bras compara esta vez la densidad de población y el crecimiento de la renta per cápita en los países del Sur de 1980 a 1988, década especialmente negativa para África y Latinoamérica. Y en lugar de una relación negativa, encuentra una asociación positiva: entre los países con densidad inferior a 100 h/Km2, en 28 creció la renta per cápita y en 43 descendió; en cambio, en los de densidad superior a 100 h/Km2, en 20 creció la renta y en 8 bajó. De todos modos, la diversidad de situaciones es tan grande que Le Bras concluye que «la densidad no tiene un efecto directo sobre el desarrollo».

Empíricamente, la débil densidad de población (menos de 15-20 h/Km2) es un obstáculo para el despegue económico, pero después es neutra. La razón es clara. Las infraestructuras de transporte (carreteras, aeropuertos) son más costosas, las redes de distribución son más difíciles y el establecimiento de sistemas modernos de salud alcanza un coste prohibitivo por la escasez de clientes próximos.

En suma, la población es un factor más dentro de la ecuación del desarrollo, y el resultado positivo o negativo dependerá del conjunto de condiciones.

La falla Norte-Sur

En las previsiones demográficas uno de los datos más repetidos es el desequilibrio entre el aumento de la población en los países desarrollados (PD) y en los países en desarrollo (PED). Según las proyecciones de la ONU, entre el momento actual y el año 2025, el 95% del aumento de la población mundial corresponderá a los PED. En consecuencia, si las previsiones fueran correctas, dentro de treinta años habría 1.350 millones de habitantes en los PD (16% de la población mundial) frente a 7.150 millones en los PED (84%).

Aunque no se haga explícito, el mensaje es claro. De una parte tenemos el mundo rico, desarrollado, con una natalidad «civilizada», que ha alcanzado prácticamente el «crecimiento cero» demográfico, y mantiene un desarrollo sostenible. En la otra, el Tercer Mundo, los pobres, con su natalidad exuberante, que les impide salir del subdesarrollo y les fuerza a esquilmar el medio ambiente. Este desequilibrio amenaza con provocar migraciones internacionales imparables y estallidos de violencia que desestabilizarán el escenario mundial. En suma, el cliché transmite la imagen de un mundo rico como fortaleza asediada por una multitud de pobres. De ahí que la reducción del crecimiento demográfico de los PED sea un «imperativo». ¿No es esta la mejor solución para todos?

Lo curioso es que, como advierte Le Bras, en estas proyecciones los cambios en la población parecen producirse en un mundo estático, como si la sociedad y la economía no cambiaran también. Es más, la nueva utilización de los términos Norte-Sur en vez de países desarrollados y en desarrollo parece perpetuar la diferencia. Ninguno de estos estudios tiene en cuenta que la clasificación de países desarrollados y países en desarrollo no es fija. No hay que olvidar que hace treinta años muchos de los que hoy llamamos países industrializados eran países en vías de desarrollo. Entonces Japón o Alemania eran unos países laboriosos que se reponían a duras penas de los destrozos de la guerra. ¿Por qué pensar que no va a ocurrir lo mismo con países del mal llamado Tercer Mundo?

Los nuevos ricos

Por ejemplo, las previsiones del Fondo de Población de la ONU incluyen entre las «regiones menos desarrolladas» a toda África, toda América Latina, Asia (menos Japón) y Melanesia, Micronesia y Polinesia. En cambio, incluye a la ex URSS dentro de las «regiones más desarrolladas», por algún criterio misterioso que sorprendería a los propios rusos.

Pero los dragones asiáticos, que están inundando de mercancías los mercados internacionales, ¿no se están incorporando ya al mundo desarrollado? Latinoamérica, que ha vuelto a recuperar el crecimiento en los años noventa, ¿podrá calificarse en bloque de región menos desarrollada en el año 2025?China, que está creciendo en los últimos tiempos a un ritmo del 10% anual, ¿está condenada al subdesarrollo?

Ciertamente, al presentar los datos estadísticos puede ser útil cierta simplificación. Pero eso no nos puede hacer olvidar que la realidad es compleja y evoluciona con rapidez. Estos cambios harán que países que no pertenecen a Europa y Norteamérica tengan una influencia creciente. Es el temor a esta nueva situación lo que se enmascara como alarma ante el crecimiento demográfico. Como escribe Le Bras, «este miedo se expresa bajo la forma alegórica de un atentado a la salud del planeta, mientras que se trata de un atentado a los privilegios de los ricos, y de la llegada de nuevos convidados, no ya hambrientos, sino bien alimentados, a ese famoso banquete de la naturaleza

Si las proyecciones demográficas tienen en cuenta los cambios en el nivel de desarrollo, dejan de parecer catastróficas. Pues la separación entre PD y PED más que reforzarse en el futuro, tenderá a difuminarse. «Esto no significa -advierte Le Bras- que el abanico de rentas medias entre países se reducirá, sino que un mayor número de países franqueará un umbral mínimo en términos de dignidad humana y de renta per cápita».

A mejor

Si en 1950 le hubieran preguntado a alguien qué ocurriría si se duplicara la población, probablemente habría dicho que sería una catástrofe. Sin embargo, eso es lo que ha sucedido, y estamos mejor que antes. Todos los indicadores básicos -en esperanza de vida, nutrición, salud, alfabetización y escolarización, renta per cápita…- muestran una evolución positiva en las últimas cuatro décadas, tanto en los países industrializados como en los países en vías de desarrollo.

No sólo ha habido progresos, sino que hemos superado amenazas que en su día parecían temibles. Basta recordar los sombríos pronósticos de los años 70, cuando se decía que estábamos abocados al agotamiento de los recursos minerales, a la escasez de energía y al hambre. Con el paso de los años, las reservas conocidas de petróleo y de la mayor parte de los minerales no han disminuido, sino que han aumentado. Sus precios no han crecido en términos reales. Disponemos de más energía que antes y hemos aprendido a utilizarla de modo más eficiente.

Esta mejora no supone ignorar que aún queda mucha pobreza en el mundo. Pero el progreso no está confinado en los países industrializados. El informe sobre Los indicadores sociales del desarrollo, publicado por el Banco Mundial el pasado abril, refleja una mejora «sustancial» de las condiciones de vida en los países más pobres en los últimos veinte años. La mayor parte de la pobreza está concentrada en 55 países que suman una población de 3.200 millones, con una renta per cápita inferior a 675 dólares. Pero también en estos países han mejorado las condiciones de vida. La esperanza de vida ha pasado de 53 años a 62 desde 1970; la mortalidad infantil por cada mil nacidos ha bajado de 110 a 73; la escolarización infantil ha crecido un 36% desde 1974; la población con acceso al consumo de aguas depuradas ha pasado de un 33% en 1985 a un 68% en la actualidad.

Frente a estos progresos innegables, que han acompañado al crecimiento de la población, los profetas del desastre sólo pueden esgrimir riesgos futuros. Pero los fallos de pronósticos anteriores nos han enseñado también que los expertos no son infalibles.

El hambre y la estadística

Si errar es humano, hay que ser prudente a la hora de valorar en qué situación estamos y qué riesgos corremos. A esto se dedica el Worldwatch Institute, de Washington, cuyo informe anual sobre El estado del mundo se traduce en cuanto sale a veintisiete lenguas y se cita en la prensa y universidades como fuente de autoridad. Es de esperar, pues, que el Worldwatch Institute sea especialmente cauto en sus afirmaciones. Por eso resulta inquietante lo que escribe su presidente y director del informe, Lester R. Brown, a propósito de la capacidad de la Tierra para alimentar a su población.

Brown se refiere, en concreto, a los cereales. Reconoce que entre 1950 y 1984 la producción de cereales creció un 3% anual, por encima del crecimiento de la población (2,2%). De modo que la disponibilidad de cereales per cápita aumentó alrededor de un 40%. Pero en medio de esta evolución optimista, Brown advierte de pronto un cambio alarmante. Según escribe en el informe de 1993, de 1984 a 1991 la producción de cereales ha aumentado sólo un 0,7% anual, mientras que la población crecía un 1,7%. Este descenso en la producción por habitante es para Lester Brown «sin duda la tendencia económica más grave del mundo de hoy».

Pero las estadísticas, aunque sean verdaderas, pueden confesar una cosa u otra, según quién y cómo las interrogue. Lo demuestra Le Bras, al examinar en su obra esas afirmaciones de Brown. Si se empieza a contar sólo un año antes en el periodo de referencia, tomando de 1983 a 1990 en lugar de 1984 a 1991, el resultado cambia por completo. El crecimiento demográfico sigue siendo un 1,7%, pero el aumento de la producción cerealística es del 2,7% anual en vez del 0,7%.

¿A qué se debe la diferencia? Hay que tener en cuenta que mientras el aumento de la población es muy regular, el de la producción agrícola varía bastante de un año a otro. «Al tomar como punto de partida un año de alta producción y como final uno de baja producción, el Worldwatch Institute está seguro de encontrar un débil crecimiento; y, a la inversa, si se mueve la serie un año, para partir de un año malo y llegar a uno bueno, se obtiene un fuerte crecimiento», explica Le Bras. Con ese ligero cambio, desaparece «la tendencia económica más grave de nuestro tiempo». Para no estar al albur de estas fluctuaciones anuales, lo más sensato es tener en cuenta la tendencia de los veinte o treinta últimos años, que muestra que la producción cerealística crece más rápido que la población.

Pero da la impresión de que Lester Brown sólo ve lo que quiere ver. En el informe correspondiente a 1994, además de insistir en el freno en la producción de cereales, asegura que se agrava el problema del hambre. «La última valoración de las Naciones Unidas sitúa el número de personas malnutridas en cerca de mil millones, casi una de cada cinco». Los términos «cerca» y «casi» son un tanto imprecisos, pero ni aun así permiten sostener tal afirmación. La FAO, que si a algo tiende es a hacer hincapié en las necesidades alimentarias, estima que unos 800 millones de personas están malnutridas (lo que tampoco debe interpretarse como si fueran muertos de hambre, sino que no comen lo suficiente para desempeñar su trabajo). Si la población mundial actual son unos 5.700 millones, los malnutridos se estiman en un 14%, es decir, como mucho uno de cada siete.

La tendencia de Lester Brown a ver el mundo con gafas negras tal vez se explique por esta frase del mismo informe: «Conseguir un equilibrio humano entre alimentos y población depende ahora más de los planificadores familiares que de los agricultores». Pero, ¿no dependerá sobre todo de los estadísticos?

De la bicicleta al coche

Una población que crece un 50% cada cinco años, que contamina la atmósfera, que consume más de lo que produce y que gasta sin freno las limitadas reservas de petróleo, debería ser motivo de preocupación. Sin embargo, nadie propone controlarla. Esto es lo que está sucediendo con la población de automóviles en Asia. Así como seis hombres de cada diez nacen en Asia, esta región va a suponer el 70% del crecimiento de la industria automovilística mundial durante el resto de esta década.

La población en Asia crece a un ritmo del 1,8%anual, lo que para algunos es ya suficiente motivo de alarma. En comparación, la demanda de automóviles está creciendo un 50% cada cinco años. Si en 1989 la demanda era de 4 millones de vehículos por año, en 1995 habrá subido ya a 6 millones y ascenderá a 9 millones en el año 2000, según previsiones de Nissan citadas por Newsweek (27-VI-94).

El potencial de crecimiento del parque automovilístico asiático es enorme. Los ejecutivos de la industria automovilística saben que en cuanto la renta per cápita supera los 4.000 dólares, la gente se lanza a comprar el coche. Hasta ahora sólo Japón y los relativamente pequeños mercados de Singapur, Hong Kong, Taiwán y Corea del Sur han pasado ese umbral de renta. Pero en lo que queda hasta fin de siglo cada vez más consumidores de China, Indonesia y Malasia estarán en condiciones de hacer suyas las cuatro ruedas. Lo cual confirma que la prosperidad no está vedada a los países populosos.

Es cierto que esta proliferación del transporte privado supondrá una carga añadida a la contaminación ambiental. Pero los países ricos, donde bastantes familias tienen ya más coches que niños, no tienen autoridad para reprochar a los países del Tercer Mundo el deseo de sustituir la bicicleta por el coche.

De todas formas, el control de la producción de automóviles no cuenta con unos propagandistas tan activos como el control de la natalidad. Los intereses occidentales están demasiado ocupados en ganar terreno en este prometedor mercado que se abre en Asia.

Ignacio Aréchaga_________________________(1) Hervé Le Bras. Les limites de la planète. Mythes de la nature et de la population. Flammarion. París (1994). 350 págs. 130 FF.

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