México y el NAFTA: cuando el libre comercio solo no basta

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Once millones de emigrantes ilegales, en su inmensa mayoría mexicanos, viven pendientes de la solución de compromiso que el presidente Bush ha pedido a las dos Cámaras del Congreso para regularizar su situación antes de que transcurra el verano. Si su propuesta vence, Estados Unidos ofrecerá al mundo un ejemplo de compasión y sensatez en el tratamiento del complejo problema de la inmigración. Si es derrotada, será difícil poner freno a la llamada «ley Sensenbrenner», aprobada en diciembre del año pasado en la Cámara de Representantes.

A grandes rasgos, esta propuesta de ley criminaliza a los inmigrantes sin papeles y a quienes les contraten, y destina fuertes sumas de dinero a la construcción de una muralla de protección a lo largo de la extensa frontera con México.

Ninguno de los dos caminos encara, sin embargo, el problema de fondo de la masiva entrada de emigrantes ilegales en Estados Unidos, procedentes en su mayor parte de México y en menor medida de otros países de Iberoamérica. Mientras el mercado laboral del vecino del norte ofrezca empleos que los nativos no desean cubrir y se paguen a 8 dólares la hora -cuando en México el salario mínimo medio oscila en los 100 dólares al mes- serán muchísimos los que se arriesguen, con o sin muro, a cruzar la frontera norte en busca de oportunidades.

La hemorragia migratoria ha vuelto a poner en cuestión la eficacia del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA), adoptado en 1994 por Estados Unidos, México y Canadá. Doce años después de su entrada en vigor, los economistas apuntan que -sobre el papel- el comercio entre los tres países ha aumentado más del doble, así como las inversiones bilaterales. Y, sin embargo, los sondeos no dejan de subrayar la impopularidad creciente del acuerdo en los países signatarios. Al margen de que el NAFTA es un acuerdo parcial de libre comercio -en el sentido de que no levanta los aranceles a todos los productos, sino sólo los de una lista negociada de bienes y servicios-, la experiencia muestra que ha servido a los intereses de las grandes corporaciones y apenas ha afectado positivamente al ciudadano de a pie.

A ello se suman las profundas taras políticas y estructurales de México, que le impiden aprovechar las oportunidades del acuerdo. Siete años de gobierno liberal-conservador del PAN no han podido doblegar los males profundamente arraigados de la corrupción y el corporativismo mexicanos. Pese a los esfuerzos y a las expresiones de buena voluntad del presidente Fox, su Gobierno -situado en minoría en las Cámaras del Parlamento- no ha podido eludir el boicot sistemático de la oposición a cualquier proyecto serio de reforma por parte del bloque izquierdista formado por el PRI y el PRD. El tabú de que las principales riquezas naturales del país -el petróleo y otras fuentes energéticas- se identifican con la soberanía mexicana, las convierten de hecho en patrimonio exclusivo de sus oligarquías políticas y sindicales, y excluyen toda posibilidad de privatización e inversión tecnológica para hacerlas más rentables.

A la indigencia estructural y al mal endémico de la corrupción y la burocracia, se suma la llegada de China, que ha reemplazado a México como proveedor de mano de obra barata para muchas empresas estadounidenses. Hoy, el Estado mexicano se siente sólo capaz de suministrar puestos de trabajo dignos a cerca de una cuarta parte de los 800.000 trabajadores que ingresan cada año en su mercado laboral. En este escenario, y a la espera de que en los comicios de julio el PAN logre el sueño de hacer doblete en las elecciones presidenciales y parlamentarias, el NAFTA seguirá olvidado en el desván de las buenas intenciones.

Francisco de Andrés

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