Jürgen Habermas lleva algunos años defendiendo la dimensión pública de las creencias y afirmando que los déficits de motivación que los ciudadanos de las sociedades contemporáneas encuentran para implicarse en proyectos morales pueden ser solventados recurriendo al potencial de las cosmovisiones religiosas. No es extraño que un pensador con una formación tan enciclopédica como Habermas conmine a la filosofía a seguir su estela histórica y a reapropiarse de nuevo hoy de aquellos contenidos religiosos que pueden ser explotados secularmente.
En Mundo de la vida, política y religión, Habermas sigue investigando en esa línea de intersección entre filosofía, política y cultura religiosa, pero lo hace sin abdicar de las exigencias agnósticas de su filosofía postmetafísica. Pues aunque sostiene que el juego de transferencias entre lo religioso y lo filosófico sugiere similitudes, sus exposiciones más brillantes son aquellas en las que se defiende ante sus críticos, algunos de ellos teólogos.
Su punto de partida ha sido en estos temas el escándalo que para un heredero de la Modernidad supone la persistencia social de la creencia, pero que ha mostrado honestidad al reconocer la insustituible aportación del judeocristianismo en el desarrollo de la filosofía. Esto, junto con el reconocimiento del derecho del ciudadano creyente a expresar sus opiniones, pese a la necesidad de traducir su mensaje a un lenguaje secular y universalizable, es lo máximo que concede. El propio Habermas da la clave para entender por qué entiende incompatible la religión y la filosofía: el problema es de índole metafísica, como reconoce citando a Benedicto XVI.
Pero, con independencia de las dificultades, se puede decir que Habermas es hoy el interlocutor más importante para cualquier filósofo o teólogo, sobre todo porque muestra una infatigable confianza en la razón, a la que renuncia la posmodernidad, lo que resulta esperanzador para quienes, junto a él, rechazan el pensamiento débil y el naturalismo, aunque, frente a él, afirmen la capacidad del hombre para abrirse a la trascendencia.