Esta es la cuarta novela de Lalla Romano (Demonte, 1906-Milán, 2001), profesora, bibliotecaria y escritora; con ella le llegó el reconocimiento en Italia en 1964. La narradora visita Ponte Stura (Piamonte) –un lugar montañoso, en el valle del río Cant, donde transcurrió su infancia, hasta que la familia tuvo que trasladarse a otro lugar–, cuando han pasado muchos años. El relato se divide en dos partes; en la primera, recorre las habitaciones y otras dependencias de la casa en la que vivió y va encadenando el presente con los recuerdos del pasado: sus padres, su hermanita, las visitas, las personas que ayudaban en las tareas domésticas, los juegos infantiles… así como sus reacciones, miedos infantiles, descubrimientos y perplejidades.
En la segunda parte, recorre el pueblo y sus alrededores, y recuerda las clases en la escuela, las cacerías de su padre y otras aficiones (a la fotografía, a la pintura), la delicadeza un tanto enigmática de su madre, las visitas de algunos parientes y veraneantes, y a un buen número de vecinos (tenderos, herreros, pastores, maestras, el párroco…).
Romano muestra una gran capacidad de observación y una sensibilidad muy personal ante pequeños sucesos y detalles que a otros dejarían indiferentes, tanto en el contacto con la naturaleza, magníficamente descrita (“tras aquella ventana yo veía caer la nieve, veía gotear desde las tejas el deshielo bajo el sol de marzo. Su luz me pareció remota, tranquila, sin tiempo: como la luz de una pintura”), como en el trato con las personas con las que se relaciona. También rememora sus reacciones y preguntas ante el dolor, la muerte, las conductas de algunos.
El tono es sereno, sin excesos melancólicos, sino más bien de gratitud, cuando sus padres y bastantes vecinos ya han muerto y algunos edificios de Ponte han desaparecido o muestran un aspecto ruinoso. La prosa es elegante, pulcra, lírica a veces, como corresponde a un texto evocador. La narradora se lamenta de los cambios en las costumbres, que nos pueden deshumanizar: “Ahora, los pueblos desaparecen apenas los divisas, ofensivamente los atravesamos sin reparar en ellos. No existen las etapas, ni las estaciones¸ solo un paisaje veloz, que puede ser de un valle cualquiera”. Ella trata de dar fe del pasado con el auxilio de la memoria y de la palabra.
