El relativismo no puede fundamentar los derechos de libertad propios de la democracia

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Entrevista con el Profesor de Ética Ángel Rodríguez Luño sobre algunas claves de la «Veritatis Splendor»

El gran interés que está suscitando la encíclica Veritatis Splendor confirma que aborda problemas cruciales para el hombre de nuestro tiempo. No es extraño este interés, ya que responde al deseo generalizado de fundamentar la convivencia sobre bases éticas más sólidas. Y la sociedad sólo puede mejorar si hay también una mayor responsabilidad personal. La nueva encíclica es un texto de una gran densidad doctrinal. En esta entrevista, Ángel Rodríguez Luño, Profesor Ordinario de Ética en el Ateneo Romano de la Santa Cruz, ofrece algunas claves de lectura del documento pontificio.

– Las encíclicas surgen de una necesidad concreta. ¿A cuál responde ésta?

– El mismo Santo Padre explica, en la introducción de la encíclica (cfr. nn. 4-5), cuál ha sido el motivo que le ha llevado a escribirla. Durante los últimos decenios se han difundido en los más variados ambientes, a veces también dentro de la teología moral católica, numerosas dudas y objeciones sobre la enseñanza moral de la Iglesia. Si miramos el fenómeno en su conjunto, y sobre todo en su repercusión sobre la vida de los fieles y de la sociedad, nos encontramos no con críticas parciales y ocasionales, sino con una crítica global y sistemática del patrimonio moral cristiano. Se ha llegado a una situación extremadamente confusa, que hacía necesaria la clarificación de algunas cuestiones sobre la fundamentación de la teoría y de la praxis moral, que están en el fondo de las discusiones actuales. La Veritatis Splendor se propone realizar un discernimiento doctrinal en torno a estas cuestiones fundamentales de la moral.

La responsabilidad de discernir

– ¿Qué se entiende en la encíclica por «discernimiento doctrinal»?

– Me parece que el tenor de las palabras empleadas en diversos lugares de la encíclica (por ejemplo, nn. 5, 29, 37, 79, 82) no deja lugar a dudas de que por discernimiento doctrinal debe entenderse una distinción entre lo que es aceptable y lo que es inaceptable, realizada desde el punto de vista de la doctrina católica. Esto significa que el Papa habla como Sucesor de San Pedro que en virtud del mandato apostólico recibido de Cristo tiene la responsabilidad de anunciar y custodiar el depósito de la fe, responsabilidad que comparten con él los Obispos, a quienes la encíclica se dirige directamente. En virtud de ese mandato, el Santo Padre tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas tesis teológicas o filosóficas con la verdad revelada. Cuando rechaza algo, lo hace porque es incompatible con la doctrina católica y en la medida en que lo es o la pone en peligro. No pretende favorecer, tomar partido ni mucho menos imponer una de entre las diversas opciones teológicas compatibles con la identidad cristiana (cfr. n. 29).

Ideas centrales

– ¿Cómo está estructurada la encíclica?

– La encíclica tiene tres capítulos centrales. El capítulo I es una meditación bíblica acerca del diálogo de Jesús con el joven rico, con la que Juan Pablo II explica los elementos esenciales de la moral cristiana; principalmente, la ordenación del hombre a Dios; la relación entre la bondad moral del comportamiento humano y la vida eterna; el seguimiento de Cristo; y, por último, el don del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida moral del hombre regenerado en Cristo.

El capítulo II es el que posee un contenido doctrinal más denso y de carácter más técnico. Se ocupa de cuatro problemas fundamentales de la moral, y enjuicia doctrinalmente algunas respuestas que esos problemas han recibido en ciertas corrientes de la teología moral. El tema de fondo de este capítulo, y creo que también de toda la encíclica, es el de la relación entre la libertad y la verdad.

El capítulo III explica positivamente el sentido de la libertad cristiana, la libertad que Cristo nos ha ganado en la cruz, su importancia para la evangelización y para la renovación de la vida social y política. Evocando el testimonio de los mártires, se trata de la ejemplaridad que debe tener la vida del cristiano, de la misión de los teólogos y la responsabilidad de los pastores.

– ¿Cuáles son las ideas centrales del capítulo II que, según dice, aborda los temas de fondo?

– Consta de cuatro secciones. En la primera, a la luz del tema fundamental de la relación entre la libertad y la verdad, se explica el concepto de ley moral natural, y se hace un discernimiento crítico sobre el concepto de autonomía moral.

La segunda sección trata de la conciencia moral. Siguiendo de cerca las enseñanzas del Concilio Vaticano II, la conciencia es vista como santuario del hombre en el que se revela el vínculo de la libertad con la verdad.

La tercera sección realiza una cuidadosa valoración crítica de la «opción fundamental», aclarando en qué sentido es compatible con la doctrina católica, y en cuál no lo es.

La cuarta sección se ocupa de las teorías morales conocidas como «teleologismo», «consecuencialismo» y «proporcionalismo». Con relación a ellos se explica que la valoración moral de los actos humanos no se fundamenta únicamente en la ponderación de sus consecuencias previsibles ni en la proporción existente entre los bienes y los males «pre-morales» que están en juego. Tampoco basta la buena intención. El valor moral de un acto depende fundamentalmente del objeto o del comportamiento elegido por la voluntad deliberadamente. Se desprende de todo esto que existen actos intrínsecamente malos, es decir, algunos comportamientos que, en sí mismos y por sí mismos, están en contradicción con el bien de la persona y con el mandamiento del amor. Los preceptos que prohíben la elección de esos comportamientos obligan siempre y no admiten excepciones.

¿Normas inmutables?

– La encíclica pone de relieve que la Iglesia, al hablar de las normas universales e inmutables de la moral, hace un servicio a los hombres y a la sociedad. Para algunos, sin embargo, esa inmutabilidad sería contraria al ideal democrático, entendido como consenso que los ciudadanos otorgan a determinados valores en un momento histórico concreto. ¿Podría aclarar este problema?

– Su pregunta contiene en realidad tres cuestiones distintas. La primera es de índole propiamente moral, y se refiere a la universalidad e inmutabilidad de las exigencias éticas fundamentales. La segunda mira a la supuesta relación negativa que existiría entre una tesis moral (la inmutabilidad de las normas éticas fundamentales) y el régimen político democrático. La tercera versa sobre el modo de entender el sistema político que llamamos democracia. Como la Veritatis splendor no se ocupa de la ética política, responderé a la primera cuestión.

En el n. 53 de la encíclica se explica con detalle en qué sentido se habla de la inmutabilidad de las normas morales. Se trata de un sentido bien preciso que nada o poco tiene que ver con las caricaturas que a veces se despachan, y que desde luego no se opone al progreso del conocimiento moral y de la investigación ética. Universalidad e inmutabilidad de las exigencias éticas fundamentales significa que la razón humana alcanza, a veces después de un largo esfuerzo, verdades morales inconfundibles, en cuanto que descubre una relación necesaria, positiva o negativa, entre un comportamiento y el bien de la persona. Por ejemplo, el estupro es necesariamente incompatible con la dignidad de la persona, y por eso la norma que lo prohíbe es universal e inmutable. La Iglesia, al enseñar que existen normas éticas universales e inmutables, demuestra su confianza en el poder de la razón humana para conocer con certeza las exigencias necesarias de la dignidad humana (exigencias que en muchos casos son confirmadas por la Revelación), y afirma que los valores personales no admiten nunca un tratamiento instrumental o violento. Bajo ese doble aspecto hace un servicio de incalculable valor a los hombres y a la sociedad.

Democracia y relativismo

– Pero algunos sostienen que el ideal de la convivencia democrática sólo podría fundamentarse sobre el relativismo ético.

– Esta idea descansa sobre un modo erróneo de establecer la conexión entre el plano político y el plano ético. Hay una tesis verdadera: la relación interior entre la conciencia personal y la verdad no puede estar sometida a la coacción, tampoco a la del Estado. Pero esta tesis no procede lógicamente ni puede fundamentarse prácticamente sobre la tesis relativista de que afirmaciones contradictorias sobre el bien último del hombre pueden ser igualmente verdaderas. Esta segunda tesis, además de ser falsa y en el fondo impensable, no podría nunca fundamentar la primera, porque no cualquier idea del hombre puede fundamentar los derechos de libertad, como ha demostrado, por ejemplo, la teoría y práctica marxista. La ilicitud de violentar las convicciones íntimas de la conciencia sólo puede fundamentarse sobre una idea muy precisa del hombre y de su bien, según la cual la persona posee dimensiones de valor absoluto, que no pueden ser objeto de instrumentalización o violencia. Esto implica, en el plano político, que la persona tiene derechos inviolables.

Sobre esa noción de fundamentos inviolables de la persona se fundamenta el único régimen político moderno que puede ser llamado con verdad democracia, es decir, la democracia constitucional. La tradición constitucional parte de la idea básica de que es necesario garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos, para lo cual se ha de poner al poder político y social en condiciones jurídicas tales que le resulte imposible violarlos. El poder -cualquier poder- ha de ser por eso un poder limitado, sometido a unas restricciones constitucionales. La democracia no significa: «el poder absoluto al pueblo» (esto sería un absolutismo demagógico), sino más bien: «nadie puede tener un poder absoluto».

Con otras palabras: pertenece a la esencia misma del régimen democrático-constitucional la persuasión de que existen cosas que nadie puede hacer: ni un individuo, ni la mayoría, ni todos juntos. Por ejemplo: en la imposible hipótesis de que hubiese sido aprobada por un referéndum popular, la persecución de los hebreos por parte del régimen nazi no sólo no hubiera dejado de ser un execrable crimen contra la humanidad, sino que además habría cubierto de oprobio a la tan querida nación alemana. Por la misma razón, no basta con tener una ley constitucional: también la ex Unión Soviética tenía una constitución escrita, positiva, pero no era un régimen democrático-constitucional.

La voluntad de la mayoría

– ¿No basta entonces con la voluntad popular?

– No. Lo esencial de la democracia está más bien en que las leyes fundamentales del Estado reconozcan la existencia de una categoría de comportamientos que desempeñan en la política una función análoga a la desempeñada en la moral por los actos intrínsecamente malos, es decir, la categoría de «lo que nunca puede ser hecho», por ningún motivo y en ninguna circunstancia. En este sentido, es significativo que un filósofo de la política como Norberto Bobbio, hombre de indiscutido prestigio que se declara no creyente, haya sido en Italia contrario a la ley sobre el aborto, porque veía que el derecho a la vida ha sido históricamente el primer derecho protegido por la tradición constitucional moderna. Cualquier atentado contra la vida pertenece a la categoría de «lo que nunca puede ser hecho».

Por otra parte, Norberto Bobbio se indignaba al pensar que el respeto del principio «no matar» se estaba convirtiendo en patrimonio exclusivo de los católicos. Bobbio no entendía, y yo tampoco lo entiendo, que la creencia en los ideales del socialismo democrático pueda interpretarse como una patente de corso para privar de su vida a seres inocentes. También desde este punto de vista se puede comprender el importante servicio que la Iglesia presta a la sociedad cuando propone la idea cristiana de persona.

Diego Contreras

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