Norman Borlaug, artífice de la Revolución Verde

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El mundo ha rendido tributo a Norman Borlaug (1914-2009) con ocasión de su muerte, el pasado 12 de septiembre. Fue el artífice de la Revolución Verde, que a partir de los años cincuenta dio la autosuficiencia alimentaria a países de Latinoamérica y Asia, gracias a nuevas variedades de cereales resistentes a las plagas y de alto rendimiento. Estaba persuadido de que “no puede haber paz con estómagos vacíos”, y en efecto su labor fue reconocida con la concesión del Premio Nobel de la Paz en 1970.

“Salvó más vidas que nadie más en la historia”, dijo de Norman Borlaug al día siguiente de su muerte Josette Sheeran, directora ejecutiva del Programa Mundial de Alimentos. Su labor “figura entre la de los grandes científicos benefactores de la humanidad”, se lee en un comunicado oficial de la FAO.

Borlaug, norteamericano de ascendencia noruega, estudió agronomía en la Universidad de Minnesota y, tras doctorarse en patología vegetal y genética, empezó a trabajar en la empresa química DuPont en 1942. Dos años más tarde dejó el empleo para incorporarse en México a un proyecto de mejora del trigo financiado por la Fundación Rockefeller. Una plaga de roya que la década anterior había arrasado los trigales del Medio Oeste de Estados Unidos, acababa de llegar a México, donde amenazaba la carestía. “Durante los diez años siguientes -señala The Economist (19-09-2009) en una nota necrológica-, [Borlaug] trabajaría doce horas diarias” en los cultivos experimentales de trigo.

Un libro reciente (pero anterior a la muerte de Borlaug) de Francisco García Olmedo, El ingenio y el hambre (Crítica, 2009), explica en un capítulo cómo trabajó Borlaug en México para conseguir una variedad de trigo inmune a la roya y más productiva. Espoleado por la urgencia de alimentar a las personas, ingenió un procedimiento, aplicado después a otros cultivos, para “acortar a la mitad el tiempo que lleva el proceso de mejora, mediante la obtención de dos generaciones anuales, obtenidas sucesivamente en dos campos apropiadamente elegidos”. Los campos estaban a 29 y a 2.600 metros de altitud, respectivamente, separados unos 1.600 km. Así se lograron variedades resistentes a la roya en solo cinco años. A partir de ellas, Borlaug obtuvo, mediante cruzamiento con una especie enana japonesa, otras de corta estatura y tallo grueso, que rendían el doble.

Esos son los trigos que iniciaron la Revolución Verde, extendida luego desde México al resto de Latinoamérica y a Asia. Pues, prosigue García Olmedo, probablemente por el doble cultivo en suelos y climas muy dispares, “los trigos obtenidos no sólo estaban bien adaptados a México sino que (…) daban excelentes resultados en distintas partes del mundo, en una variada gama de suelos y climas, algo que se tenía por imposible”. Así, en 1956 México había duplicado su producción triguera y se hizo autosuficiente, y unos años después el éxito se repitió en Asia. La cosecha de trigo en la India, donde trabajó más tarde Borlaug, pasó de 12 millones de toneladas en 1965 a 20 millones en 1970; Pakistán alcanzó la autosuficiencia en trigo en 1968.

Gracias a la Revolución Verde, la producción de alimentos creció más de prisa que la población mundial. “Las hambrunas y la enorme mortalidad que se habían predicho para la segunda mitad del siglo XX nunca se hicieron realidad”, recuerda The Economist.

Pero el África subsahariana había quedado excluida de la Revolución Verde, a causa de sus suelos pobres y sequías recurrentes. Con más de 70 años, Borlaug abandonó su retiro en 1986 para dirigir un nuevo proyecto en aquel continente, con financiación del millonario japonés Ryoichi Sasakawa. Este trabajo consiguió casi duplicar la cosecha de Etiopía en dos años, de 6 millones de toneladas en 1995 a 11,7 millones en 1997. Sin embargo, tales progresos no han arraigado en esas regiones de África como en Asia, cosa de la que Borlaug era consciente, no solo por las limitaciones naturales, sino también por las guerras y la inestabilidad política.

Críticas de ecologistas

Pese a su gran contribución para alimentar a la humanidad, la Revolución Verde ha recibido críticas por algunas de sus consecuencias para la población rural y el medio ambiente. Los motivos de las objeciones son que expande el monocultivo y así pone en peligro la diversidad biológica; que exige más agua, abonos artificiales y pesticidas; que hace a los agricultores dependientes de las multinacionales productoras de semillas y fertilizantes; que desplaza a los métodos tradicionales de cultivo, más sostenibles.

Borlaug terminó por reconocer algunos de esos problemas, pero replicaba que, en todo caso, los ecologistas equivocaban las prioridades. “Les llamaba pesimistas y elitistas -dice The Economist-, que no sabían lo que es el hambre y en cambio creían que los pobres tenían que vivir mal alimentados por el bien del planeta”. Además, añadía, muchas de las críticas no estaban justificadas: gracias al mayor rendimiento, no hace falta sembrar tanta superficie, y así se conserva más tierras para bosques u otros usos; los fertilizantes químicos se limitan a restituir nutrientes naturales del suelo, al igual que el estiércol, pero de modo más eficiente, y la creación de variedades mediante cruce es lo mismo que se da en la naturaleza cuando el polen trasportado por el viento o los insectos fecunda plantas de otras razas (así apareció el precursor de nuestro trigo).

En sus últimos años, Borlaug vio con claridad que el trabajo no estaba concluido. Para dar de comer a 9.000 millones de personas en 2050, el mundo tendría que doblar la producción de alimentos, y de forma sostenible, sin agotar la superficie arable ni degradar el suelo. Por eso era partidario de la biotecnología, en la que veía grandes posibilidades y riesgos prácticamente nulos. Como dice Le Monde (18-09-2009) en su nota necrológica, “Norman Borlaug desaparece en el momento en que se impone la necesidad de llevar a cabo una ‘segunda revolución verde’, sobre todo en África”.

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