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El respeto a la libertad se nutre de convicciones firmes

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DURACIÓN LECTURA: 12min.

Cuando Juan Pablo II señala en su última encíclica que es peligrosa «la alianza entre democracia y relativismo ético», e insiste en que la libertad está vinculada a la verdad, algunos ven ahí una postura intolerante. Éstos piensan que todo el que dice tener una verdad, moral o religiosa, es un fanático, al menos en potencia. Pero hay que preguntarse si este relativismo no debilita precisamente la defensa de la libertad y la tolerancia.

Tras la II Guerra Mundial, a la vista de los horrores del totalitarismo, algunas corrientes de pensamiento han mantenido que la mejor manera de evitar tales locuras es declarar que carece de sentido afirmar una verdad objetiva, no provisional. Así, quedaría sin fundamento cualquier intento de imponerla por la fuerza. Por eso, entre otras cosas, hoy tantas veces se defiende la tolerancia y la libertad con el relativismo, y la convicción de estar en la verdad cae bajo sospecha (1).

Este relativismo no es, en rigor, una doctrina, ya que no es posible ser relativista hasta las últimas consecuencias (Ortega decía que el relativismo es una teoría suicida: cuando se aplica a sí misma, se mata). No se es relativista con respecto a la ciencia experimental y a la técnica, ni en relación con ciertas normas imprescindibles de justicia y civilidad (sobre el robo no hay discusión). Con una incongruencia en la que no todos reparan, el relativismo se restringe a la ética, donde no se reconoce verdad ni mentira, sólo feelings. De ahí el nuevo imperativo categórico de no imponer la propia moral al prójimo.

Permitido prohibir

El resultado visible de esta mezcla es el permisivismo, que más o menos se sostiene, en la práctica, mientras no se le pidan muchas razones. Los problemas llegan cuando hay que poner límites, porque no se puede permitir todo. Recientemente, en Alemania se han prohibido actos públicos de grupos neonazis, lo que supone limitar el derecho de manifestación. En Francia, donde sin duda hay libertad de expresión, este año el gobierno ha clausurado dos periódicos de musulmanes ligados al FIS argelino, por su «tono violentamente anti-occidental y anti-francés», según la explicación oficial.

La pregunta es si podemos justificar medidas como ésas a la vez que utilizamos un discurso éticamente débil para fundamentar el permisivismo. Pues también aquellos a los que no se puede tolerar tienen «su» verdad, su criterio para definir lo bueno y lo malo. Sin referencia a una verdad universal, resulta difícil explicar por qué ponemos ciertos límites a la tolerancia.

Alergia a hablar de verdad

Un ejemplo de estas dificultades se encuentra en una entrevista a Umberto Eco publicada en Le Monde (5-X-93). Eco firmó en julio, con otros intelectuales, un manifiesto contra la extrema derecha. Cuando explica esta iniciativa, parece que quien habla no es el escéptico autor de El nombre de la rosa. Reconoce que hoy las antiguas diferencias ideológicas se diluyen, pero rechaza «la falsa conclusión de que, como todo ha cambiado, las ideas se parecen y ninguna merece ser rechazada». Como intelectual, considera su deber trazar «la frontera entre lo que es tolerable y lo que no lo es», pues «para ser tolerante hay que fijar los límites de lo intolerable».

El periodista Roger-Pol Droit sabe que tiene delante a un destacado mentor del relativismo, y pide explicaciones. Para definir tales límites ¿no es preciso tener la verdad? «La cuestión no tiene nada que ver con eso. (…) Se trata simplemente de que unas opiniones son preferibles a otras. Pero tampoco se puede decir: ‘Bueno, como son sólo preferencias, me da igual’. Porque en estas preferencias están en juego nuestra vida y la de los demás. Se puede morir por una idea sólo preferible».

Entonces, prosigue el entrevistador, ¿cuál es la diferencia entre el que lucha por la verdad y el que lucha por lo preferible? «Cuando se cree luchar por la verdad, se tiene a menudo la tentación de matar a los enemigos. Luchando por lo preferible, se puede ser tolerante, a la vez que se rechaza lo intolerable». En realidad, ésa es la diferencia entre el tolerante y el intolerante. A no ser que se parta de que el que cree tener una verdad presenta tendencias homicidas; pero eso es un prejuicio, no una explicación.

El periodista sigue apretando las tuercas: si sólo hay preferencias pero no verdades, ¿en qué podemos basarnos para afirmar que hay opiniones que todos han reconocer como intolerables, con independencia de la diversidad de culturas o creencias? «En el respeto al cuerpo. Se puede construir una ética sobre el respeto a las actividades del cuerpo»; así, quien no respeta el cuerpo del otro, es intolerable, concluye Eco.

En el fondo, las declaraciones de Eco son objetivistas, aunque la retórica sea relativista. Es natural: si todo fuera relativo, Eco no firmaría manifiestos ni haría declaraciones. La entrevista ejemplifica ese relativismo inconsecuente, bastante extendido, cuyo principal síntoma es la alergia a hablar de verdad, con el consiguiente recelo instintivo hacia quien se atreve a hacerlo. Pero la referencia a la verdad es insoslayable. Si ha de valer una «ética del respeto al cuerpo», tendrá que ser verdad que el cuerpo merece respeto; si no, ¿por qué habríamos de respetarlo: porque lo diga Eco?

El relativismo estalinista

El relativismo, además de no justificar bien la necesidad de limitar la tolerancia, no vacuna contra la intolerancia. El razonamiento que ha llevado a fomentarlo, tras la II Guerra Mundial, adolece de un error de diagnóstico. Las ideologías totalitarias imponen la razón de Estado -o de raza, o de clase- porque previamente relativizan profundamente la moral.

Para algunos, son sospechosas de dogmatismo afirmaciones como ésta de la Veritatis splendor (n. 97): «Sólo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social». Les parece que Juan Pablo II pretende imponer a todos la moral católica y restaurar el Sacro Imperio.

En realidad, el peligro está en otra parte, en los relativismos como el marxista-leninista, que, enunciado por Georg Lukács, dice así: «La ética comunista hace que el deber más alto sea aceptar la necesidad de hacer el mal» (2). A lo largo de su historia, especialmente durante las purgas estalinistas, el comunismo aplicó repetidamente ese principio, según el cual no hay deber ni verdad absoluta -la verdad es praxis- que pueda cruzarse en el camino de la revolución o la construcción del socialismo.

Tolerancia con razones

El relativismo no constituye la base más sólida para la tolerancia. Norberto Bobbio precisa en El tiempo de los derechos que hay dos sentidos de tolerancia: uno positivo, que es firmeza de principios y se opone a la indebida exclusión de lo diferente; otro negativo, como indulgencia culpable, condescendencia con el error, que se opone a la justa exclusión de lo que puede hacer daño a las personas o a la sociedad. Y señala que «nuestras sociedades democráticas y permisivas sufren de exceso de tolerancia en sentido negativo, de tolerancia en el sentido de dejar correr (…), de no escandalizarse ni indignarse nunca por nada» (3). Como ejemplo, menciona que en una ocasión le pidieron su apoyo para una petición en favor del «derecho a la pornografía».

También señala Bobbio que, entre las razones que sustentan la tolerancia, algunas son más bien pragmáticas (la represión es contraproducente, es mejor optar por la persuasión). Pero hay otra de orden ético, que apela al deber de respetar la dignidad y la libertad de las personas.

La tolerancia es más segura cuando se nutre de una convicción firme. Lo que lleva a la intolerancia no es en sí misma la creencia de que hay verdades, sino el no sostener una: que es inmoral violentar las conciencias. Entonces se tiene un criterio coherente para limitar la tolerancia cuando ese principio no es respetado.

La opinión como obstinación

Naturalmente, un relativista puede mostrar una actitud tolerante. La cuestión es cómo se asegura mejor la libertad. Y el relativismo tiene el peligro de socavar las convicciones que más la consolidan.

Por supuesto, para respetar la libertad de opinión es preciso tener la modestia -el realismo- de no creerse con el monopolio de la verdad, ni pensar que ésta puede imponerse por la fuerza. Pero una cosa es reconocer que caben múltiples puntos de vista, que la verdad a menudo no es inmediata, y otra pensar que no la hay en absoluto y que el acuerdo es imposible. Si no se acepta que hay verdades universales, ¿con qué fundamento opinamos? Si cada uno no sostiene lo que considera que es objetivamente verdadero, ¿tenemos juicios o caprichos?

El riesgo del clima relativista consiste en que fomenta la idea de que vale opinar cualquier cosa, sin necesidad de responder ante instancias objetivas. Al instalar las creencias en el reino de la pura subjetividad, el relativismo tiende a convertir las opiniones en obstinaciones. Entonces, el entendimiento mutuo se torna más difícil, y el fanatismo puede volver inesperadamente por sus fueros perdidos. Alemania, que tras el nazismo instauró un sistema educativo pensado para impedir que pudiera repetirse la intolerancia, se pregunta ahora de dónde han salido esos jóvenes violentos que atacan a los inmigrantes. El fenómeno es complejo y no admite una explicación única. Pero cabe preguntarse si, en medio de un relativismo ambiental, es posible inculcar eficazmente las convicciones que sustentan la reverencia por la dignidad de la persona.

Dar razón de la libertad

Juan Pablo II acierta al advertir contra el riesgo que representa «la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola (…) del reconocimiento de la verdad» (Veritatis splendor, n. 101). No debemos pensar que se han alejado todas las amenazas cuando tenemos la imprescindible libertad de pensamiento, en sentido jurídico -como inmunidad de coacción-. Necesitamos que nuestra libertad lo sea también en sentido moral, lo que no es posible si renunciamos a aspirar a la verdad. Pues «si no existe una verdad última -la cual guía y orienta la acción política-, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (Centesimus annus, n. 46).

Se comprende que Juan Pablo II insista en la «dependencia de la libertad con respecto a la verdad» (Veritatis splendor, n. 34). Si nos atrevemos a someter a crítica la filosofía barata del relativismo selectivo que está de moda, nos percataremos de que eso no es amenazar la libertad, sino dar razón de ella. Y si apreciamos la libertad, hemos de saber defenderla con razones.


Para que podamos entendernos

Richard John Neuhaus es un sacerdote católico muy conocido en Estados Unidos. Fue pastor protestante hasta su conversión. Actualmente es redactor-jefe de First Things, una revista mensual sobre religión y vida pública. Neuhaus publicó en The Wall Street Journal (8-X-93) un extenso comentario a la encíclica Veritatis splendor, del que traducimos algunos párrafos.

En este documento, el Papa ofrece (…) una explicación de por qué actualmente no nos entendemos en moral. Para entenderse es preciso que haya alguna verdad sobre el asunto en cuestión. Pero cuando se trata de moral, hoy es frecuente suponer que no hay verdad. De hecho, se piensa que «verdad moral» es una contradicción. Tú tienes tus «valores» y yo tengo los míos, y aquí la discusión se para en seco. «¿Qué es la verdad?», preguntó Poncio Pilato. Como muchos de nuestros contemporáneos, empleó esa pregunta para zanjar la discusión. Juan Pablo II sostiene que esa pregunta debería ser el principio de la discusión.

El Papa reconoce gustosamente que la modernidad ha tenido el mérito de dar mucho valor a la libertad. Pero ahora se ha separado la libertad de la verdad, y la libertad no puede sostenerse sola sin degenerar en arbitrariedad. La arbitrariedad, a su vez, es la ruina de la libertad, pues entonces, como reconocieron Nietzsche y otros, toda la vida personal y social se convierte en una pura afirmación de poder. Para que la libertad quede asegurada, el poder -y la libertad misma- tiene que rendir cuentas a la verdad. O, como dice el Papa, «la libertad auténtica está ordenada a la verdad».

(…) Pero, se podría objetar, (…) no es posible volver a los «viejos tiempos» en que podíamos afirmar que sosteníamos unas verdades, como si realmente hubiera verdades que sostener y que nos obligaran; etcétera. Exactamente, dice Juan Pablo II, y precisamente por eso necesitamos urgentemente abrir un debate sobre la verdad con que podamos fundamentar la libertad y la dignidad humanas. Pese a nuestras diferencias, podemos entendernos porque tenemos en común la naturaleza humana y la capacidad de razonar, que son universales.

(…) Los derechos y deberes humanos, dice el Papa, son «universales e inmutables». Ésta es la tesis que ha adoptado Estados Unidos frente a países que sostienen que la idea de derechos humanos universales refleja el «imperialismo cultural» de Occidente. De hecho, esos países pueden tener parte de razón. Si la causa de la libertad se separa de la referencia a la verdad, los derechos humanos no son más que una imposición ideológica de Occidente.

(…) Juan Pablo II advierte contra el riesgo de una «alianza entre democracia y relativismo ético». Cuando se democratiza la verdad misma -cuando la verdad no es más que la voluntad de cada individuo o de una mayoría de individuos-, la democracia, privada de la referencia a la verdad, queda indefensa ante sus enemigos. Así, la libertad, cuando no está «ordenada a la verdad», destruye la libertad.

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(1) Cfr. Rafael Gómez Pérez, Cómo entender este fin de siglo, Ediciones del Drac, Barcelona (1988), pp. 42-52, 62-70.
(2) Citado por Franz Borkenau en The Communist International, obra de 1939. Lo reproduce a su vez Daniel Bell en su artículo «Georg Lukács. Las raíces místicas de la revolución», publicado en español en Claves de Razón Práctica (octubre 1992).
(3) Norberto Bobbio, El tiempo de los derechos, Editorial Sistema, Madrid (1991), p. 251. El pasaje pertenece al capítulo XIV, que está dedicado a la tolerancia.

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