Tríptico romano

Tríptico romano

TÍTULO ORIGINALTryptyk Rzynski

GÉNERO

Tryptyk RzynskiJuan Pablo IIUniversidad Católica San Antonio. Murcia (2003). 74 págs. 10 €. Traducción: Bogdan Piotrowski.

Hablar hoy de Juan Pablo II es, para muchos, hablar de nosotros mismos, de nuestras vidas. Hay algo personal entre él y cada uno de nosotros: escucharle es sentir que nos está hablando al oído, como si nos conociera. Tríptico romano viene a susurrarnos unas pocas palabras más.

La primera parte, «Arroyo», considera la condición del poeta y del hombre mismo: alguien que atisba a Dios en la epifanía de lo cotidiano, pero cuya mirada no traspasa la maraña de símbolos del mundo. «Con qué esmero -reconoce el poeta, mientras sigue el arroyo en su fatigosa busca de la fuente- has escondido el misterio de tu principio». ¿De dónde nace pues el canto? Del asombro como circunstancia connatural al hombre: «Los bosques bajan silenciosamente al ritmo del torrente / pero ¡el hombre se asombra! / El umbral en que el mundo lo traspasa / es el umbral del asombro. / (Antaño a este asombro lo llamaron «Adán»). / Estaba solo en este asombro / entre los seres que no se asombraban / -les bastaba existir para seguir pasando». La segunda parte es una meditación sobre el Génesis ante la Capilla Sixtina: «el Libro esperaba la imagen», esperaba «a su Miguel Ángel». La tercera parte es una reflexión sobre Abraham, sobre la Revelación de un Dios que «entra en la Historia humana» y, en una anticipación de la Pasión de Cristo, muestra al hombre «qué es, para un padre, el sacrificio de su propio hijo».

El verso de Juan Pablo II concede especial intensidad a algunas metáforas (la idea de «umbral» y palabras clave como «asombro» o «visión», que relaciona con el versículo del Génesis: «y vio Dios que era bueno»). No es difícil situar estos poemas en la tradición poética moderna: el asombro como origen del fenómeno poético está en la raíz de la vertiente hímnica y, desde Chateaubriand, de la poética occidental; la interrogación de la imagen artística como punto de apoyo para la meditación nos remite a Keats y su urna griega; el símbolo de la fuente, que recuerda a San Juan de la Cruz, y la dramatización de la segunda parte, heredera del teatro rapsódico polaco, nos hacen pensar en un poeta que no ha olvidado sus inicios: su juvenil interés por la figura del carmelita español y su tradición literaria vernácula.

Tríptico romano ofrece razones sobradas para la lectura, pero a uno le llama la atención ésta en especial: en este libro, Juan Pablo II pone por obra lo que él mismo había reclamado en Carta a los artistas, a saber, que si el Cristianismo es la religión de la Encarnación, aquélla en que Dios se muestra, se hace visible, se vuelve «icono» en la persona de Cristo, el arte está llamado a una importante misión: mostrar, revelar que, contra la iconoclastia de muchas religiones -incluyendo judaísmo e islamismo, y ocasionalmente ortodoxos, protestantes y anglicanos-, el catolicismo en cuanto religión del cuerpo camina de la mano de la imagen, exige la carnalidad de la representación artística.

La poética de Juan Pablo II, así, hace pie en una percepción hondamente cristológica de la existencia. ¿Previsible? Tal vez, pero esa cristología no sólo salva al arte de la banalidad y la trivialidad, sino que además esboza un argumento tan ontológicamente perspicaz como históricamente pertinente. Como subraya el judío George Steiner, la palabra manifiesta el ser, es revelación, pero esta afirmación obtiene su plenitud al recordar que el Verbo, la palabra revelada, no es otro que Cristo.

Gabriel Insausti

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