El riesgo de vivir sin riesgos

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El 19 de mayo la Comisión Europea autorizó, tras una moratoria de cinco años, la venta de un alimento genéticamente modificado: el maíz Bt-11. Su evaluación puede considerarse un ejemplo del «principio de precaución» que Jacques Chirac ha propuesto incluir en la Constitución francesa. Se habla mucho de «prohibir» riesgos cuyo alcance es difícil de prever, pero se discute poco sobre qué riesgos puede ser conveniente afrontar y a qué precio.

La denominación de productos transgénicos (como la de «organismos genéticamente modificados», OGM) puede dar la impresión de que ingerirlos supone poco menos que tragarse una cría de alien. Sin embargo, hace tiempo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) dictaminó que ninguno de los transgénicos en venta conlleva riesgos para la salud humana (ver servicio 140/02). Del mismo modo, numerosos científicos -como Norman Borlaug, Premio Nobel de la Paz en 1970 por su contribución a la «revolución verde» (ver servicio 19/03), o Juan Ramón Lacadena, catedrático de Genética de la Universidad Complutense (ver servicio 88/03)- aseguran que las ventajas de los OGM, sobre todo en los países pobres, son mayores que los posibles riesgos. Tienen a favor, en el caso del arroz y otras plantas, inmunidad frente a plagas, resistencia a la sequía, etc., y en contra el hipotético daño a la diversidad biológica, en caso de que estas especies modificadas se extiendan en perjuicio de las «tradicionales».

La FAO no teme a los transgénicos

En su último informe anual sobre agricultura y alimentación, la FAO asegura que «la ciencia no puede declarar ninguna tecnología como totalmente carente de riesgos», y que «algunos tipos de biotecnología se practican desde hace milenios, desde que nuestros antepasados empezaron a usar microorganismos para producir pan, vino y queso».

El informe toma partido, por primera vez, a favor de los transgénicos, porque «no se han detectado casos reales de daños a la salud o al medio ambiente» y sí «importantes beneficios sociales y medioambientales». Los cuatro millones de agricultores chinos que cultivan algodón transgénico han obtenido un 20% más de producción empleando un 25% menos de pesticidas. El 99% de los cultivos transgénicos crece en seis países, ninguno de ellos de la UE: EE.UU., Canadá, Brasil, Argentina, Sudáfrica y China. Si algo es criticable, según la FAO, es que el 90% de la inversión anual en investigación biotecnológica (3.000 millones de dólares) se dedique a cultivos para los países ricos.

Pero una cosa es la evaluación científica y otra la actitud del público. Según los sondeos, en la UE el 70% del público rechaza los alimentos transgénicos. Por eso los grandes distribuidores europeos, como Carrefour o Migros, no comercializarán por ahora este tipo de productos. Incluso la firma productora del maíz Bt-11, Syngenta, ha precisado que seguirá vendiendo maíz dulce tradicional a los consumidores, ya que estos «no están preparados» para el Bt-11.

Sin embargo, los OGM han sido sometidos a pruebas mucho más rigurosas que cualquier otro producto. La del maíz Bt-11 fue «la evaluación más rigurosa del mundo», según el comisario europeo de Salud, David Byrne.

Desafiar las leyes de la física

El caso del maíz transgénico es un ejemplo más de la creciente tendencia europea a exigir seguridad por encima de todo. Pero la seguridad tiene su precio. Según el Daily Telegraph (26-V-2004), las empresas del automóvil acusan a la UE de dictar normativas sobre seguridad que encarecerán entre un 25% y un 35% en cuatro años el precio de los coches más populares y que, además, son contradictorias entre sí. Se exige rediseñar los frontales de los automóviles de modo que disminuya el riesgo de que los peatones mueran o sean gravemente heridos en caso de atropello. Para conseguirlo, los constructores deben diseñar carrocerías que absorban los golpes, al tiempo que dotan a los autos con mejores sistemas de frenado y estabilidad.

Pero todo ello añade peso al vehículo y exige dotarlo de un motor más potente. Y esto va contra otra exigencia de la UE, que, conforme al protocolo de Kioto, pide disminuir las emisiones de CO2 en 2008 un 25% con relación a los niveles de 1995. En palabras de Roger Putnam, jefe de Ford en Gran Bretaña, cumplir a la vez ambas directivas exige «desafiar las leyes de la física».

Estos casos ejemplifican el intento de introducir en Europa el «principio de precaución», según el cual el fabricante que quiera lanzar un nuevo producto o proceso industrial debe probar que es «seguro». A juicio de muchos, esto invierte la carga de la prueba. Antes se consideraba que un producto no era perjudicial, a no ser que se advirtiera un riesgo probable. Ahora se trata de demostrar que el producto es seguro en toda circunstancia. Esta pretensión apela a la experiencia de determinados daños que habrían podido ser evitados. Pero muchos creen que puede entorpecer el progreso y encarecer cada vez más los productos.

La cultura de aversión al riesgo

Otra consecuencia del principio de precaución es la nueva regulación que la Comisión Europea ha propuesto para la industria química, a fin de asegurar que ningún producto químico tiene efectos cancerígenos o interfiere con el sistema hormonal. Margot Wallstrom, comisaria europea de Medio Ambiente y uno de los seis que evaluó el maíz Bt-11, nacida en una zona rural de Suecia, se hizo recientemente analizar la sangre en busca de toxinas. Se le encontró pesticida DDT -prohibido hace largas décadas- y PCB, un cancerígeno presente en numerosos aparatos eléctricos. La comisaria quiso mostrar de esa forma que nadie es inmune a los efectos inesperados de numerosas sustancias.

La UE considera que las medidas que quiere introducir para prevenir el cáncer provocado por productos químicos costarán a la industria 2.300 millones de euros. Pero en 2003, diversas organizaciones empresariales evaluaron estos costes en 12.600 millones y consiguieron el apoyo de Blair y Chirac, entre otros, para presionar a la UE frente a nuevas reglamentaciones preventivas. La solución de compromiso a la que parece haberse llegado se centra en excluir de esta reglamentación la producción y empleo de polímeros (poliuretano, nylon, celulosa, etc.) y plásticos.

Para William Underhill (Newsweek, 5-V-2004), Europa desarrolla una «cultura de aversión al riesgo» que no desafía a las leyes de la física, sino de la lógica, ya que es imposible la existencia de «pruebas negativas: probar que determinada sustancia no puede ser peligrosa». Jaap Hanekamp, investigador químico de la fundación holandesa Heidelberg Appeal, llega más lejos al afirmar que, diciendo a sus votantes sólo lo que quieren oír, los políticos de la UE les hacen creer un mito: «que una sociedad libre de peligros y daños puede existir realmente y que, cumpliendo el principio de precaución, está al alcance de la mano».

El presidente francés Jacques Chirac -que inició su primer mandato con pruebas nucleares en Polinesia- propuso en 2002 redactar una Carta del Medio Ambiente. La Asamblea Francesa comenzó a discutirla el pasado 25 de mayo, con el objetivo final de incluirla en la Constitución francesa, al mismo nivel que la Declaración de Derechos del Hombre de 1789.

La comisión encargada de redactar dicha Carta topó con un escollo fundamental: el «principio de precaución», que en el art. 5 aparece expresado de la siguiente forma: «Cuando la producción de un daño, aunque sea incierto dado el estado de los conocimientos científicos, pueda afectar de manera grave e irreversible al medio ambiente, las autoridades públicas han de velar, aplicando el principio de precaución, para que se adopten las medidas provisionales y proporcionadas a fin de evitar la realización de dicho daño, así como para que se pongan en práctica los procedimientos de evaluación de dichos riesgos».

¿Principio de pusilanimidad?

Tal principio ha despertado voces críticas dentro del propio partido de Chirac, la UMP. El ex ministro Alain Madelin advertía en un artículo (Le Monde, 13-V-2004) que dar carácter constitucional al principio de precaución comportaría riesgos para el progreso científico, para el derecho y para la democracia.

Un riesgo para el progreso científico, porque obligaría a intervenir a la autoridad del Estado siempre que exista duda sobre un riesgo o simplemente cuando no se haya demostrado con certeza que no existe la menor duda. Esto equivale a poner trabas al progreso, que siempre implica experimentación, y por lo tanto el riesgo de equivocarse. De vez en cuando se descubre que uno se ha equivocado y hay que rectificar. Pero solo se aprende actuando.

Sería también un riesgo para el derecho, pues supondría colocar en la cumbre del sistema jurídico, al lado de la concepción de la «libertad responsable», una libertad «presuntamente culpable». Esto está en conflicto con la idea de que la ley solo puede prohibir lo que perjudica a otro, y de que la carga de la prueba corresponde al acusador. Basándose en la precaución, no hace falta demostrar las razones de una prohibición.

Igualmente sería un riesgo para la democracia, pues en vez de la estabilidad del derecho, la intervención de las autoridades públicas estaría en función de los profetas de catástrofes: el derecho quedaría sometido al viento de la opinión.

Lo prudente, según Madelin, sería «aplicar el principio de precaución al propio principio de precaución», optando por una redacción moderada del mismo.

Al comenzar la discusión de la Carta del Medio Ambiente, el diario Le Monde mantenía a su vez en un editorial que el principio de precaución no debía incluirse en la Constitución, pues podría llevar a una «judicialización» de la sociedad. «El principio de precaución no debería convertirse en precaución por principio, o en principio de pusilanimidad».


La bolsa o la vida

Los gobiernos deben proteger a los ciudadanos de los riesgos previsibles, pero lo que se discute es a qué precio. Así como la protección contra el riesgo de terrorismo supone un aumento de controles y una posible merma de libertades, la protección contra riesgos que afectan a la salud pública tiene también un coste creciente que repercute sobre el consumidor.

Ulrich Beck, profesor de sociología en Munich y autor del libro La sociedad del riesgo, afirmaba en una entrevista de Le Monde (20-XI-2001) que en la sociedad actual «las posiciones tradicionales de la lucha de clases resultan irrisorias frente a las amenazas a la salud y la seguridad», como una catástrofe nuclear, un desastre genético o un hundimiento financiero mundial. El capitalismo industrial no está preparado, según Beck, para afrontar este cambio, ya que se concibió como una sociedad en la que se reparten bienes escasos, y la sociedad actual percibe que lo que se comparten son bienes y males. Incluso el nacionalismo aparece caduco enfrentado a la gestión de riesgos que superan el ámbito nacional.

Esto ha dado lugar, afirma el sociólogo alemán, a una «irresponsabilidad organizada» en la que los actores o bien niegan el riesgo (EE.UU. y su «cultura del riesgo residual») o bien se niegan a afrontarlo (Europa y su «cultura de la seguridad absoluta»). La solución responsable sería, para Beck, una «cultura de la incertidumbre» que se atreviera a dar respuesta a preguntas como: ¿qué hay que probar?; ¿quién debe probarlo?; ¿qué clase de prueba hay que presentar en condiciones de incertidumbre?

Preguntarse si alguien debe correr los riesgos y quién debe pagarlos parece conveniente para que hablar del principio de precaución no se parezca a un infantil dilema sobre si preferimos vivir en el salvaje oeste o en un geriátrico.

Como en tantas otras cosas, EE.UU. y Europa tienen distintos enfoques en la gestión de riesgos, según destacaba recientemente The Economist (24-I-2004). Los norteamericanos, en lugar de eliminar los riesgos con rígidas regulaciones por ley, prefieren recurrir a la vía judicial para que se paguen los errores, como queda claro a la vista de las reclamaciones multimillonarias contra fabricantes de tabaco o cadenas de restaurantes. Esto ha creado una sociedad litigiosa, donde los que se consideran perjudicados intentan transferir la responsabilidad al productor.

Riesgos fantasmas

Tal actitud encarece también los servicios. Así, los médicos corren tantos riesgos por posible mala práctica, que piden cada vez más pruebas diagnósticas para protegerse y esto dispara los costes de la sanidad.

En Europa, en cambio, se invierte más en prevención, multiplicando las regulaciones. Desde la perspectiva norteamericana, Europa combate riesgos «fantasmas» que resultan demasiado caros.

Los análisis de coste-beneficio realizados por John Morrall para la Oficina de Gestión y Presupuesto de EE.UU. -analizando 76 regulaciones en EE.UU. entre los años 1960 y 2001- concluyeron que el coste por vida salvada gracias a las regulaciones sobre riesgo era muy variable: 100.000 dólares en el caso de la regulación de los mecheros con «seguro para niños», 19.000 millones de dólares en las normas sobre agua potable, y hasta 100.000 millones en el caso de los vertederos. Y parece que en lo que valdría la pena insistir es en adoptar medidas baratas que pueden salvar muchas vidas, como ha sido el cinturón de seguridad en los coches.

Según Kip Viscusi, de la Escuela de Derecho de Harvard (The Economist, 24-I-2004), el país más «conservador» en este sentido es Japón, donde el público estima subjetivamente el valor de una vida humana en 10 millones de dólares (372 veces el salario medio anual), contra 600.000 dólares en Taiwán (25 veces el salario). Los Estados Unidos, con 7 millones (200 salarios anuales) quedaban en 2002 por delante de los demás países occidentales, incluida Suiza (algo más de 6 millones, pero en salarios anuales casi la misma cifra: 202): desde Australia a Canadá, pasando por Inglaterra y Austria, la gente valora su propia vida en 4 millones de dólares (entre 138 y 162 salarios anuales).

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