Lo que el dinero no puede comprar

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La pobreza no es simple falta de recursos económicos; en muchos casos, su raíz está en patologías familiares que el solo dinero no remedia. Así dice Robert J. Samuelson (International Herald Tribune, 7-V-97), comentando un estudio titulado «Lo que el dinero no puede comprar», de la socióloga Susan Mayer (Universidad de Chicago).

(…) La reforma de la asistencia pública [en marcha en Estados Unidos: ver servicios 116/96 y 75/97] puede aumentar o reducir un poco la pobreza (todavía no se sabe), pero ni sus supuestas virtudes ni sus presuntos defectos tienen poder bastante para cambiar gran cosa el statu quo. Mayer, que se califica de izquierdista «dura», plantea una pregunta fundamental: ¿Cuánto importa el dinero para que las familias saquen de la pobreza a sus hijos?

(…) Mayer separa la influencia de los ingresos y la de otros factores. Hecho esto, resulta que la influencia de la renta disminuye mucho.

Señala Mayer: «La presencia en los padres de las características que las empresas valoran y por las que están dispuestas a pagar -como preparación profesional, laboriosidad, honradez, buena salud o seriedad- hace que también los hijos tengan más posibilidades de salir adelante. Los hijos de padres con esas características prosperan aunque sus padres no tengan mucho dinero».

(…) El análisis de Mayer apoya la idea de que existe una «cultura de la pobreza», tesis que el politólogo Edward Banfield fue el primero en proponer, en 1970, con respecto a la moderna situación norteamericana. Banfield dividió a los pobres en dos clases. La primera era la de los que simplemente no tenían suficiente dinero. Entre éstos se incluían muchos minusválidos y desempleados, así como madres viudas, divorciadas o abandonadas. Tales personas tenían las aptitudes normales en la clase media, y podían recuperar la autosuficiencia con ayuda de subsidios.

Luego venía la verdadera «clase baja», que seguiría «viviendo en la miseria» aunque se duplicaran sus ingresos, decía Banfield, porque tenían una mentalidad que «no da valor al trabajo, al sacrificio, al esfuerzo por mejorar o al servicio a la familia, los amigos o la sociedad».

(…) La actual reforma de la asistencia pública (…) supone, con razón, que lo que la gente haga por sí misma importa más que lo que el gobierno haga por la gente. Al permitir que los Estados prueben sus propios métodos, el país tal vez descubra qué sistemas son adecuados.

Pero la reforma bien podría fracasar. El verdadero objetivo no es reducir el número de beneficiarios, que ya ha bajado un 21% desde 1994, en gran parte gracias a la buena marcha de la economía. De lo que realmente se trata es de conseguir que haya menos embarazos de adolescentes, que los matrimonios sean más estables y que los niños tengan buenos hogares.

No se puede esperar que el Estado reconstruya la familia y la naturaleza humana: sería pedir demasiado.

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