John Gray, filósofo político de prestigio, nos ofrece una obra donde reflexiona en torno a la pregunta clave: ¿cómo vivir una buena vida? A ello pueden darse dos respuestas, según el pensador británico. El liberalismo formal entiende que el interrogante solo se puede responder en el ámbito privado, no en el ámbito público. Los comunitaristas piensan que las formas liberales se asentarían, por el contrario, sobre un consenso de valores sociales y culturales precedentes. Gray, un intelectual renombrado, huye de la idea de “solución correcta” para explorar los contornos de la vida buena y hallar un punto de encuentro entre ambas concepciones. Huelga decir que en tiempos de división y polarización como los que vivimos, las respuestas a dicha pregunta se multiplican sin solución de continuidad y, por ese motivo, la obra de Gray reeditada ahora por Página Indómita resulta especialmente interesante.
La respuesta liberal, para Gray, es tolerante y uniformadora y cuenta con el apoyo de Locke, Kant, Hayek, Rawls, Dworkin o Nozick. La segunda, más respetuosa con la diversidad, se rastrea en Hobbes, Hume, Berlin y Oakeshott. El liberalismo exige mayor igualdad, lo cual dificulta poder llegar a un consenso sobre cuál es la mejor forma de vivir. El otro modus vivendi (al que se adscribe el propio Gray) se basa en la diversidad. Con independencia de ello, lo que se necesita es lograr una coexistencia más o menos armoniosa entre ambas concepciones, sin necesidad de que una se imponga a la otra: ahí se encuentra la clave de la paz social.
En efecto, según Gray, un sistema político saludable no promueve valores particulares, sino que busca canalizar de forma negociada los conflictos entre comprensiones del bien distintas. No hay solución a esta diversidad inherente a la sociedad humana y los valores no confluyen en una ética común. Por esta razón, Gray nos dice que la humanidad no está destinada a unirse en torno a una civilización universal. El liberalismo que propone nuestro autor es más humilde, eludiendo la unanimidad racional y abriéndose a prácticas y convenciones locales donde coexisten pacíficamente valores que sabemos irreconciliables. Al fin y al cabo, por más teorías que esbocemos, las ironías y dramas de la política seguirán ahí cuando despertemos, como el dinosaurio de Monterroso.