Etiopía está fraguando una red de seguridad social para apoyar a los más pobres: un programa gubernamental, iniciado en 2017 y diseñado para las áreas urbanas, ya beneficia a unas 400.000 personas en 11 ciudades, y espera cubrir a casi 5 millones en total.
Según The Economist, los beneficiarios son seleccionados por comités de barrio entre las personas en situación de pobreza y vulnerabilidad. Además de ofrecerles un trabajo remunerado, el programa les da formación, y a aquellos que desean emprender su propio negocio, les conceden un fondo inicial.
Para muchos, la iniciativa ha supuesto un vuelco positivo. Lo ha sido para Tside Zewide, una viuda que no recibía pensión alguna y estaba a cargo de cuatro huérfanos. El año pasado, ella y 80 vecinos suyos recibieron el encargo de barrer las calles de Addis Abeba durante tres horas al día, una labor por la que el Estado les paga 44 dólares al mes, de los que ella ahorra una quinta parte. “Psicológicamente, esto es bueno para mí –dice–. Me mantiene ocupada, y al menos ya puedo decirle a la gente que tengo un trabajo”.
Las iniciativas de este tipo han proliferado en África en años recientes, y consumen el 1,5% del PIB en los países al sur del Sahara. En Tanzania, el 10% de la población goza ya de este tipo de protección. Pero muchos de estos programas son temporales, muy pocos están concebidos para atenuar las secuelas de enfermedades o la muerte de familiares trabajadores, y no hacen demasiado para reducir el desempleo crónico.
En el caso etíope, los indicios apuntan a una voluntad de consolidar un sistema de seguridad social que cubra a 10 millones de personas en zonas rurales. El gobierno ha comprometido 150 millones de dólares en la creación de ese esquema y el Banco Mundial pondrá otros 300 millones en los próximos cinco años. La reducción de la pobreza en el campo y el auxilio que recibieron numerosas familias durante la sequía de 2016, es muestra de que se van viendo algunos avances.