Lo que Sócrates diría a Woody Allen

Juan Antonio Rivera

GÉNERO

Espasa. Madrid (2003). 326 págs. 19 €.

En el cine hay mucha filosofía: es cuestión de ponerle a Sócrates las gafas de Woody Allen o de añadir una lente filosófica a la cámara para conseguir un efecto zoom que nos permita transmitir las cuestiones filosóficas que están en juego. Es lo que ha hecho Juan Antonio Rivera, catedrático de Instituto de secundaria, en una obra que ha merecido el Premio Espasa de Ensayo 2003.

El libro se divide en dos partes (en dos «bobinas»): la primera trata sobre cuestiones psicológicas y la segunda, mucho más extensa, sobre cuestiones morales. El punto de partida de Rivera es la crítica a la «leyenda intelectualista», según la cual todas nuestras acciones estarían precedidas y motivadas por principios racionales. Muchas películas, como El coleccionista, Hanna y sus hermanas o Ciudadano Kane, le servirán para dinamitar el intelectualismo, ya que nuestra vida es un «paisaje rugoso», donde se producen descubrimientos fortuitos que están fuera del alcance de la mera racionalidad.

Esas y otras películas nos enseñan que lo realmente decisivo, como el amor, la autoestima o la felicidad, no son otra cosa que subproductos que aparecen cuando no los buscamos; a la vez que nos muestran la diferencia entre el criterio constitutivo y el criterio aditivo del buen vivir, lo que podríamos llamar la vida buena y la buena vida. El análisis de La naranja mecánica lleva al autor a plantear la libertad en el plano psicológico y a rechazar el control de nuestra conducta.

La segunda «bobina» se inicia con el pase de Almas desnudas y La ley del silencio, cuyos protagonistas son las «metapreferencias» que conforman nuestro gusto moral, es decir, lo que nos gustaría ser como personas. Pero la trama se complica por la presencia ubicua del azar, que erosiona la importancia del ejercicio de la racionalidad.

Un problema crucial, que plantean películas como El hombre del brazo de oro o Teléfono rojo, es que a veces nos atamos a nuestras «metapreferencias» como Ulises al mástil de su nave al pasar ante las sirenas. Si esas «metapreferencias» son demasiado rígidas podemos caer en el autoperfeccionamiento compulsivo, frágil porque su estructura interna es demasiado rígida. La rigidez de nuestras decisiones vitales se pone a prueba ante el límite más rotundo: la muerte (planteado en películas tan diferentes como Vivir y Blade Runner).

El cine nos permite tener a la vista el árbol de decisión vital por cuyas ramas transcurren las posibles vidas de sus protagonistas. Esta posibilidad, que Rivera toma como una posibilidad ética, puede llevar a dos actitudes bien diferentes: al amor fati nietzscheano o al apetito fáustico. El primero consiste en aceptar todas las decisiones y momentos de nuestra trayectoria vital. El segundo, en cambio, quiere recorrer todas y cada una de las ramas del árbol de decisión vital, como pretende hacer Jack Campbell, el protagonista de Family Man. Rivera nos describe las variaciones de este apetito fáustico en Desafío total, La rosa púrpura de El Cairo y Las zapatillas rojas. Por otra parte, George Bailey (¡Qué bello es vivir!) opta por el amor fati, por decir sí a la totalidad de su vida, con todo el dolor y la angustia contenidos en ella.

Al final del libro, el autor enfoca su objetivo a un lugar común de la filosofía occidental: el mito de la caverna. Valiéndose de películas como Matrix, Desafío total o El show de Truman, plantea la preferencia ética por vivir en un mundo real.

El libro está traspasado por el dilema ético entre el utilitarismo y el deontologismo. ¿Hemos de obrar sólo teniendo en cuenta las consecuencias de nuestras acciones o siguiendo únicamente nuestros principios morales? Rivera se decanta por el primero, y lo justifica con las películas que ha seleccionado. Sin embargo, no pretende engañar a nadie, por eso en una nota a pie de página dice: «No quiero, por lo demás, transmitir aquí una falsa impresión: el cine ha mostrado profusamente su inclinación por posturas de deontologismo heroico, más que por otras de naturaleza utilitarista».

Quizá esto es señal de buena salud en el cine, al menos el clásico. La verdad es que ninguna ética prescinde absolutamente de las consecuencias de los actos. Pero el utilitarismo choca, entre otras cosas, con la complejidad y las consecuencias imprevisibles a largo plazo de nuestras obras. Pretender hacer un balance completo de las consecuencias de nuestras acciones sería incurrir en esa pretensión racionalista que Rivera descartaba en la primera parte.

Respecto a la forma, hay que decir que Juan Antonio Rivera sabe contar películas e hilvanarlas con reflexiones filosóficas que surgen de la propia narración. Si el film en cuestión ya se ha visto, nos entran ganas de volver a verlo, y si no se ha visto, también, porque, como buen amante del cine, Rivera tiene la delicadeza de no contar el final de la película.

Carlos Goñi Zubieta

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