Alimentos que no llegan a alimentar

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El racimo de uvas que se tira al cubo porque algunas se han podrido, o las sobras de unas judías de la cena que, tras cuatro días en frío, terminan en el mismo destino, son la cara más visible del desperdicio de alimentos: el consumidor, con la nevera a tope, no tiene un estómago lo suficiente amplio y ágil como para darle a todo lo almacenado el cauce que merece.

Pero el hogar no es el único sitio donde los alimentos se deterioran y pierden la función para la que fueron producidos. En el caso de los de origen vegetal, muchas toneladas quedan en el camino en los procesos de cosecha, procesamiento y distribución. Según el informe El estado de la agricultura y la alimentación 2019, publicado por la FAO, el 13,8% de los alimentos se pierden entre el campo y el puesto de ventas.

¿En qué zonas del planeta ocurren las mayores pérdidas? Principalmente en el mundo en desarrollo, sobre todo en Asia, donde se pierde casi el 22% de lo producido. Le siguen Europa y América del Norte, con un 16%, y, más atrás, África subsahariana (casi el 14%) y América Latina y el Caribe (12%).

Pero hay matices en esto: la comida no se deteriora y tira por idénticas razones en unos sitios y en otros. En el mundo desarrollado, un paquete de huevos puede terminar en el contenedor de la basura del supermercado porque, de la docena, uno se había roto por un error de manipulación; o una fruta puede ser desechada porque, pese a estar en buen estado de conservación, no reúne las condiciones “perfectas”, a saber, los parámetros que exige el marketing en cuanto a color, forma, tamaño, etc.

Una menor pérdida y desperdicio de alimentos implica destinar a su producción menos recursos naturales, con lo que se reduce la huella en el medio ambiente

En los países en desarrollo, en cambio, las causas son bien distintas: unas veces, por la caída de los precios, los frutos se quedan sin cosechar en los campos; otras, por temor a los robos, los campesinos recogen la cosecha antes de tiempo, lo que impide la adecuada maduración del producto y repercute en su calidad final y su venta. También pueden influir una infraestructura deficiente, con caminos en mal estado y unos medios de transporte insuficientemente rápidos, e igualmente la utilización de envases no idóneos para cada tipo de producto, la ausencia de almacenes refrigerados, etc.

Todas estas circunstancias empujan al agricultor pobre a incrementar sus esfuerzos y aumentar la producción a como dé lugar para, en dependencia de la gravedad de aquellas, asegurarse al menos alguna rentabilidad frente al alto nivel de pérdidas.

Mejor en “primera clase”

El informe de la FAO presenta algunos datos acopiados recientemente por el International Food Policy Research Institute (IFPRI), que registró las pérdidas de cereales y tubérculos en las fases de precosecha, cosecha y postcosecha en China, Ecuador, Etiopía, Guatemala, Honduras y Perú.

En Etiopía, por ejemplo, los campesinos dejan el tef –un cereal rico en proteínas y hierro– en el campo por la afectación de las plagas y la sequía; en Ecuador, toneladas de patatas permanecen bajo tierra, bien por no reunir el tamaño que exige el mercado, bien por escasez de mano de obra, mientras que, en China, las malas condiciones meteorológicas suelen impedir que se pueda recoger todo lo sembrado.

En varios países examinados, el mal manejo del producto en el momento de la cosecha provoca que se echen a perder cantidades importantes

En este último país, la cosecha mecánica también deja mucho fruto en el surco como “baja colateral”. En general, en el conjunto de los países examinados, lo que más pesa es el mal manejo del producto en el momento de la cosecha, en el que pueden perderse cantidades importantes.

Otro factor de peso, ya mencionado, es la dificultad para cubrir la distancia entre el campo y el mercado. Por esa causa se pierden toneladas de patatas en Ecuador, y de maíz en sitios tan dispares como Guatemala, Malawi y Nigeria.

Pero peor que a los cereales les va a las frutas y hortalizas, productos que precisan de una conservación más cuidadosa, y que por su naturaleza tienden a caducar más prontamente. Sus pérdidas son aún mayores. “A menudo –dice el informe–, las frutas y los vegetales se envasan de modo inadecuado o no se envasan; se transportan al aire libre, en camiones no refrigerados, y sufren defectos debidos a la compresión, el calor y una manipulación torpe durante su manejo”.

Un 8% de las pérdidas de frutas y vegetales en Asia ocurren en esta etapa, algo en lo que influye bastante el hecho de que los productos viajen en “primera clase” o en “turista”. Según se ha constatado en esa región, cuando se transportan en sacos, se pierde un 17% de los tomates, un 7% de las mandarinas y un 11% de las coliflores, pero cuando se hace en cajas plásticas, las mermas se reducen significativamente: las del tomate se quedan en el 2%; las de mandarinas, en el 4%, y las de coliflores, en el 4,5%.

Pros y contras

¿Compensa algún nivel de pérdidas de alimentos? Desde la perspectiva del hambriento, la respuesta será siempre un “no” categórico. Ciertos criterios técnicos, sin embargo, señalan que es aceptable que algunas cantidades se pierdan, a manera de incentivo al propio proceso de producción.

De un lado está la economía de los agricultores. Que una mayor cantidad de carne, frutas, cereales y vegetales llegue al mercado puede perjudicarles, pues la abundancia puede hacer descender los precios y reducir sus ingresos. Por eso, en muchos casos la inversión en técnicas o tecnologías para evitar las pérdidas no es una prioridad para ellos: el retorno suele ser muy poco, por lo que las mermas se ven como “sobrellevables”, si bien a largo plazo el costo de no invertir en su disminución va en aumento.

Pero aun en el caso de que no quede fruto alguno en las ramas o tubérculo bajo tierra, existe el riesgo de que el alimento acabe sepultado en el cubo de la basura de casa. Si todo lo sembrado fuera cosechado y, tras pasar una estricta cadena de procesado o conservación, llegara a las estanterías a precios económicos, los consumidores tendrán –tienen– un incentivo para el desperdicio, pues no deben hurgar demasiado en el bolsillo para poder reponer aquello que se echó a perder en la nevera o en la alacena.

Ahora, la evitación de las pérdidas conlleva, evidentemente, efectos positivos, como que el agricultor, al no verse abocado a trabajar e invertir de más para producir las cantidades necesarias para recuperar la inversión y obtener un rédito, disponga de más recursos, bien para aumentar la producción, bien para su beneficio personal directo. Además, a más productos –en buen estado– en los puestos de venta, y no abandonados en el campo, precios más asequibles y un acceso más fácil por parte de los más necesitados.

Una infraestructura deficiente, la utilización de envases no idóneos y la falta de almacenes refrigerados, entre otros factores, contribuyen a la pérdida de los alimentos antes de llegar al consumidor

Por último, otro que aparece como ganador es el medio ambiente. “Generalmente –afirman los expertos de la FAO– se asume que, a menos pérdidas y desperdicio de alimentos, menos se necesita producir, procesar y transportar para alimentar a la población mundial, lo que implica utilizar menos recursos naturales y que se reduzcan las emisiones de gases de efecto invernadero, así como otros impactos ambientales derivados de la gestión de los residuos”.

Un impulso desde lo público

La intervención pública en la aminoración de las pérdidas de alimentos puede adoptar diferentes formas; una de ellas, la inversión en infraestructuras que acorten las distancias y el tiempo entre los sitios de producción, almacenaje, procesado y comercialización.

De igual modo, existen iniciativas como la de brindar a los productores servicios financieros inclusivos, con créditos y seguros que les faciliten invertir en tecnología contra el desperdicio. El informe pone como ejemplo la positiva implicación del Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo en la financiación del mejoramiento de los almacenes de grano en México.

Otras parten de leyes muy puntuales: en 2014, el estado de Massachusetts incluyó los alimentos en la lista de insumos con limitaciones a la hora de desecharlos. La norma establece que las compañías del sector no pueden deshacerse de más de una tonelada de materia orgánica a la semana, y que cualquier cantidad superior debe ser donada a iniciativas benéficas o a otras empresas. Como resultado, las donaciones de alimentos pasaron de 37 toneladas en 2010, a 193 en 2015.

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