Cuando la religión ayuda a reconciliarse

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Muy pocos tendrán ganas de sonreír después de que les hayan enviado una carta-bomba. Muy pocos, que hayan perdido sus manos y un ojo en un miserable atentado, son capaces de dejar espacio a la reconciliación. Pero al P. Michael Lapsley, autor —junto con el psicoterapeuta Stephen Karakashian— de la autobiografía Reconciliarse con el pasado (Editorial San Pablo, 2014), sí que le quedan ganas de lo uno y de lo otro.

Reconciliarse con el pasado
Redeeming the Past
Michael Lapsley, con Stephen Karakashian
San Pablo.
Madrid (2014).
454 págs.
Traducción: Javier García Alves.

En abril de 1990, este sacerdote anglicano neozelandés, en la mira de los espías del apartheid sudafricano, abrió un paquete postal, y su vida se trastocó Sus denuncias reiteradas contra el absurdo régimen de discriminación imperante en el país del África austral le habían valido la expulsión en 1976, pero los racistas le persiguieron hasta Zimbabwe. Ya se habían iniciado las conversaciones entre el gobierno blanco y el ANC de Mandela, y el preso político que más tiempo había pasado entre rejas había salido en libertad, de modo que el P. Lapsley, como otros, había relajado la vigilancia. Y ocurrió

En su narración, el ministro anglicano no ahorra detalles: desde el inmenso dolor físico que experimentó tras el estallido, hasta la ola de solidaridad que concitó su caso —“el día que me muera, no precisaré de funeral, puesto que ya todo el mundo me cubrió de flores entonces”–. No hay quejas desgarradoras —de hecho, se cuela un fino humor en varios fragmentos, como la anécdota del whisky que le llegaba puntualmente a su cama de enfermo—, pero sí una confesión de las contradicciones provocadas por el atentado: desde la tentación de autoinculparse por lo sucedido, hasta la necesidad de adaptarse a vivir con una discapacidad para seguir adelante y ayudar a otros. Alguna vez, en este proceso, arrojó involuntariamente con sus prótesis alguna taza de té sobre las vestimentas del arzobispo Desmond Tutu, pero aprendió El P. Lapsley, que hoy trabaja en Ciudad del Cabo, conduce su coche, celebra sus oficios religiosos, escribe en su portátil…

Además, ayuda a sanar a otros, en una sociedad tremendamente necesitada de sanación espiritual tras las violencias del pasado. “Mi propia historia —expresa— consigue infundir valor a las personas. La bomba que no logró matarme dejó intacta mi lengua, que era mi única arma contra el apartheid. Mi quebrantamiento visible crea lazos con otras personas, cuyo quebrantamiento a menudo es menos evidente que el mío, pero no por ello menos real. Lo cierto es que el dolor une a los seres humanos. En mi labor como sanador, muchas personas me dicen que pueden confiar en mí porque sé lo que es el dolor. Sin embargo, al final lo más importante es que seamos capaces de transformar el dolor en una fuerza vivificante”.

Dicha transformación del sufrimiento es lo que se propone el sacerdote anglicano a través de los talleres que organiza con víctimas de la violencia y la tortura. Ha fundado el Instituto para la Sanación de los Recuerdos, y ha recorrido Uganda, Ruanda, Namibia, Zimbabue, Burundi, Eritrea… compartiendo con las víctimas su experiencia de cómo seguir viviendo a pesar de las huellas de dolor en el cuerpo y en la memoria. Su propósito: “que nadie quede prisionero de su pasado”; un pasado que, en el caso sudafricano, se hace visible en las incapacidad del gobierno post-apartheid para lograr una reparación integral a las víctimas de violaciones de los derechos humanos.

Lapsley lo denuncia, y sigue bregando. No descuida la obra. Ejerce —confiesa—de “mendigo profesional” para mantener en marcha el Instituto, convencido de que Dios le llama a colaborar en su proyecto de un mundo mejor. “Pese a su quebrantamiento físico, se ha convertido en la persona más entera que conozco”, afirma de él el arzobispo Tutu. Y en este libro están las pruebas.

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